una mañana
Me llamo Luna. Tengo nueve años y, aunque el sol sale todos los días, en mi mundo parece que siempre está nublado. Hoy me desperté como siempre: en mi camita para perros, al lado de la cama grande de mi hermana gemela. Su cama tiene sábanas rosas con corazones, almohadas mullidas y un peluche que abraza todas las noches. La mía... bueno, es solo un colchón delgado con una manta vieja que huele a humedad.
Me levanto con cuidado porque si hago ruido, mi hermana se despierta. Y si ella se despierta antes de tiempo, se enoja. Y cuando se enoja, siempre encuentro nuevas formas de odiar la vida.
Voy al baño, como siempre. Es el único momento del día en el que puedo estar sola, aunque el espejo del lavabo me devuelve una imagen que preferiría no ver. Mi ojo izquierdo es amarillo como el oro, y el derecho rojo como la sangre. Mi cabello dorado cae sobre mis hombros como un río de luz, pero ni eso lo hace bonito. A veces, cuando me miro, pienso que hay algo mal conmigo, como si mi propio cuerpo fuera la razón por la que todos me odian.
Mi madre siempre dice que parezco un monstruo, que mis ojos dan miedo. Mi hermana gemela, en cambio, dice que soy un chiste, una versión defectuosa de ella. Su cabello también es dorado, pero sus ojos son normales, marrones y comunes, "como deberían ser los tuyos", siempre me dice mientras me empuja o me pone la correa. Sí, la correa. ¿Te imaginas? Cuando se aburre, me lleva al patio con ella, como si yo fuera un perro.
Suspiro y bajo la mirada al resto de mi cuerpo. Estoy llena de moretones. En mis brazos, en mis piernas, incluso en mis costillas. Mi hermano mayor dice que necesita practicar sus golpes para el boxeo, y yo soy su costal favorito. "No te quejes, monstruo. Por lo menos sirves para algo", me dijo la última vez que terminó de "entrenar" conmigo.
A veces, cuando me golpea, intento imaginar que estoy en otro lugar. Pienso en un prado lleno de flores, donde nadie me grita, nadie me pega. Pero esas imágenes siempre desaparecen rápido, borradas por la realidad de los puños que me caen encima. Mi hermano siempre termina diciendo que soy débil, que ni siquiera sirvo para hacerle mejor en sus entrenamientos. Y yo solo asiento, porque discutir con él solo empeoró las cosas la última vez.
Mi estómago gruñe, pero sé que no puedo comer hasta que todos lo hayan hecho. Mi madre dice que los "bichos como yo" comen al último. De todas formas, no importa, porque aunque coma, el dolor no se va. Ningún dolor se va. Cuando finalmente me toca comer, suele ser lo que queda: trozos fríos de pan o comida que ya está casi echada a perder. Una vez le pregunta mi madre por qué no podía comer con todos, y me respondió con una bofetada tan fuerte que vi estrellas.
A veces me pregunto si hay algo que podría hacer para que me quisieran. Tal vez si limpiara mejor, o si me callara más seguido, o si no existiera, podrían ser felices. Pero nada cambia. Nada mejora.
Escucho pasos fuera del baño. Es mi padre. Si me tardo demasiado, seguramente entrará para gritarme, o peor, para pegarme. Así que suspiro, me lavo la cara rápido y salgo. Otro día empieza, y otro día desearía no haber despertado.
Cuando salgo del baño, me cruzo con mi hermana gemela en el pasillo. Me mira con su cara de superioridad y, sin decir nada, me empuja contra la pared. Su risa suena como un eco que no se va de mi cabeza. "Apúrate, monstruo. Vas a llegar tarde a no hacer nada", dice burlándose. No le respondo, porque sé que si lo hago, ella encontrará alguna razón para hacerme la vida aún más miserable.
Mi rutina siempre es la misma. Después de lavarme, me toca hacer las tareas de la casa: limpiar los platos, barrer, limpiar el polvo. Mientras hago todo esto, mi madre me supervisa con sus ojos llenos de desdén. "Eres lenta. Nunca harás nada bien. Si no fuera por ti, esta casa funcionaría mucho mejor", me dice mientras pasa a mi lado. Cada palabra es como una punzada, pero ya estoy acostumbrada.
Una vez terminadas las tareas, intento escabullirme al patio trasero. Es el único lugar donde puedo estar sola por unos minutos, aunque a veces mi hermana viene y me encuentra. Cuando eso pasa, trae la correa con ella. Me la pone alrededor del cuello y me obliga a caminar en cuatro patas mientras me lleva por el patio. "Mira, tengo a mi perrita", dice riendo. Intento resistirme, pero cuanto más lo hago, más fuerte aprieta la correa. "Si no te gusta, deberías aprender a ser una hermana normal. Pero claro, tú no puedes ser normal, monstruo". Siempre dice lo mismo.
Una vez, mientras me llevaba con la correa, el vecino nos vio. Fue un hombre mayor que vivía al lado. Se quedó mirando un momento, pero luego simplemente cerró la cortina y no dijo nada. Nadie dice nada. Creo que todos piensan que me merezco lo que me pasa.
El día pasa lentamente, como todos los días. Cuando llega la hora de la cena, me siento en el suelo mientras mi familia se sienta a la mesa. Mi madre me lanza un trozo de pan duro y dice: "Eso es suficiente para ti". Lo tomo sin quejarme. Sé que si digo algo, las cosas solo empeorarán.
Por la noche, cuando finalmente puedo regresar a mi "cama", me tumbo mirando el techo y me pregunto si algún día esto cambiará. Cierro los ojos y me imagino un mundo diferente, un mundo donde no soy un monstruo, donde la gente me quiere y donde tengo una cama de verdad. Pero esos sueños siempre se rompen con el sonido de la voz de mi hermana o con los golpes de mi hermano. No hay escape, ni siquiera en mis sueños.
Así termina otro día en mi vida. Mañana será igual, lo sé. Pero por ahora, cierro los ojos y dejo que la oscuridad me envuelva. Es el único momento en el que el mundo no puede hacerme daño.
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