Capítulo 54
Entre olas de oportunismo y desconcierto, agonizaba la calma. Pero el mayor de los problemas acrecía con la muerte de Iraíla. Holanda la reclamaba en un acto diplomático y político. Era su embajadora religiosa. El presidente hizo la petición formal ante el jefe de Estado del Vaticano. Polémica que creció, cuando el dirigente de España, con documento en mano que certificaba el nacimiento en su tierra, también hacía la petición formal, con el alegato de ser la nación que tenía todo el derecho sobre ella.
En medio de la turbación, Jan Willevark y Gisele Naagerann, perdieron el dominio sobre su hija. Daba lo mismo el lugar de su tumba, cuando en eso se habían convertido sus corazones.
El Papa, abrumado por las circunstancias, se reunió en el Vaticano con los presidentes de Holanda y España. La audiencia duró toda una mañana sin que se conocieran los términos de la negociación espiritual. Lo cierto fue, que los dos mandatarios se abstuvieron de sus pretensiones. El cuerpo preparado de Iraíla por el médico forense, con inyección de formol a través de la vena femoral, soportaba todas las perfidias humanas antes del eterno descanso.
Sin embargo, una ráfaga de comentarios necios, insinuaban que las llamadas telefónicas o las reuniones privadas celebradas en el Estado del Vaticano, al igual que en otras naciones, también tenían espías. La apostilla se convirtió en un documento anónimo que reveló detalles de la reunión:
a) La ciudad del Vaticano, alojaría en su cementerio a la mártir, santa y mensajera de Cristo.
b) Holanda, tendría iglesias donde sería la patrona, luego de que fuera canonizada. Y la casa que la vio crecer en Alexanderpolder, se convertiría en un museo de sanación.
c) España, igual tendría iglesias de la santa, y su escultura estaría en la iglesia del hospital donde nació, como símbolo milagroso de la existencia de Dios.
Lo cierto es, que sola con su canto, sin el poder del milagro o una historia para contar, los tres países ni se habrían enterado que existía.
Repartidas las prendas, por fin llegó el día del funeral.
El Estado del Vaticano como el corazón de Roma, había colapsado. Millones de cristianos católicos, empaquetados desde el Estado del Vaticano, recorriendo Roma y expandiéndose por toda Italia, presenciaban las exequias a través de pantallas gigantes de alta definición, que convirtieron parques, en extensiones del centro milenario de la cristiandad. En Holanda, en España y muchos otros países que habían sentido la caricia milagrosa de su voz a través de los medios, también participaron de las exequias en vivo sin importar la hora.
Para esta ocasión, había suficientes muros de gemidos para crear una fortaleza única.
El responso por su alma, se dio como un formalismo de la ceremonia cuando era innecesario. Apenas se escucharon los cánticos de la misa amenizados por el llanto de muchos. La aflicción era una cortina de humo que nublaba la plaza de San Pedro. La misma cortina que se expandió por muchos países.
La recolección de tantas lágrimas habría creado un nuevo mar. El mar Iraíla Khaes Willevark, ubicado en el océano humano.
No se escuchó la filarmónica de los ángeles. El cielo no bajó el telón a la tierra. Los occipucios de los feligreses contrajeron sus músculos, que parecían estatuas suplicando al cielo. Era como una alucinante ceremonia de salutación en un cortejo fúnebre.
Hasta el Papa y los clérigos, tuvieron el mismo atrevimiento en repetidas veces.
Pero el Hijo de Dios ya no vendría. Estaba en su trono con las potestades de ángeles y las almas de los buenos, disfrutando del canto de su amada hija. Era un concierto privado del reino de los cielos con reservaciones anticipadas. De seguro, su hermana Alix, la niña Lexnac, sus abuelos y el padre Cleonzio, estaban entre ellos.
Por la multitud... para el Vaticano y Roma, se había requerido de una montaña de harina de trigo y agua para fabricar las hostias para la comunión. Para el resto del mundo donde ovacionaban su pérdida, se había requerido de un continente. Y para aliviar las aflicciones de tantos, bastaría con otro continente de las mismas características habitado por tanatólogos.
Menos mal no todos comulgaron.
Menos mal que muchos asimilaron el duelo.
Al culminar la ceremonia, le dieron cristiana sepultura en el campo santo de la ciudad del Vaticano.
La tanatóloga que les fue asignada a Jan Willevark y Gisele Naagerann, como sugerencia del Papa para ayudarles con la intolerancia, entendida como la obstinación que pudiera presentarse, al imaginar algún tipo de riesgo o de abandono forzado hacia ellos por el enorme compromiso espiritual de su hija, aquel, que ningún ser humano había experimentado antes por una causa milagrosa, comprendió durante la turbia semana después de su muerte, que se había tratado del augurio de una pérdida inminente y oportuna, y se esforzó por hacerles comprender la importancia de aquella pérdida, que para nada, habían de malinterpretar como una muerte provocada.
—Se trató de una muerte indolora, dulce y bienaventurada, como la más perfecta ofrenda de sacrificio, que el amor de Dios para su hija, está garantizado por su gracia divina. Entregar la vida por una causa justa, es la más sublime caricia terrenal que pueda darse —dijo Thea.
Jan Willevark, no soportó las palabras terapéuticas de la mujer luego del sepelio, que su cerebro confuso interpretó como sensuales, y se abalanzó hacia ella buscando consuelo. La respuesta se dio como un suceso natural y humano, pero ante todo, profesional.
¿Acaso, Jan Willevark lo entendería de esta forma?
Quedaba la incertidumbre de que aquel abrazo emotivo y aparentemente letal, fuera una consecuencia del dolor suscitado por la pérdida, o una atracción imanada por la imperiosa belleza de la mujer. Gisele no le dio importancia, aunque se suponía que el abrazo le pertenecía por las características del suceso. Tampoco habría deseado tener su tanatólogo personal para una escena similar, cuando la naturaleza del dolor tocaba sus fibras maternales.
Mientras la lloraba acariciaba su vientre, insinuando que desde allí, la había perdido.
La salida del Estado del Vaticano no fue para nada traumática. La gente ovacionó con aplausos la despedida, que el corazón de Jan interpretó como golpes de rabia con intenciones hipócritas. Las loas de dolor se extenderían hasta el aeropuerto en Roma y no pararían allí, se multiplicarían al llegar a su país, atravesarían Rotterdam y aterrizarían directo en su casa, en el barrio Alexanderpolder. Pero tampoco terminarían allí, las ondas sonoras de las oraciones, como un homenaje póstumo y eterno, se propagarían como una sana cosecha que tendría demasiadas siembras. El heroísmo de Iraíla, ya sería parte de sus vidas vulnerables.
Antes de partir, el Papa se despidió de Gisele Naagerann. Jan Willevark se rehusó a conversar con él. Ni siquiera Thea logró convencerlo. Las emociones particulares que le había inspirado, quedaron escritas en el papel emocional, que con ira, rasgó en su interior antes de marcharse. Había despertado a la realidad, y así lo manifestó verbalmente.
—No creo que su presencia sea tan coincidencial ni afortunada, señora. Diría, que es usted parte de un nefasto plan preparado con anticipación en el Vaticano para sacrificar a mi hija. ¿Cree que hizo bien su tarea...? Al parecer, todos la hicieron demasiado bien, hasta nosotros, que estúpidamente actuamos como señuelos para traerla al altar de los sacrificios. Ahí se la dejamos para que la disfruten.
Si la presencia del hijo de Dios no lo convenció, nadie lo haría. Su plática, era la antítesis de lo que había manifestado con sus gestos el día que la conoció. La espera en el aeropuerto fue un martirio inevitable, que desvió a Jan Willevark hacia el baño. Se ocultó por dos horas. Parecía el confesionario fisiológico de su sistema excretor.
Al final del mediodía ingresaron al avión.
—Nos fuimos con una grande ilusión... y retornamos con una gigantesca tragedia —comentó Gisele.
Observó afligida sus manos.
—Es la segunda vez que quedan huérfanas. Ya no habrá nada que llene el espacio de mis manos. Ni siquiera las tuyas, Jan. Seguirán igual de vacías siempre.
Jan Willevark la miró. No había desconcierto en su mirada cuando sentía lo mismo. Pero el brillo de sus ojos, era de odio. ¿A quién odiaba? Había comprendido el mensaje de su esposa. El amor de los hijos es único.
—Su muerte fue una vez —complementó Gisele—, pero tendremos que soportarla una vez por cada día de vida durante los años que nos resten, porque siempre habrá qué, o quien nos la recuerde. Ya son dos puñales para mi alma. ¿Cuánto crees que podré soportarlo?
Jan Willevark había silenciado su mundo desde la salida del Vaticano. No quería pronunciar una sola palabra. Ni siquiera para alentar a su amada esposa. Las últimas palabras las lanzó como dardos a la humanidad de Thea. Era evidente que los dos mismos puñales de los que habló Gisele, ya le habían cortado las cuerdas vocales del cuerpo y del espíritu. La mudez fuera y dentro de él, era absoluta.
¿Hasta cuándo?
Gisele lo miró y prefirió callar al advertir su enfado, desviando la mirada a través de la ventana del avión, que con arrojo, echó al vacío...
Solo restaba llegar a casa y continuar con sus vidas.
¿Cuáles vidas?
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