Capítulo 58
A Jan Willevark y a Gisele Naagerann, la santificación de su hija les predijo el divorcio. No fue precisamente la causa, pero sí el desencadenante que desajustó la alegría del hogar.
Así lo manifestó Jan a su esposa, en uno de los ataques de ira acompasado con el alcohol. Se había convertido en un enemigo de la iglesia. No fue difícil hacerlo cuando tenía méritos y lo profesaba. Lo que lo convertía en un enemigo de Dios.
Lo de su hija, fue una situación que no comprendió ni aceptó, porque durante su vida practicó la desobediencia de la fe. Jamás le preguntaron si estaba dispuesto a deshacerse de ella. Y si se lo hubieran preguntado, jamás germinó la idea de comportarse como un Abraham para ofrecer a su única hija en sacrificio. Verla convertida en una estatua de madera no fue exactamente lo que predijo al momento de nacer.
Era imposible verlo como un tributo sagrado, porque no tenía la mentalidad para hacerlo. La falta de fe, fue su tribulación y su condena.
Ante la amargura del inesperado divorcio, y la amarga experiencia de la arremetida de los fieles y los curiosos, que luego de la muerte y la canonización de Iraíla, se convirtió en una procesión continua de peregrinos brotados de todas partes del mundo, Jan Willevark decidió vender la casa para olvidar que algún día tuvo un hogar y una familia.
Se quedó en la ciudad habitando en una casa arrendada luego de dividir con Gisele, lo que a cada quien le correspondía. Aquello que soñaron construir para heredar a sus hijas, se extinguió cuando se acabaron las hijas. Ni siquiera les quedaron sus pensamientos. El resto del dinero de la dichosa venta, gracias a la valorización espiritual, se volvió heno alicorado que se fue quemando con el pasar de los días.
Atrás quedaba el triste recuerdo de la muerte de Alix que echaría raíces en el cementerio. La fosa era de propiedad de la familia. Quedó con los tres espacios a la espera de los demás miembros... Lo que no sería posible, con los restos de Iraíla Khaes Willevark reposando gloriosos en la ciudad del Vaticano.
La empresa inmobiliaria que la compró, como buenos asesores en propiedad y excelente visión de negocio, no escatimaron en el precio. Con el precedente de haber sido habitada por una santa, el patronímico que no era para nada un invento, se encargaría de incrementar las ganancias de forma onerosa al quedar convertida en un museo, con el atractivo de que el diez por ciento de las recolectas sería donado a los hospitales, al tener relación con las acciones de la santa. Por la inspiración de los que la conocieron, de los afortunados que fueron beneficiados y de los que todo lo creen así no hayan visto, la ganancia estaba prevista.
La modesta casa provenzal, era una especie de barca naufragando en un amplio terreno. Y no pasó mucho tiempo para que el extenso terreno alrededor de ella, se convirtiera en una mina de plata con proyectos de vivienda y comercio.
La modesta morada de la santa fue el imán religioso que atraería a devotos de todo el mundo. La intención de sus dueños era crecer en espiritualidad, y como no, sacarle provecho al acontecimiento mundial. Su casa, pues, habría de convertirse en sitio de oración, cuando los fieles, en su soledad interior, juraban escuchar la voz lírica de Iraíla que habitaba en aquellas paredes y los sanaba.
El milagro se daba en la proporción de la fe, pero también estaba previsto en los planes de la constructora cuando formaba parte de la publicidad.
Lo que no había previsto Jan Willevark, era que por más que intentara olvidar el lugar que tuvo, y por más que quisiera ausentarse de ese recuerdo, el olvido que trató de buscar en el licor, más se lo recordaba con el florecimiento de los devotos.
Los comentarios sobre la transformación del lugar que habitó la santa rondarían entre las bocas, los periódicos, las revistas, la televisión, la radio, los avisos clasificados y los anuncios parroquiales; igual que viajarían por ondas y por internet. Ya no era una hija la que llevaría el nombre, ahora, existía la urbanización Iraíla Khaes, y no se detendría allí. También acogerían su nombre: un colegio, un puente, una avenida y un nuevo hospital. Tarde que temprano se la recordarían.
Si la idea era olvidar que algún día tuvo un hogar y una familia, quizá la muerte era la mejor opción, pero existía la duda, al imaginar que hacia donde marchara sin la vestimenta terrenal, fuera reconocido cuando escuchara decir: «ahí viene el papá de Iraíla Khaes Willevark».
En ocasiones el precio que hay que pagar para ganar, no es tan malo como incomprensible.
En cierta ocasión, Jan Willevark ingresó a la iglesia. Estaba embriagado. Habían transcurrido dos meses desde que la iglesia llevaba el nombre de su hija, y habitaba en ella como patrona personificada en una escultura religiosa. Ya había ocurrido el extraño accidente de Antoon De Brouwerinn, y todavía se comentaba en cada salida de misa.
Era la primera vez que Jan Willevark iba a un santuario. Recorrió la iglesia tambaleándose hasta encontrarla... Los feligreses cerraban los ojos, invocaban su auxilio a través del canto, y esperaban pacientes a que su voz musical y sanativa, sonara en su interior. Por la fe, ya eran varios los que habían sido bendecidos por ella en el corto tiempo de su estadía.
Jan Willevark la miró de los pies a la cabeza. Tenía la mirada perdida y el aspecto de haber perdido la razón. Pasó entre las personas estrujando al punto de perder el equilibrio.
—No me hiciste caso... —dijo—. No vine a rezarte... No necesito rezarte... Te dije que los santos están hechos de yeso o de madera de pino...
Estaba ubicada a la altura de su cabeza. Extendió las manos para tocarla.
—Ésta... no eres tú —dijo sollozante—. Yo te quería de carne y hueso... ¡NO DE YESO NI DE PASTA! ¡¡TE QUERÍA VIVA DE CARNE Y HUESO!!
—vociferó, que los feligreses espantados se retiraron del lugar ocupado por la escultura.
—Sí. Corran. Récenle a su hijos... no a la mía... Pero... pero ésta no eres tú. ¡ÉSTA NO ERES TÚ! —vociferó de nuevo.
Su mirada iba y venía amedrantando a los feligreses.
—Ni siquiera sé si tienes extremidades... —mencionó.
Estuvo a punto de levantar el vestuario que la cubría desde el cuello y caía sobre sus pies para comprobarlo. Luego de dudarlo, decidió no hacerlo. Sabía que no era su hija. Para él, ni siquiera una honrosa representación, y así lo fuera, no le daba el derecho de husmear en sus intimidades.
Era claro que la carcajada de su padre todavía orbitaba en su cerebro junto con el eco de la frase: «La cabeza, es lo único que queda después de tanto ayuno y sacrificio, para que lo recuerden eternamente. Esa es la dicha del santo».
La risa patológica y malintencionada retumbó en su cerebro.
—¡¡CÁLLATE!! ¡¡NO TE BURLES!! —gritó sin control y apretó su cabeza con ambas manos.
El padre Ceferino no demoró en llegar. Desde hacía días, se ayudaba de un bastón para soportar el dolor en la rodilla derecha. Recién, las articulaciones de su rodilla se habían puesto rígidas, con dolor severo e hinchazón, fue debido a una artritis reumatoide, que hacía más de un año venía evolucionando.
—Señor Jan. Permítame. Déjeme ayudarlo. Intentó tomarlo con la mano izquierda.
—No necesito de su ayuda. Ni de ella... Ni de ella.
Manoteó para evitar el contacto.
—Por favor —insistió—. No está en la mejor situación para rezar, señor Jan.
—No vine a rezar, padre... Ni el licor es el problema. Bebo, para no acordarme de mi miseria... ¡¿Esto era lo que tenían en mente?! ¡¡ESTO ERA LO QUE TENÍAN EN MENTE!! —vociferó enfurecido por dos efectos: el licor y la pena—. ¡ASESINARLA PARA REZARLE! ¡NO SE CONFORMARON CON QUE LES CANTARA UNA VEZ! ¡ASÍ ES LA FE, PADRE! ¡USTEDES LA TOCAN, LE IMPLORAN Y PUEDEN RECIBIR SUS FAVORES...! ¡Y YO... SU PADRE, Y NO PUEDO TENER EL PLACER DE SENTIRLA, DE SENTIRLA COMO DEBE SER...! De sentirla como debe ser... de carne y hueso... de carne y hueso... No de yeso... No de pasta de maíz —fue lo último que balbuceó gimiendo desconsolado.
Se dejó caer sobre una de las bancas mientras recuperaba la calma.
La iglesia estaba colmada de curiosos. Los feligreses no se atrevían a entrar y la eucaristía ya llevaba unos minutos de retraso. Al sacristán se le ocurrió que la autoridad debía intervenir.
Su esposa Giselle que recién había llegado con el grupo de oración al que pertenecía, fue quien llamó a la policía. Pero antes de que llegara, un silbido musical invadió la iglesia y la voz de Iraíla pareció escucharse. Fue entonces, que los gritos perdieron su robustez y una extraña calma lo acogió. Por la intercesión del padre, Jan fue conducido por la policía a una clínica de reposo donde le aplicaron calmantes adicionales. El padre Ceferino lamentó la situación, y la tomó como referencia para la homilía.
La vida de Jan Willevark, el padre amadísimo de Iraíla, concluiría en el sanatorio diez meses después. Inicialmente le diagnosticaron trastorno de ansiedad, que luego evolucionó a un trastorno bipolar. También le diagnosticaron agorafobia. Y fue esta última situación médica que en medio de un miedo a morir, un ataque al corazón le hizo el favor.
Por su repudio, le había tocado el papel de Judas Iscariote.
A Gisele Naagerann, no le dolió la muerte de su esposo, y por el contrario, esperaba que su santa hija lo protegiera. Una retribución que no todos tenían el placer de vivir. Formó parte de uno de los grupos de oración de la iglesia, el de su amada hija. Fue una propuesta que el padre Ceferino recibió encantado, y quien mejor que su madre para promoverla. Se llamó: Grupo de oración y sanación de la santa Iraíla. Del mismo, formó parte Abigaíl con quien fortaleció la relación. De alguna forma estaban emparentadas al imaginar que aquel amor frustrado en la tierra, cuando fuera el momento, hallaría gozo y espacio en el reino de los cielos. Llevarían hasta los últimos días la vocación religiosa en sus acciones que se notaba a simple vista. Parecía por la apariencia, que formaban parte de una nueva comunidad religiosa de dos miembros.
Con el tiempo, al grupo de oración habrían de sumarse entre otros, su compañera Karin y la mamá de Lexnac.
Los días de vida de Gisele ya tenían una misión. Pero lo más importante era, que aprendió a vivir con la escultura de su hija. Llegó a tener una en la casa de tamaño pequeño, a la que le conversaba todo el tiempo posible, y hubo quienes aseguraron que la santa le correspondía sus conversaciones, y que en la noche le cantaba para apaciguar su alma. A diferencia de su esposo, la obediencia de la fe, la premió.
Consiguió trabajo con la constructora cuando les presentó la propuesta sobre: orientación y asesoría de la vida de la santa, y adicional su hoja de vida, que no hacía falta cuando estaba bien recomendada...
—Pondré a disposición el vademécum de la vida de mi hija con todas las fotos desde el nacimiento, que incluye: travesuras, aventuras, fiestas, gustos, amigos, estudio, vida familiar, y en fin... Conozco bien la casa y cada rincón que habitó. La gente estará ansiosa por conocer su vida —fue lo que dijo.
La vida de Antoon también saldría a la vista, pero sólo aquella parte que le fuera comentada por Abigaíl, al sanarlo de su estado vegetativo, y del aneurisma a través de la televisión. Aquella parte íntima de los dos, ni idea tenía que hubiera existido. El secreto moriría con la religiosa emérita.
Fue una propuesta aprobada sin vacilar. Gisele ya tenía un complaciente y estimulante empleo que la hacía placenteramente feliz, y que no se cansaría de realizar, cuando se trataba de hablar todo el día de su hija. Como Alix formó parte especial en la vida de Iraíla, también tendría su espacio entre las charlas. Fue esta actividad laboral la que le hizo recuperar la confianza. Su rostro volvió a fulgurar con un brillo nostálgico, y su cabello recuperó el esplendor leonado. Hasta la sonrisa que parecía una cicatriz forjada, se alimentó de los recuerdos gratos y renació de nuevo, aunque más débil.
—Es obvio que el dinero está hecho, sólo hay que saber buscarlo o esperarlo —dijo el gerente a su socio luego de contratarla y ver los resultados.
La parte que le correspondió del divorcio, le alcanzó para comprar un cómodo apartamento de dos habitaciones en la urbanización que llevaba el nombre de su hija. La compartiría con Zan, que por la expresiva nostalgia en su rostro arrugado, estaba enterado de la desmembración de la familia. El nuevo estilo de vida incluía la nutrición estricta a base de croquetas, lo que implicaba olvidarse de las galletas de mantequilla recién horneadas. Viviría con su ama hasta su vejez, despreocupado de los asuntos religiosos.
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