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Capítulo 55

El suceso milagroso en el Vaticano, se convirtió en noticia histórica que se reusaba a morir en los archivos.

La empresa de televisión que tenía los derechos, la había adoptado como un seriado de un solo capítulo que la gente no se cansaba de ver. Fue así, como Antoon se enteró de lo que en realidad aconteció en el Vaticano aquel trágico día, que para muchos fue memorable. Y supo cuando Iraíla retornó al balcón para su canto, que ese sería el último. Había vuelto a la vida para verla morir.

Ciertos aspectos de lo ocurrido no fueron presentados. Y no pudo enterarse de cuando el señor Dios le habló en su interior. Nadie lo sabía, excepto el Papa. Fue el padre Ceferino quien fuera a visitarlo por su estado de salud, y se encargara de contarle algunos detalles de lo vivido, en especial, el favor que le pidió Iraíla.

Ese día, Antoon se limitó a escuchar y a llorar. Incrustó los dedos de sus manos en el cabello como si fuera un par de cepillos; luego, depositó las palmas sobre el cráneo en actitud de reflexión. Respiró profundo para desatrancar la espina que tenía atascada en sus pulmones, y le impedía gritar para reclamarle a la vida... Le estaba perdiendo el interés, más por la muerte de su amiga, que por la pérdida funcional de su lado izquierdo tras el accidente cerebral.

No fue la única visita que recibió esa semana. Saray Guindergolf, la entrañable amiga de Iraíla, fue a visitarlo. Ya se conocían por ella. Ninguno de los dos había tenido el privilegio de una despedida final, por más dolorosa que fuera.

—Tienes visita —dijo Abigail al tocar la puerta de su dormitorio.

Descendió las escaleras cojeando.

Su tía le había sugerido cambiar la habitación al primer piso por la dificultad para caminar. Pero no quiso hacerlo. Era en aquel espacio donde habitaba el espíritu sensual de su amiga Iraíla, desde la noche en que le desfloró el aliento... Saray estaba en la sala. Se levantó del sofá al verlo llegar rengueando y colocarse en frente suyo. Todavía estaba afligida por la pérdida. Antoon la abrazó cuando advirtió que lo necesitaba. Lloró desconsolada sobre su hombro derecho hasta que se acordó que era ajeno.

Abigaíl se retiró conmovida. Era un asunto de jóvenes que tenían que aprender a lidiar con sus tormentos.

Salieron al jardín externo de la casa para respirar un poco de aire fresco. Se sentaron en la silla de madera de dos puestos dispuesta en el corredor.

—¿Cuándo regresarás a la universidad? —preguntó Saray al recuperar el sosiego.

—No creo que eso ocurra. Ella se llevó mi ánimo —respondió.

—He tenido el mismo síntoma desde su muerte... Y no hay nada que podamos hacer distinto a lamentarnos.

Una pausa silenciosa avivó el pasado en la mente de Saray.

—Fuimos amigas desde la infancia —dijo—. A la escuela que ella fuera, yo iba, así tuviera que hacer una pataleta para convencer a mis padres. Sabían de nuestra gran amistad.

»Un día, cuando íbamos hacia la casa luego de salir de la escuela, estábamos en tercer grado, por el camino rural repleto de árboles que debíamos cruzar, tuve la grandiosa idea de fastidiar un nido de avispas que colgaba de un viejo árbol. Iraíla me advirtió de lo que podía pasar pero no la escuché. Y luego de lanzar la piedra, se alborotaron... debimos correr. Pero nuestros pasos eran diminutos para su vuelo. Tropecé, y una parte de las avispas se posó en mi cuerpo. Los gritos parecían atraerlas en vez de ahuyentarlas. Las demás revolotearon alrededor de mi amiga sin tocarla, porque a ella se le ocurrió cantar. Luego se marcharon como el viento.

»Estaba tendida en la yerba, indefensa, y casi moribunda por el susto. Tuve una reacción alérgica a las picaduras; las tenía por todo el cuerpo: manos, cara, pies... Iraíla, sollozante, luego de reprochar mi atrevimiento se sentó a mi lado y continuó con el canto. Cantó ópera y una hermosa música sonó de ninguna parte. Quise gritar de nuevo pero no había motivo. Ella, sin susto alguno acarició mi frente. Parecía suplicar con la lírica de su voz. Fue algo inolvidable y majestuoso, porque de repente, ya no tenía nada. No había una sola picadura en mi cuerpo. Ahí sí nos asustamos las dos. Y prometimos aquel día, que no lo contaríamos a nadie mientras viviéramos. Soy una adicta de las redes sociales y jamás lo hice hasta hoy.

Si, amigo. El mundo despertó enterado de otro suceso milagroso en la vida de Iraíla.

Ya conozco tu historia, Antoon, y... creo que... nos hemos quedado sin nuestro milagro personal.

—Si. Eso creo —lo dijo con desánimo.

—Bueno. Me gustó verte. Debo marcharme. Disculpa haberte importunado. Sólo deseaba... que alguien se enterara de lo mucho que la quería.

—Descuida. Puedes venir cuando quieras.

—Gracias.

Un nuevo abrazo oxigenado de regocijo fortaleció el aliento.

—No te dejes vencer, Antoon. Regresa a la universidad. Ella estaría satisfecha de que lo hicieras.

—Ya veremos...

Sería la última vez que se verían.

No tuvo más visitas, ni quiso contestar el celular a nadie. Así pasó por varios días que se multiplicarían con su desgano. Las últimas palabras de Saray fueron a parar al vacío de la incomprensión. Pronto, su cuerpo cogió la apariencia del desencanto. Dejó de interesarse en su cuidado y el ayuno formaba parte de su alimentación. Los fármacos responsables de evitar una recaída, los echó al olvido. Cada noche antes de acostarse, así el insomnio se hubiera convertido en su verdugo, su abrigo y su amigo, entonaba aquella oración que sin ser de esencia espiritual, la transformó en su evangelio personal:

—Si estuvieras viva, no haría falta otro milagro de tu canto para mantenerme con vida; es probable... que hubiera curado con tu amor.

Fue el primero que creyó en el poder milagroso de su canto antes de conocerla.

Aquella enorme casa se convirtió en una guarida de tres habitaciones; cada quien en su laberinto. Ezequiel, auguró que la tragedia de su esposa se repetiría. ¿Y el jardín? Las flores se fueron marchitando con el descuido. La soledad y la tristeza les sirvieron a las plantas de abono, y en cuestión de un par de meses, languidecían por su aspecto. De pronto, todo el jardín comenzó a vivir la vida en dos colores: el descolorido, y el marchito.

Antoon había perdido el entusiasmo de cuidar el jardín, cuando su flor Iraíla, ya no habitaba entre las orquídeas preferidas.

Alguna vez lo recorrió tolerando el sufrimiento, recordó a su amiga, y creyó que continuaba en un estado vegetativo sin darse cuenta.

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