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IV


Mientras figuras lejanas, residuos de fragmentos de almas torturadas, proferían risas enfermizas antes de ser engullidas por súbitas corrientes de aire que arrastraban millares de partículas de polvo negro, la arena cristalina del desierto resplandecía a causa de los rayos de los tres soles.

—Maldito muerto... —pronunció Makhor entre dientes, tras remangarse la gabardina y pasar los dedos cerca de la mordedura en su brazo—. Tenía que infectarme con la pútrida esencia del Inmemorial... —Parte de la piel, reseca y endurecida, se desprendió trasformada en una fina llovizna de esquirlas—. Por su culpa he acabado aquí, desviado del origen que vislumbré... —La tinta que le recorría las venas burbujeaba en el interior de la herida mientras una parte se evaporaba convertida en humo negro—. No me queda mucho...

Apartó la mirada del brazo y la dirigió hacia una descomunal duna que ocultaba parte de los rayos de los soles. Se giró un poco, vio la larga hilera de pasos en la arena y el recuerdo de una pesada marcha de días, en la que tuvo que malgastar gran parte de las pocas fuerzas que conservaba en combatir contra bestias de polvo, lo sumió en la desesperanza.

La idea de desfallecer, de fracasar en recuperar a su hija, de ser incapaz de vengarse de Los Antecesores y traerla de vuelta, le produjo demasiada impotencia. Makhor cerró los ojos y varias lágrimas brotaran y le recorrieran las mejillas oscurecidas por la tinta.

—Lo siento... —Durante unos instantes, las respiraciones entrecortadas ocuparon el lugar de las palabras—. Lo siento mucho, pequeña.

Aunque las figuras lejanas, que reían presas de una naciente locura, no se burlaban de su sufrimiento, sino que soltaban siniestras risas porque padecían la demencia del polvo negro, a Makhor le fue imposible no sentir que se carcajeaban de su derrota.

Estuvo a punto de sucumbir, de permitir que el peso de la culpa lo arrojara de rodillas a la arena cristalina, pero la esperanza, incluso en páramos donde casi no hay más que desesperación, es capaz de encontrar terreno fértil para arraigar y conceder un respiro.

Un potente grito cargado de rabia, proveniente de lo alto de la colosal duna, resquebrajó la capa de la realidad, se filtró por las grietas entre los planos de la existencia y provocó una inmensa tormenta de arena.

Makhor, incrédulo, alzó la cabeza y contempló las fisuras en el cielo, que resplandecían en tonos rojos, antes de que quedaran ocultas por los millares de granos en suspensión.

—¿Quién...? —musitó y movió los dedos para esparcir un poco de tinta en el aire y crear una barrera—. ¿Quién eres...?

Permaneció inmóvil, protegido por el uso de la esencia de Los Difusos, hasta que amainó la tormenta de arena. Volvió a mirar las marcas del desgarro de la realidad en el cielo y comenzó a subir la duna.

Los ecos atenuados del grito se oyeron en la distancia mezclados con el tronar de relámpagos rojizos que carbonizaban la arena. Makhor ascendió más rápido, el impulso de hallar una salida del páramo de esperanzas quebradas y porciones de espectros agonizantes lo empujó a ignorar el agotador efecto de la esencia del Inmemorial Infecto.

—Encontraré una cura, daré con el origen de la destrucción y acabaré con Los Antecesores —pronunció entre jadeos, con la necesidad de escuchar sus pensamientos.

Makhor alcanzó lo alto de la duna, se detuvo a tomar aire y contempló un gran remolino de partículas de polvo negro rodeadas por infinidad de diminutas chipas rojas. Extrañado, caminó a cierta distancia mientras percibía débiles estallidos que generaban un tenue palpitar en el aire.

—Esta esencia... —Se calló ante la visión de las llamas rojas que recorrieron el remolino—. Es imposible... —Observó cómo se extinguían—. El fuego rojo... —Permaneció en silencio unos instantes, pensativo—. El fuego rojo fue consumido hace mucho...

El fuerte rugido proveniente del remolino lo obligó a dejar de pensar en el misterio del fuego. Antes de que pudiera hacer nada, una mano gigantesca surgió del polvo, lo atrapó y apretó lo suficiente fuerte para hacerle gritar y sentir que sus huesos se partirían en infinidad de astillas.

—¿Qué demonios...? —logró mascullar mientras la mano lo arrastraba al interior del remolino.

Makhor fue lanzado contra una gran porción del desierto, una en la que la luz de los soles era reemplazada por el tenue destello rojo de las fisuras de la realidad, rodó, se golpeó contra varias rocas negras repletas de grietas carmesíes y su cuerpo se frenó al chocar contra un montón de calaveras apiladas.

El retumbar del suelo no le concedió ni un segundo para recuperarse, tuvo que ponerse de pie, apartar los cráneos y contemplar a un ser gigantesco que tenía los ojos de polvo amarillo, los labios cosidos con un hilo plateado, que tan solo permitía abrirlos un poco, y la piel negra recubierta de esquirlas de metal que surgían de los huesos.

—Apestas a Difusos —dijo el gigante, con las palabras apenas entendibles, casi como soplidos a causa de la presión en los labios—. Tu alma y tu cuerpo están impregnados por su esencia, pero a la vez te mancilla la podredumbre de un Inmemorial. —Avanzó hasta Makhor, lo agarró y lo acercó a su cara—. Drenaré tu ser y por fin podré abandonar este plano estéril.

—No... —respondió Makhor con gran esfuerzo—. Tú no...

Aunque los hilos no le permitían mover los labios lo suficiente para sonreír, en el rostro del gigante se plasmó una mueca de satisfacción.

—¿Yo no qué? —preguntó, antes de que su mano se recubriera con humo amarillo y absorbiera parte de la esencia de Los Difusos y de El Inmemorial Infecto.

Makhor apretó los dientes y reprimió un grito.

—Tú no... —masculló, se mordió el labio hasta que notó el sabor agrio de la tinta, escupió un poco, lo suficiente para que resbalara fuera de la boca—. Tú no eres el que gritó. —Inspiró con fuerza y se preparó para conjurar—. Khesmyetes.

La tinta, que había llegado a chorrear un poco por la barbilla, se trasformó en un montón de punzantes partículas negras que cayeron en el dedo del gigante, estallaron y le desgarraron la carne.

Cuando la presión cedió, Makhor se tocó los labios, humedeció las yemas de los dedos, trazó un símbolo en el aire y atenuó la caída tras saltar. Consciente de que era incapaz de vencer, se levantó y corrió hacía la capa de polvo negro que aislaba esa porción del desierto.

—Tus trucos no funcionarán dos veces —pronunció con rabia el gigante, antes de pisar con fuerza la arena y hacer que Makhor perdiera el equilibrio por el temblor en el suelo—. No eres nada.

El pie del gran ser cayó contra el agotado viajero de las realidades y a punto estuvo de quebrarle la espalda.

—Lo siento, Kayi —susurró Makhor—. Lo siento mucho.

Cuando casi había desfallecido, el grito que desgarró la capa de la realidad, el mismo que escuchó antes de subir la duna, se oyó con fuerza, provocó un estallido y lanzó al gigante unos metros por el aire.

Makhor logró incorporarse y mirar la procedencia del grito.

—¿Quién eres? —preguntó, al ver a través de una fisura en la realidad a un hombre tumbado sobre un pavimento repleto de grietas.

El gigante rugió, se levantó y corrió hacia Makhor preso de la cólera.

—¡Engulliré tu alma y destrozaré tu cuerpo! —bramó, incapaz de comprender que no había sido derribado el viajero de las realidades.

Antes de que alcanzara a Makhor, el grito sonó de nuevo, desgarró la carne del gran ser y troceó algunos de sus huesos. Incapaz de moverse, el gigante cayó contra la arena y balbuceó palabras sin sentido.

Casi hipnotizado, Makhor se levantó y caminó hasta la grieta. Mientras contemplaba al hombre tumbado en el pavimento, escuchó unos susurros en su cabeza:

«Ayúdalo... Ayuda a Draert... Tenéis un enemigo común...».

Makhor se tocó las sienes, cerró los ojos y se preguntó quién se había adentrado en su mente. Inspiró con fuerza, abrió los párpados y la rabia tensó sus facciones.

A unos metros del hombre incosciente, al mando de unas decenas de soldados, había un ser de piel azul marino con un uniforme verde grisáceo rajado por el impacto de centenares de pequeños proyectiles.

—¡Hierdamut! —bramó Makhor—. ¡Maldito Antecesor, te creíamos muerto! —Apretó los puños y los dientes y observó cómo los soldados al mando del ser de piel azul avanzaban para capturar a quien había desgarrado con un grito las capas de la realidad—. Sí que tenemos un enemigo común... —masculló, sin apartar la mirada del hombre caído mientras veía cómo lo arrastraban por el pavimento hacia un furgón—. Te ayudaré a hacer que pague...

Makhor permaneció inmóvil, inmerso en pensamientos de venganza, hasta que las fisuras que rasgaban las capas de la realidad estallaron, lo convirtieron en polvo y lo arrojaron a otro lugar de la existencia.


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