Capítulo 59
Antoon había decidido no volver a la iglesia hasta cuando le pasara su ira. Pero el día que Iraíla cumplía años en vida, tres meses después de su deceso, le pidió a su tía que convenciera al padre Ceferino y lo dejara tocar el piano de la iglesia, así fuera con una mano. Sabía que estaba contiguo al altar, justamente en frente de la escultura. Antoon tocaría el piano para ella. Sería una hora de concierto donde le cantaría el último tema. Al parecer, había superado el conflicto emocional con la fe.
No fue difícil convencer al padre Ceferino al tratarse de su amigo Antoon, por quien la conoció, y menos al conocer el motivo cuando él fuera el portavoz del mensaje. Además, comprendió que sería un buen tema para la homilía y aprovecharía para cantarle el cumpleaños con los devotos. Luego de conversar con Abigaíl, se quedó meditando sobre el favor que le pidió la santa. «¿Acaso, ya sabías lo que iba a pasar aquel día?». Le preguntó levantando la cabeza al cielo.
Eran las cuatro de la tarde. Antoon fue trasladado a la iglesia por su padre en la camioneta junto con su silla de ruedas. Abigaíl lo acompañó. La iglesia estaba cerrada al público hasta la misa de las seis de la tarde. La abrirían media hora antes. Al llegar al santuario fue conducido a la casa cural, y desde allí, su tía lo acompañó hasta la entrada interna de la iglesia. Se negó a utilizar la silla de ruedas, y quiso movilizarse caminando. Mitad de su cuerpo llevaba a rastras la otra mitad. Así se movilizó hasta el altar.
Después de casi un año de sufrimiento, pudo ver el amor de su vida en su tamaño original, pero de piel fría y cuerpo fortificado con pasta de caña de maíz. Sin entrañas. Sin sentimientos. La lloró a solas sin la intención de rezarle. No era exclusivamente su santa. También era su amor eterno.
Su padre y su tía regresarían a recogerlo antes de la misa.
—Acá estoy... para cumplir el favor que le pediste al padre Ceferino —expresó, con la cabeza encumbrada en dirección a la escultura.
—Habría deseado que este momento fuera distinto... Feliz cumpleaños, amor —concluyó.
Reposó su cuerpo sobre la silla frente al piano, acomodando la pierna izquierda con su mano derecha. Descargó su mano inmóvil sobre el teclado. Un tono grave la recibió. No despegó la mirada de la estatua. Su mano derecha se posó delicada sobre el teclado para danzar entre las notas blancas, los sostenidos y bemoles. Lo hizo con la suavidad con que Dios acaricia cada alma después de crearla. Con la misma suavidad con que su voz les da vida. Con la suavidad con que inspira amor... pero con la fortaleza de vivirlo. Era el concierto de su vida para su amada.
Fue entonces, que los tendones rígidos, el tejido dormido y los músculos contraídos de su mano y de su pierna, recobraron la vida con las notas mágicas para hacer su aporte. Su cuerpo se amoldó al de un consagrado artista del piano.
Cerró los ojos para verla hacia dentro.
Con cada interpretación continua sin tiempo para respirar, desfiló entre fragmentos de las grandes obras maestras de: Chopin, Beethoven, Mozart, Frank List, Schubert y otros. El recuerdo de las partituras estaba tan fresco en su memoria como un suspiro de último momento. Entre ellas, recorrió quince de sus dieciocho años de vida, cuando a la edad de tres años, ya saboreaba el manjar espiritual en las notas clásicas del piano. Lo hizo de forma tan deslumbrante, como si en sus manos vivieran las almas de los más célebres pianistas del mundo.
Y aconteció lo que no vivió en la ciudad del Vaticano por su ausencia. Como un misterio sacramental caído del cielo, la música instrumental se escuchó para acompañarlo, y la humilde iglesia, se transformó en un sitio ilustre por la extraordinaria acústica. Algunos de los ángeles se mostraban difusos tocando sus instrumentos. Las notas musicales volaban en el recinto como pájaros de cuatro especies distintas: de viento, de metal, de percusión y de cuerda. Era la filarmónica del cielo. Una fracción de la orquesta celestial inundaba el santuario de Iraíla Khaes Willevark. Y al final, cuando Antoon dio inicio a la pieza musical: La Traviata de Giussepe Verdi, una de las favoritas de Iraíla, como si todo hubiera estado planeado, su hermosa voz se escuchó como una exhalación santificada para interpretarla. Era el alivio perfecto para el mayor de los males.
Mientras las manos de Antoon sobre el teclado se hicieron parte del piano, la voz ofrendada de Iraíla estaba dialogando con la orquesta una vez más. El canto se convirtió en un cortejo de amor para su amigo. «Martirio y delicia del corazón», como dice La Traviata.
Fue inevitable que a través de los pequeños ventanales abiertos, ubicados a los costados del templo, encima de los vitrales, los pájaros de cuatro especies escaparan propagando el concierto por toda la comunidad, y los atrajera con el anzuelo de sus formas musicales escritas en una partitura celestial.
La iglesia, por fuera, estaba colmada de fieles y no fieles, a la espera que la embarcación abriera sus puertas. Habían madrugado más que de costumbre y se les veía plácidos y ansiosos, saludables y festivos. Gisele y Abigaíl, estaban entre ellos.
Al ver el revuelo de la comunidad que esperaba impaciente, conmovida por la música y el canto, uno de los sacristanes de la iglesia corrió a la casa cural a buscar al padre Ceferino.
—¡Padre Ceferino! ¡Otro milagro! —gritó antes de llegar.
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