Capítulo 7
Ingresó insegura y cautelosa al hospital con el susto caminando en sus zapatos. Sentía vergüenza de que se enteraran y que pudieran expulsarla. Esperaba no encontrar el médico dueño de los disparos de la voz, que el día anterior desviaron el curso de sus emociones. Suponía que era un médico, por el uniforme; aunque pudo confundirlo con un enfermero. Este pensamiento le llegó repentino a su cabeza.
Al llegar a la habitación se encontró con Abigaíl. El saludo no fue tan efusivo cuando había culpas.
—Dejaste el bolso ayer —le recordó.
—Sí. Olvidé tomarlo antes de salir.
—Al parecer, llevabas afán. Te vi correr por el pasillo.
Sintió un frío helado...
—Recibí una llamada de mamá; debía ir rápido a casa...
No dijo nada más. Después de un silencio, Abigaíl comprendió que era una conversación no deseada. Debió pasar un buen rato para que sus nervios se disiparan y recuperara el aliento. Husmeó desde la puerta en dos ocasiones, y no vio al médico por los pasillos ni en la recepción. Quiso pensar que había olvidado el asunto. Por lo menos, no había ninguna restricción para las visitas del paciente de sus sueños.
Superado el extraño incidente, prosiguió en su vocación humanitaria para un solo paciente. Algo le aprendió a la madre Teresa de Calcuta. En ese tiempo de caridad, fueron tres las ocasiones en que se le ocurrió cantar con intenciones de sanación. Cosa que no aconteció. Se limitaba a cantar mudamente la canción que replicaba con fuerza en su cerebro. Pero fuera de éste, era tan solo una insinuación de canto, un tarareo, un murmullo, un cuerpo sin esqueleto, un alma vacía y sin voluntad.
En una cuarta vez, cuando Abigaíl todavía no llegaba, Iraíla entonó una dulce y romántica canción, parada a su lado, junto a la cama, con la voz acariciando su rostro para humedecer como una briza la rigidez de su mirada, y tuvo la sensación de que sus notas melodiosas, rozaron el alma invisible de su amigo como si fuera un objeto material; habría jurado que era metálico, porque su mágico oído, lo sintió como un diapasón... Un alma de metal del más resistente, ligero e invisible que pueda existir.
Difícil de comprender cuando se está hecho de limitaciones, pero eso no significa que no sea posible.
Hasta que llegó el día del atrevimiento. Estaba frente a él, como siempre lo estuvo durante los ochenta y nueve días. Era el día número noventa.
Su tía Abigaíl no había llegado, y su padre procuraba visitarlo todas las mañanas con la esperanza de que el primer rayo de sol, calentara en su cara, y lo despertara al fastidiar en sus pupilas estacionadas.
No sintió temor para dejar que sus labios cantaran al recuperar la libertad tres meses atrás, luego de lo acontecido con su nueva amiga Nifriz. Sentía que tenía qué hacerlo. Era esa extraña sensación que antes había experimentado. Ya había pagado la condena al ignorar por un largo tiempo la música en su alma.
Se acercó a su rostro. Nada difícil. Se observó en el iris de sus ojos cafés antes de iniciar.
—Ahora que te conozco mejor —dijo—, es suficiente. Debes despertar. Ya es hora.
Fue un decreto que parecía escrito en sus intenciones. Tenía el rostro cubierto de esa sensación sobrenatural que desconocía, y por la que obraba como si estuviera poseída.
La canción: Oh Mío babbino caro, fluyó furtiva de sus labios acobardados, que la entonaron con la pasividad con que no puede deleitarse el espíritu, cuando la sensación es de miedo. Cerró sus ojos para hallar consuelo y sintió que lloraba lágrimas ciegas, por más que no existan. Lo imaginó mientras cantaba, abrazando su cuerpo.
El cántico fue tomando fuerza desde sus pulmones, igual que el aeroplano se desliza cada vez con más fuerza sobre la pista para alzar el vuelo. No tardó en despegar y volar en la amplitud de la habitación surcando el espacio arriba de la cama, que por un momento de esperanza, se convirtió en un cielo. La garganta reveló la mágica voz, y la voz dejó volar sus pétalos afinados que se convirtieron en medicina para el alma. Nadie lo había diagnosticado, pero un canto perfecto como un medicamento sin placebo, era el remedio natural más efectivo que pudiera existir con una sola contraindicación: dudar.
Al igual que en ocasiones anteriores, la música que sonaba en su cerebro se trasladó a la habitación, y reverberó melodiosa y apacible en las habitaciones aledañas de ese cuarto piso. Desde aquellas habitaciones, algunos de los visitantes se acercaron temerosos, pero motivados. Los demás pacientes en sus camas, sintieron, que a través del suero, recibían fármacos musicales que alentaban sus espíritus. Iraíla no presenció lo que ocurría porque estaba demasiado ocupada haciendo que fuera posible.
Debió estar escrito en alguna parte de este universo. En su voz aguda como una daga espiritual, el silencio cercenaba sus imperfecciones.
Cuando el final de la canción ahogó el último suspiro de la voz en un idilio de placer, Iraíla abrió los ojos. El muñeco en alto relieve orbitó los suyos para recordar que tenía vida, y se llamaba Antoon. Ya movía mucho más que sus pestañas... Por fin, un brío de su cuerpo daba señales. Y no sería la única. Luego ejercitaría la garganta con un leve gemido de cansancio.
—¡Antoon!
No pudo evitar exclamar su nombre. Con la fatiga y la cercanía, le refrescaba el rostro.
—¡Oh, por Dios! —dijo Abigail que lo había presenciado parada en el umbral de la puerta de entrada a la habitación. Quedó maravillada por lo que estaba sobreviniendo. Encabezaba la lista de los curiosos, con algunos petrificados que no retornaban de su estado.
Iraíla buscó el sonido de la voz. Cruzó su mirada turbia entre lágrimas con la mirada anestesiada de la religiosa.
—No me equivoqué al juzgarte en mi corazón, Iraíla. No tengas temor —dijo al acercarse cautelosa—. No tengas temor... sentir a Dios. Es Él quien se manifiesta a través de ti.
Apoyó la mano derecha en el hombro izquierdo de la joven soprano que lo sintió pesado como el metal. Lucía débil.
—Lo has resucitado —aseguró.
Ella no pudo contenerse y salió urgida a buscar el baño. La náusea fastidiaba en su garganta como si fuera ácido. Iba desguarnecida, con el rostro tenso y la mirada perdida. Parecía que en su rostro, se marcaban las aflicciones de los dieciséis meses de ausencia de Antoon. Después del vómito lavó su cara, se miró en el espejo que había arriba del lavamanos, y se preguntó:
«¿Y ahora qué?».
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