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Capítulo 6

Aquellas últimas noches al llegar a la casa, luego de saludar a sus padres y tomar café con pan, o croquetas con fruta y leche, se dirigía al dormitorio. Se había vuelto costumbre. Pero ya no sólo escuchaba música. En su interior sentía la espiritualidad y en su cuerpo el verano. Estaba viviendo un verano espiritual por aquella época.

Lo de espiritual, hacía referencia a un estado contemplativo de la materia, cuando a solas en el espejo de su habitación, se condolía con acariciar visualmente las formas de su cuerpo, que apreciaba casi al descubierto antes de ir a la cama. Sentía que la piel se erizaba cuando pensaba en el extraño del hospital. No era de miedo.

El sol de un amor juvenil, obsesivo y secreto, nunca experimentado, sazonaba con más furia los candorosos pensamientos de Iraíla a sus dieciséis años. Inexplicable y sensatamente, se había enamorado.

¿Quién se enamora por primera vez de un paciente con alteración crónica de su estado de conciencia?

Llegó a sentir celos de aquella mujer que mencionó la tía del paciente. Sonrió al recordar que no le había preguntado su nombre.

Al acariciar su rostro, habría querido que su amigo del hospital lo hiciera. Ya lo consideraba su amigo. Hasta se conformaba con que leyera sus pensamientos. No era tarde para lamentarse de la falta de amor. Fue ella misma quien se diagnosticó un futuro incierto al aceptar el don con el primer milagro. Siempre acogió a Dios en su corazón pero no como vocación religiosa. No estaba en sus planes.

A la edad de dieciséis años, no hay argumento alguno para justificar la falta de enamoramiento o la preferencia de la vida espiritual, en especial, cuando los jóvenes abundan como gajos carnosos, que es imposible no apetecerlos con la mirada. Tampoco debiera existir argumento para que el dolor se vuelva eterno. Pero el destino tiene sus mañas.

Sin que lo hubiera consultado a la mujer, se atribuyó el derecho de visitarlo todos los días. Obstinada como una rebelde sin causa, lo haría durante tres meses sin faltar un solo día. Abigaíl ya se estaba haciendo a la idea de que era parte de la familia; tal vez, una prima lejana, demasiado lejana que buscaba la cercanía. Cosa que no era cierto, pero la constancia todo lo familiariza.

El interés por el extraño lo sintió de tal manera, que parecía una estudiante de primer año de medicina. Consultó en la web todo lo concerniente al estado vegetativo. Se aprendió los buscadores de memoria, navegó entre enlaces y azotó a Google. Se había enamorado de él, eso implicaba conocer sus aficiones al dedillo.

No quiero decir con eso que la enfermedad fuera un apego, pero había intimidado con ella largo tiempo.

Un amor peculiar a primera vista que pocos comprenderían. No había duda. Y no tenía cómo sacarlo de su cabeza. O probablemente sí.

Cada día de visita, no había nada distinto para ver y menos para sentir. Le bastaba con imaginarlo. Postrado en la cama como si fuera parte del colchón se asemejaba a un grabado en alto relieve, que disimulaba el cobertor. En la habitación había una silla de ruedas que no era utilizada. Para variar la rutina en su cerebro, Iraíla lo llegó a imaginar como una estatua de carne comprimida amoldada a ella.

Durante aquel tiempo jamás lució distinto ni movió siquiera una de sus pestañas, ni parpadeó, ni dibujó el garabato de una sonrisa. Ni supo lo que era un beso así lo haya recibido. Ni siquiera imaginaba a la que sería su "flor Iraíla". El universo entero había quedado congelado en su cerebro. Iraíla se complacía con observarlo cada atardecer. Había cogido la costumbre de llevar un libro cualquiera para leer algunos párrafos mientras lo visitaba, y uno de tantos párrafos, lo leía en voz alta para que se enterara. Incluso, llegó a colocarle audífonos para que escuchara música.

—Sí que eres inquieta. ¿Qué haces? —cuestionó Abigail cuando lo hizo.

—Intento mantenerlo en contacto con su mundo. Lo aprendí en San Google, el santo de los cibernautas. —Si. Creo que lo conozco —dijo Abigaíl con humildad.

Una leve y carismática sonrisa se dibujó en sus labios. No ocurría desde el accidente de su sobrino.

—Leí —prosiguió la joven—, que los pacientes en estado vegetativo, tienen cierta conciencia y capacidad para atender a su entorno, por lo que es importante idear la forma de mantenerlo en contacto. Y qué mejor forma de conectarlo a nuestro mundo consciente, que a través de la música. ¿No le cree así?

Disfrutaba escucharla. De nuevo sonrió antes de emitir una respuesta.

—Antoon tocaba el piano desde que era un niño —comentó.

—Formidable. Eso facilita las cosas. Entonces... —vaciló por una breve pausa—, sería interesante que escuchara música instrumental de piano. ¿Qué música escuchaba?

—Clásica, baladas románticas... y de esa música ruidosa que fabrican por computador —explicó.

—No hay razón para pensar que en ese estado no puedan sentir emociones. Nunca se sabe cómo se puede conseguir un destello de conciencia, ni qué lo pueda estimular. ¿No cree, que es preferible intentar un estímulo auditivo aun desconociendo los resultados, que en vano esperar...?

—Sí que sabes vender una idea —aseguró Abigaíl frunciendo las cejas y adoptando un rostro conciliador—. Quizá tengas razón. He llegado a creer que con respecto a la fe, casi el cien por ciento de las personas estamos en estado vegetativo. Es simple deducirlo. Mantenemos los ojos abiertos en estado de vigilia, y luego los cerramos para dormir. ¿Y qué hacemos espiritualmente en ese espacio de vida? Casi nada. Las emociones que sentimos son de otro tipo. Creo que mejor continúas con lo que estabas haciendo —ultimó.

Iraíla expresó una mueca de satisfacción y procedió a colocarle los auriculares.

Sucedió que una vez, luego de una larga hora de música, la enfermera de turno detectó algunas lágrimas en el rostro de Antoon. No había ocurrido en mucho tiempo desde su estado de vigilia por alguna tontería sentimental. La familia se enteró del suceso, y Abigaíl, se desentendió de las travesuras de la joven, que era una especie de consuelo. Aquellas lágrimas eran como un rocío de esperanza, y la vaga ilusión de que detrás, llegaría una sonrisa.

También se atrevió a fotografiar su rostro, el mejor que pudo, al que luego, por computador, le haría algunos retoques digitales usando un editor de fotos para sanear la brillantez de muerte en la mirada, y el deterioro emocional de su piel. Después lo guardaría en el celular como un contacto. Era de suponerse que no existía la manera de llamarlo, pero por su fe, vaticinaba que algún día la abría.

—Dirán que estoy enferma —dijo al momento de hacerlo—, pero no lo estoy. Debe ser equivalente a estar enamorada.

Su amiga Saray se enteró de su existencia de forma accidental, cuando ella intentaba pasarle una imagen por wifi.

—¿Quién es? ¿Lo conozco?

—Nadie —respondió ocultando la fotografía.

—¿Ese es su nombre? ¿Nadie?

—Es su existencia —respondió—. Al menos por ahora.

—¿Estás enamorada de alguien que no existe? —preguntó sugestionada.

—Fin de la plática, amiga.

También llegó a conversarle en algunas de las visitas para hacerle más placentera la estadía. Abigaíl escuchó la primera conversación sin que ella se enterara de su presencia:

—Si me dijeran... que estoy loca por conversar con una especie de vegetal, gustosa lo seguiría haciendo... No puedo negar que me entusiasma. En especial, si ese vegetal es de todo mi gusto. Pero no me conformaría con verlo así; lo regaría con la brisa de mi aliento, con mis besos húmedos y con la suavidad de mis palabras. Le podaría la amargura y lo abonaría con emociones —silenció por un instante sin quitarle la mirada a su mirada estática.

»Confieso que fue un amor a primera vista. Pero no me enamoré de tu enfermedad. Fue por tu enfermedad que me enamoré de ti. Si. Así como lo oyes, Antoon. Tal vez... si hubieras contraído otro tipo de enfermedad, no me habría interesado. Pero al saber, que el mundo de afuera está atrapado en tu mirada inmóvil, cómo no iba a interesarme. Hay veces en que pienso, que no es bueno que el corazón decida en los temas del amor, por más que se le atribuyan poderes especiales y responsabilidades emocionales a este impresionante trozo de masa muscular, que se verían ridículas encarnadas por otra víscera. —Abigaíl sonrió desde la distancia—. ¿Entiendes lo que digo? Puede ser arriesgado si terminas enamorándote de quien no debes. ¿No piensas lo mismo, mi nuevo amigo Antoon De Brouwerinn?

Fueron varias las veces que sucedió. Desde esa primera conversación que le escuchó al acercarse a la habitación, convencida de que Iraíla hablaba con alguien por el celular, y luego enterarse que ese alguien era su sobrino Antoon, la previno a futuro para acercarse sigilosa, y abstenerse de mostrarse para no importunar el diálogo.

No era para extrañarse, cuando ella le conversaba a las flores del jardín al verlas decaídas, y luego se sorprendía al verlas radiantes esperar su regreso. No era lo mismo, pero al enterarse de su «don», creyó posible, que aquella joven dotada de una naturaleza especial, tuviera la fuerza espiritual para hacer que su retoño de carnes despertara y esperara su llegada.

Una de esas veces después de leer el párrafo del libro, decidió que haría algo distinto a cambio de conversarle. Así que, peinó su cabello; luego, humectó su rostro con un paño húmedo y lo acarició dócil con las yemas de sus dedos.

Tenerlo tan cerca, dispuesto sin emociones para ella, que tenía el poder para sentirlo vivo, fue una oportunidad que no le negó a su corazón. Después de dirigir la mirada hacia la puerta para cerciorarse que estaría sola con él, la retornó hacia su rostro y se atrevió a besarlo. Iba a ser un beso de aquellos que no incrementan el ritmo cardíaco, porque se limitaba en apoyar sus labios en los labios de su amigo. Era lo que tenía en mente. ¿La intención? Saciar su curiosidad y su deseo juvenil. Pero se convirtió en un beso profundamente placentero cuando imaginó la respuesta a su estímulo. Sin que hubiera ocurrido, después de cerrar sus ojos y acariciar sus labios con sus labios, sintió, cómo los labios de aquel, la complacían.

Lo apasionó en su sepulcral conciencia, que de forma inevitable, lo sintió alborozado desde su extraña ausencia para encajarse perturbado en su ansiedad.

Era lo que parecía.

Simplemente, ya estaban acoplados los dos desde sus bocas. Era el principio de un placer compartido, mas no acordado, que suavizó las entrañas contraídas y relajó los músculos del corazón de Antoon, para que aquella extraña enamorada, escuchara las tonadas atrasadas de los días detenidos en su cuerpo.

Lo percibió tan vivo y sosegado, que no dudó en desplegar sus labios sobre el rostro para escribir su marca con caricias, como quien deja señales en la arena. Interpretó sus feromonas alborotadas y dialogó con su piel, para conocer la dosis de erotismo permitida. Fue entonces que, un trueno ajeno y perturbador, la despertó de la hipnosis.

—¿Qué hace?

La enérgica voz que sonó como un disparo a su corazón, la sacudió para arrancarla del delirio del amor, y de inmediato, cortó la seducción.

—¿Quién es usted?

El nuevo disparo que sintió directo a su cerebro, actuó como un trombo al obstaculizar el paso del oxígeno. Un miedo aterrador la abrazó al sentirse descubierta. Salió precipitada y olvidó su bolso. Ni siquiera se enteró que Abigaíl la saludó cuando transitaba por el pasillo, y ella, iba asfixiada en busca de la puerta de salida.

Si el grito sorpresivo no la frena, habría alcanzado un ritmo frenético, que a cambio de la voz y el canto milagroso, algún beso succionador lo habría desencarnado completamente, o habría alborotado sus emociones inconscientes.

Todavía asustada por el suceso que calificó de vergonzoso, le conversó a la fotografía del extraño que tenía en el celular, excusándose. Fue antes de ir a la cama.

«Es probable que no lo comprendas ahora. Pero el estar enamorada, y sin una respuesta emotiva, es algo que duele en el vientre —acarició el suyo con sus manos—. Y es más punzante el dolor si a la persona que crees amar, no te conoce. Siento haber sido tan atrevida sin tener tu permiso».

Un enorme y alentado suspiro fue casi suficientepara menguar el hormigueo en su vientre.    

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