Capítulo 62
Cuando todo para la familia supuestamente acabó con el sepelio de Antoon, Abigaíl se dirigió al dormitorio de su sobrino para recordarlo en su último momento menos trágico. Ya habían pasado dos semanas y media desde el sepelio, y esperaba resistir la tentación de sentirlo todavía vivo.
La señora del servicio había ingresado una vez para asearla. Observó la amplitud de la habitación con la mirada desolada, ahora desprovista de un amor ajeno que hizo suyo. Un dolor inconcebible le atravesó el cerebro, el corazón y el alma. La trinidad de sus penurias. Era imposible no llorar. Sobre la mesa de noche, al lado izquierdo de la cama, estaban los dos portarretratos. Debajo del portarretrato de la imagen santa de Iraíla, que hacía las veces de pisa papel, había una hoja de block doblada a la mitad que insinuaba ser una carta. La tomó por curiosidad. En el primer renglón indicaba a quien iba dirigida y a continuación, se narraba la liturgia de un amor prohibido:
»Para ti Iraíla, la que siempre vi en la intimidad de mi silencio despojada del ritual religioso, y vistiendo el hábito natural del amor. Aquella de la que me enamoré cuando solía verme desnudo de la vida, postrado en una cama con el fulgor de la muerte viviendo en mi mirada. Y que no tuvo miedo de enamorarse de esa muerte. Porque eso fui antes de conocerte y soy ahora que no te tengo. Sólo muerte. No tengo a donde enviarte la carta para pedirte como la niña Lexnac que murió en tus brazos en el hospital, que resucites la sonrisa de mi padre y de mi madre Abigaíl, la única que conozco, ya que no estaré para acompañarlos, porque acá donde me ves, tengo la enfermedad terminal de tu silencio, y no descansaré hasta que lo rompas de nuevo con tus últimas palabras, aquellas que no llegaron como debiera a mis oídos por la ausencia: «te amo».
Ya sé lo que es estar fuera de este cuerpo. Si pudieras concederme este deseo, igual serías mi santa, pero no dejarías de ser primero: mi amor eterno, porque sabido es, que la razón del corazón está por encima de todas las necesidades. Recuerda que te convertiste en el mío el día en que te atreviste a enamorarte de mi muerte y me trajiste de regreso para que me enamorara... No sé si fue un error que cometí, pero al amarte para después perderte, me quedó como una triste remembranza, el sabor de aquel suspiro pasional que me debilitó el espíritu por dentro... Ya no sé vivir sin ti.
»Mi flor Iraíla: si tan solo tu muerte fuera mi alma, con tu muerte eternamente viviría. Pero no es así. Ahora, regrésame de nuevo a donde pertenezco: tú.
Abigaíl, la religiosa emérita, no pudo evitar sentir una profunda y palaciega herida, que se empecinó en todos sus cuerpos a sus sesenta y un años de edad. El llanto perdió su cauce y creyó morir en vida... Por la forma en que lo manifestó en la carta, no se trató de su sobrino. Siempre fue su hijo. Ya había muerto a la vida en su interior y estaba buscando que ella lo salvara de nuevo. La religiosa, condolida por la pérdida, atribuyó que la existencia de Iraíla en sus vidas, le había proporcionado una alegría distinta a la familia por más tragedias que la hubieran acosado. Y un tiempo más de vida a quien siempre consideró su hijo. Igual que le devolvió la pasión a ella para reencontrarse con su vocación, y tocar de nuevo la puerta en la casa de Dios. Pero no sentía fuerzas para continuar. Igual que a su hermano Ezequiel, a su edad, habría que sumarle los diecisiete años de su sobrino Antoon. Había envejecido demasiado para seguir sufriendo.
Aunque era difícil de aceptarlo y más complejo comprenderlo, como muchos otros, también obtuvo su milagro personal. La música instrumental de los ángeles y el canto de Iraíla, ya habían sonado en su corazón hacía rato. Consideró que todo lo vivido fue una premonición motivada por el dolor, o simplemente, una consecuencia inevitable por servir a Dios.
El pago estaba asegurado en el reino que no es de este mundo. Quedaba pendiente que por la intercesión de Santa Iraíla, cuando fuera el momento, Dios se acordara de ella.
Su «hijo» Antoon, tocaría cada noche el piano en sus sueños, y de cuando en vez, la arrullaría la voz angelical que transformó su existencia.
Si un fruto terrenal basta para cambiar la vida y sembrar esperanza, ¿alcanzan a imaginar lo que puede hacer el árbol celestial que los produce por montones?
...
Yo tampoco.
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