V
Como si estuvieran atrapadas en un torbellino de viento ardiente, las partículas en las que se descompuso el cuerpo y el alma de Makhor rotaban a gran velocidad alrededor de una antigua estrella de carne cancerosa. El palpitar de las venas necróticas, junto con el desgarrador grito de miles de condenados con las cuerdas vocales arrancadas a mordiscos, era lo único que alcanzaba los pensamientos dispersos entre las capas de la realidad.
«Basta...» se dijo un par de veces, tras darse cuenta de que había sido atrapado por uno de los soles que nacieron para morir y alimentar el renacer de la creación.
Trató en vano de seguir su camino, pero el palpitar de la carne muerta de la estrella se incrementó y una parte de la superficie, cubierta por un océano de un pútrido líquido verde y pestilente, tembló y Makhor recuperó su cuerpo para caer en ese gran mar de pecados.
—No.... —logró decir, antes de hundirse y que centenares de gruesos filamentos de carne, muchos trenzados los unos con los otros, atraparan sus piernas y lo arrastraran hacia el fondo.
Infinidad de seres hinchados, a punto de estallar, prisioneros en burbujas de aire, apresados con grilletes y cadenas al rojo, con las pieles amarillentas en carne viva y los alambres con púas incrustados en los rostros, dirigieron sus cuencas vacías hacia Makhor y lo señalaron mientras gorgoteaban.
Cuando alcanzó el fondo, de la carne muerta surgieron voluminosos brazos, con centenares de varillas herrumbrosas enquistadas en la carne, que llevaron las manos de pellejo seco hacia él.
Las puntas de los dedos, que se habían endurecido hasta convertirse en garras de un resplandeciente mineral negro, se hundieron en el cuerpo de Makhor y tiraron para arrastrarlo a la capa inferior de la estrella, donde aún perduraba un tenue eco de la primera noche.
—Se acabó —sentenció Makhor, después de aspirar el putrefacto aire y percibir cómo desaparecía todo rastro de luz y se erigía el reino de la infinita oscuridad.
Meneó un poco los dedos, la tinta se condensó fuera de las yemas y se crearon decenas de gruesos pinchos que vibraron; los brazos que lo retenían sufrieran los impactos que los convirtieran en una maloliente masa de carne picada.
Makhor se golpeó contra una superficie dura y la espalda estuvo a punto de romperse. Gimió, apretó los dientes y se quedó tumbado un par de minutos mientras ordenaba sus pensamientos.
—¿Por qué no llegué al mundo de Draert? —se preguntó, antes de mover la mano y trazar un círculo de tinta que explotó y se convirtió en una luminosa lluvia que alumbró el paisaje con tonos grises y oscuros—. ¿Por qué la capa de la realidad de su porción de existencia me impidió el paso?
Makhor se levantó y observó a una decena de seres, altos, que tenían las pieles de las caras estiradas por la presión de largos dedos que les nacían en las nucas, poseían ojos grasientos y blanquecinos en los cuellos y gruesos labios en las frentes, carecían de brazos y las cremalleras sellaban las barrigas para contener lo que no paraba de golpear la carne y tratar de liberarse.
—Restos de los pensamientos muertos... —susurró, al ver cómo los seres inclinaban las cabezas y a sus espaldas la luz de la lluvia luminosa revelaba edificios de huesos negros, recubiertos por rostros en poses agónicas y pequeños cuerpos deformes de criaturas nonatas—. El interior de las estrellas de carne muerta es tal cual se refleja en los fragmentos recitados de la memoria viviente. —Se calló unos segundos al percibir el fuerte latir de un corazón y sentir el aire que desprendía cada palpitar—. No puede ser... —Se tocó el pecho tras sufrir una punzada—. ¿Por qué necesitaría...?
Un nuevo latido creó una corriente de aire que arrastró una gran cantidad de tinta seca. Las partículas casi sin consistencia golpearon a los seres, a los edificios y los convirtieron en hollín.
—El latir de la tinta... —susurró, tras acariciarse el pecho y ver cómo a una veintena de metros se elevaba una gran réplica de su corazón—. ¿Qué mantiene vivo este lugar? —Un temblor lo hizo trastabillar, tuvo que retroceder un paso y girarse un poco para no caer—. Kayi, pequeña... —pronuncio con un hilo de voz al ver la representación de su hija moldeada con una gran cantidad de polvo negro—. Mi niña, ya voy.
Makhor caminó rápido, con el brazo alzado y la mano extendida, hizo un amago de tocar a su hija, pero un nuevo latido resonó y la imagen polvorienta de su pequeña se alejó un centenar de metros.
—¡No! —bramó, tras acelerar el paso—. ¡Kayi!
Por más rápido que corría, por más que se esforzaba, Makhor no consiguió avanzar. Aunque el cambiante suelo se moldeaba antes de cada paso para mantenerlo en el mismo lugar, no quiso rendirse, trazó símbolos de tinta, usó su esencia marcada por Los Difusos y luchó incluso cuando supo con certeza que no sería capaz de alcanzarla.
—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me haces esto?! —vociferó, tras ceder y caer de rodillas—. Solo quiero recuperarla...
Un nuevo latido retumbó sin generar una corriente de aire. Makhor, resignado, giró la cabeza y contempló el gran corazón. La fuerza que regía el tenue eco de la primera noche no se expresaba con primitivas palabras, su lenguaje iba mucho más allá de las ideas, los razonamientos, los recuerdos y las emociones.
—Dos caminos... —susurró, ante de mirar la representación de su hija—. Seguir intentando traerla de vuelta en una búsqueda sin fin, sin muchas posibilidades de lograrlo... —Miró el inmenso corazón—. O renunciar a parte de mi alma para conseguir el poder que un día me permitirá tenerla de nuevo entre mis brazos...
Makhor cerró los ojos, suspiró y una lágrima de tinta, que nacía de lo más profundo de su ser, le recorrió la mejilla. En ese momento, comprendió las consecuencias de sus actos y decidió cómo sería su futuro.
Abrió los párpados, se levantó, dio la espalda a la representación de su hija, consciente de que no era más que un espejismo para mostrarle uno de los caminos, el que lo conduciría a una búsqueda sin fin, y anduvo con la mirada fija en el inmenso corazón palpitante.
—Solo de este modo lograré reencontrarme con ella algún día... —pronunció, convencido, antes de detenerse muy cerca de uno de los grandes ventrículos, abrir la camisa y dejar al descubierto el pecho ennegrecido por las venas y arterias de tinta—. Pequeña, aunque Los Antecesores me mintieran, sí que hay una forma de liberarte del polvo negro... —Soltó el aire de golpe, apretó los dientes y hundió los dedos entre las costillas hasta que sintió el palpitar dentro de su pecho—. Te traeré de vuelta, lo juro...
Sujetó su corazón viscoso a causa de los pegotes de tinta y lo arrancó. Miró su mano y vio cómo con cada latir la vida perduraba en el interior del órgano oscuro. Extendió el brazo, la velocidad de los latidos se incrementó y los ventrículos se resecaron poco a poco hasta convertirse en una tinta polvorienta que se elevó para fundirse con el gran corazón. Su humanidad, gran parte de ella, quedaría resguardada en el eco remanente de la primera noche, muy lejos de él.
Suspiró al mismo tiempo que la herida en su pecho se cerraba y que la esencia maldita del interior de la estrella de carne muerta lo impregnaba. Se miró la mano, la cogió, pasó la yema del dedo gordo por la palma, notó el bombeo de la tinta en las venas y escuchó las distantes voces que lo unían a algo tan antiguo que era imposible conocer su origen.
Mientras el gran corazón se hundía en las entrañas de la estrella muerta, un pasillo de luces oscuras, en el que a cada lado había malditos que colgaban boca abajo con los brazos deshuesados, las mandíbulas inferiores extraídas y los rostros desfigurados por los profundos cortes de sierras oxidadas y humedecidas con sustancias cáusticas, se creó delante de Makhor.
—Tengo que seguir... —pronunció en voz baja mientras caminaba hacia una distante nube de tinta seca—. Encontraré la amenaza que busca acabar con las capas de la realidad y serviré a lo sin nombre...
Makhor, sin detenerse, elevó un poco la cabeza y centró la mirada en la infinita oscuridad. Su corazón, y gran parte de su humanidad, quedaría resguardado en el eco de la primera noche.
Alzó la mano, trazó una decena de líneas de tinta que recrearon la cara de su hija e hizo que ascendiera poco a poco hasta fundirse con la inmensa negrura. Antes de descomponerse en infinidad de partículas y continuar su viaje, decidió que ese paraje maldito también conservara una copia de su más preciado recuerdo.
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