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Capítulo 9

Era mediodía del tercer día. Abigaíl le daba un poco de sopa del almuerzo.

—¿Puedo? Preguntó desde el umbral de la puerta.

—Iraíla, hija. El Señor escuchó mis oraciones. ¿Por qué no habías vuelto? —preguntó efusiva, Abigaíl—. Ven. Entra.

Antoon, al verla, habría querido arrojarse a su corazón. Creyó reconocerla. Su presencia le espabiló hasta el alma. Y el iris de sus ojos alcanzó el resplandor total de la existencia.

Se acercó con timidez sin dejar de deslumbrar. No era fácil relajarse.

—Bueno... supuse que tendrían mucho de qué hablar después de tanto tiempo —expresó con voz natural, libre de asperezas.

Vio que todos los equipos estaban desconectados.

—Así, que... tú eres mi salvadora. Mi tía no ha dejado de hablar de ti por tres días. Ya me sentía culpable de que no llegaras. Y estaba pensando seriamente... en retornar a mi estado. Tal vez así vendrías.

Antoon hizo un gesto de agradecimiento.

Con recelo, Iraíla fue levantando su mirada hasta que se conectó a la suya y se vio reflejada en la galaxia de sus ojos cafés.

Conversaron los tres meses luego de que lo conociera, en tan solo un minuto. El tiempo suficiente para confirmarle a su corazón, que en definitiva le gustaba. Había perdido la confianza para mirar otras partes de su rostro. En cambio, él, no disimuló para apreciar el exquisito y sensual derredor de su cuerpo, y la delicada armonía entre sus hombros y sus caderas, que la hacía lucir perfecta para enamorar. Fue un placer del que no se privaría luego de haber vivido en el olvido.

—Me salvaste —dijo.

— Sólo canté. Apenas te conozco, y... me parece que estoy equivocada.

—Tal vez nos conocimos en otra vida, Iraíla. Imagino que también debiste salvarme, y que debí decirte muchas veces: «cuando cantas... todo en mí resucita».

—No seas tonto —dijo.

A tiempo, el médico ingresó para informar a la familia sobe los resultados médicos.

—Bueno, Antoon. Veo que todo está perfecto —indicó, mirando la historia clínica en sus manos—. Al parecer, tu salvadora hizo bien su trabajo. Los órganos funcionan a la perfección, y tu cerebro está como nuevo y en perfecto funcionamiento.

Lo dijo observando a Iraíla.

—¿Acaso... eres la chica de la que todos hablan? —preguntó.

—No sé...

Manifestó de forma natural, sin que denotara algún tipo de altivez.

—No te preocupes. No es malo ser un santo... Supongo.

Todos rieron.

—En esta vida todos tenemos una misión por cumplir: Buena o mala —agregó el médico—. No sé cuál sea la misión que Dios te ha encomendado, pero... salvar vidas y devolverles la alegría a las personas, es un gesto de caridad que no tiene comparativo. Acá en el hospital, estaríamos encantados que nos dieras una mano. Llevo veintiséis años estudiando medicina y cada día se presentan nuevas complejidades. Y al parecer, tú tienes todas las respuestas en el canto y en la voz. Alguien arriba te debe querer demasiado.

Se despidió, luego de informar que en siete días le daría de alta, cuando su cuerpo físicamente se hubiera recuperado con la terapia.

Iraíla igual se quedó unos minutos. Debía atender un compromiso de la universidad. Conoció el timbre de su voz, su sonrisa, su mirada viva y sus gestos. Pero era poco. Antes de despedirse, les prometió que iría durante los próximos días para acompañarlos. Sería una enorme oportunidad para conocerlo.

Antoon se quedó mirando hasta perderla después de la puerta. Pero su corazón la acompañó hasta la salida y se fue aferrado de su piel, de sus formas, de su timidez, de su corazón enamorado. Luego de unos minutos, debió retornar a la cavidad torácica para entonar la más bella canción con sus latidos musicales, sin olvidar que seguía siendo una víscera.

Bastó conocerla para no sacarla de su pensamiento. Viviría galopando solitaria entre ellos como un alma adicional para su cuerpo.

Los días siguientes, llegaron apresurados con compromisos académicos y problemas de salud. Había tenido una recaída, y no era cuestión de migraña ni de menstruación. Para colmo de males, fue un pésimo día universitario.

El profesor de la clase de Ética, contrario a lo que profesaba, no había tenido ninguna consideración con ella durante el taller evaluativo sobre el tema de la clase, por más que le hubiera explicado sobre su estado de salud, y se le hubiera notado la temperatura en el rostro. Ni siquiera le creyó, que había estado en la cama sin poderse levantar en toda la mañana.

Era el día en que tenía pensado ir al hospital a visitar a Antoon, pero no fue posible. Aquella sagrada hora dedicada cada tarde, que extendió despreocupada para visitarlo, ya era parte del pasado. Esa misma tarde, el padre de Marile fue a recogerla a la universidad. Iraíla esperaba el autobús, con un decaimiento en todo el cuerpo que le imposibilitaba dar un paso.

El automóvil paró en frente suyo.

—Ven. Sube. Te llevaremos a casa —dijo su amiga. Fue una compensación caída del cielo para un milagro.

Durante el camino a casa, su padre no hizo más que elogiarla y colmarla de bendiciones. Sería eternamente el ángel terrenal de su hija Nifriz. Su disposición no fue la mejor, que a duras penas, habría recordado el tema de la conversación, así el tema haya sido ella. Lo único que podría recordar, y que era difícil pasar inadvertido, era la brillantez de su piel oscura, que la genética de Marile calcó a la perfección.

Era evidente el malestar, que su amiga la ayudó a ingresar a la casa. Antes de hacerlo, un gemido arrugado le llegó con el viento. Era la señora Lionora.

«¡Oh, por Dios! Tendrás que soportar sola este día, Lionora —conversó para ella—. Mis cuerdas vocales hoy no están para apaciguar las penas».

A partir del siguiente día, las mañanas se hicieron cortas. Las tardes se hicieron cortas. Y las noches parecieron un abrir y cerrar de ojos. La pasó en la cama sin una pizca de aliento para hacer algo.

Cantar para sí misma, era un acto de ocio sin retribución. Debido al malestar que superaba los anteriores, había perdido la cuenta de los días en que su casi amigo estaría en el hospital. Esperaba que no fuera el último día, que por el insomnio de la noche anterior, tampoco iría a visitarlo.

Aunque sí estuvo en el hospital en la sección de urgencias. Sus padres la llevaron en la madrugada, luego de que pasara la mayor parte de la noche vomitando. Estaba deshidratada. Dispuesta sobre una camilla con la provisión de suero y fármacos, se quedó dormida por el cansancio. Al despertar, supo que había perdido la oportunidad al mirar la hora en el celular.

El diagnóstico del médico fue facilista, al opinar que se trataba de un cuadro de indigestión relacionado con problemas de estreñimiento; lo dedujo, por la conversación sostenida con Iraíla. Adicional a los fármacos para el dolor y el vómito, le recetó un purgante. Al enterarse Gisele, le recomendó que el purgante casero de su abuela, era más efectivo. Iraíla terminaría tomando una cucharadita de aceite vegetal por la mañana, y otra antes de acostarse. Luego de darle salida con una bolsa de medicamentos para terminar el tratamiento en la casa, les suplicó a sus padres que subieran al cuarto piso.

La habitación 418 estaba vacía. Los cinco minutos en que visitó a Antoon en el hospital, en su estado consciente, no se interesó por conocer su dirección ni su número de celular. No hacía falta para el momento.

No hay duda de que el destino así como nos compensa, también nos hace malas jugadas.

Finalmente, aquel día terminó recostada en la cama, con un severo dolor emocional en el corazón, que ningún fármaco ni remedio casero, lo aliviaría. Las lágrimas casi azules servirían de desahogo.

Cada uno de los siete días, Antoon la extrañó más que su tía Abigaíl. Lamentó haberla conocido para olvidarla. Se conformó con pensar, que luego de cumplir con su tarea de caridad, debía continuar con su vida. Así que, decidió que haría lo mismo, hasta que la mejoría física y emocional, se hicieran notables.

La universidad estaba entre sus prioridades, cuando quedó suspendida en el primer semestre por el accidente.

Ya era hora de retornar a la casa que ya extrañaba. Sin embargo, aquel último día en el hospital no se afanó por salir, cuando lo hizo plácida y lerdamente, como un perezoso de tres dedos, Todavía guardaba la esperanza de verla. Pero no fue así.

Como un obsequio de bienvenida y las festividades familiares acumuladas, su padre le regaló un automóvil con la motivación de que solicitara el reingreso a la universidad.

Lo habría hecho sin necesidad de un estímulo material. Bastaba con enterarse que, la dueña de su amor, aquella que lo asedió por dentro durante tres meses cuando la sensualidad de su voz martillaba sobre su piel y acariciaba su inconsciencia desde la profundidad de sus oídos, estaba más cerca de lo que pudiera imaginar.

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