Capítulo 53
Se tardó una semana para movilizar a todos los fieles y no fieles que habían asistido. Una semana en la que todo continuaba en escasez por la demanda, menos la fe. Algo apoteósico que también era escaso en el universo. Pero antes, debían participar de las honras fúnebres. Despedirla, era lo menos que podían ofrecer por su sacrificio. El Vaticano se encargaría del sepelio. El modesto funeral sería precedido por el propio Papa en la Basílica de San Pedro. El portavoz del Vaticano dio la noticia, y reveló que unos cien mil milagros estimados, se habían presentado el día de su deceso por la gracia y presencia del Señor.
Se reservó contar que una cantidad estimable pero menor, sintieron el efecto contrario, cuando las lamentaciones así lo manifestaban. Se murmuró, que hubo quienes recibieron el favor como un castigo, sin duda bien merecido por sus actuaciones, cuando su presencia en Roma, solo tenía propósitos nocivos. Fue como si las enfermedades de algunos las hubieran recibido ellos, cuando supuestamente, no tenían males que los agobiaran.
Cada quien recibió lo que merecía.
Se supo que el padre Odulfo quedó tullido y perdió la razón. Por su atuendo religioso fue relacionado con el clero y conducido al hospital por un samaritano. Contó con la suerte, que al revisar sus documentos allí, se halló una copia de la carta dirigida al cardenal Teiolo Geerafin donde le contaba de la reunión con Iraíla. Su amigo cardenalicio se hizo cargo, luego de que fuera iluminado con el suceso. Un acto de caridad era lo menos que podía hacer. Le consiguió alojamiento y cuidado en un albergue de ancianos. Al poco tiempo, fallecería en el olvido después de una corta visita del Cardenal. Era la última.
El listado de los cien mil milagros que mencionó el portavoz, incluía: la sanación de enfermedades terminales y de todo tipo de patologías menos graves; curación de fobias; recuperación de los sentidos: vista, olfato, gusto, tacto y oídos; restablecimiento de la capacidad motora; alivios menos inverosímiles; destierro de demonios; remisión de los pecados; cambios de actitud y recuperación de fe.
¿Hasta cuándo?
Era lo que se desconocía.
Por la enormidad del suceso de Iraíla, nadie se había percatado del más imponente y maravilloso milagro eucarístico que haya existido. Fue el padre Enanías, habitante del Vaticano, quien armó el alboroto, cuando al levantar la mirada hacia la columnata como lo hacía habitualmente, no vio a su santo favorito: San Francisco de Asís, en la misma ubicación de todos los días.
—Por todos los ángeles de Dios... ¿En dónde te has metido? —interrogó malhumorado.
Giró sobre su cuerpo recorriendo el largor de la columnata. Acomodó sus gafas con sus temblorosas manos, y las convirtió en telescopios al agrandar los ojos detrás de los lentes.
—¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!
Creyó que con una exclamación, no bastaría para tanto asombro. De tres libros que cargaba, dejó caer el de teología con la pasta estriada por el maltrato, y enmohecido por las agobiantes miradas que lo habían hojeado en muchos años. Por la edad del libro, el diagnóstico del restaurador diría, que sufría de osteoporosis en sus hojas. Trémulo y acobardado lo recogió, y echó a correr, sacudiendo bruscamente las ideas metafísicas que se aflojaron del interior del texto.
—¡Otro milagro! ¡Otro milagro! ¡Otro milagro! —vociferaba arrítmico.
Caminó apresurado en la dirección del palacio Vaticano sacudiendo el alba con la premura, donde fue interceptado por sus homólogos. Por descuido, el libro de teología sufrió otro accidente con desgarre... Luego de enterarlos, todos corrieron hacia la plaza y clavaron sus miradas en las estatuas, que posaron por ratos en algunas como pájaros de metal, para comparar lo que veían con lo que había en su memoria.
Al cabo de treinta minutos, cientos de miradas se alzaban como proyectiles desde la plaza de San Pedro, cuando los occipucios parecían empinarse desde las clavículas.
La investigación eclesiástica concluyó, que algunos de los ciento cuarenta santos que coronan la plaza de San Pedro, habían cambiado de ubicación. Incluso, algunos entre ellos variaron su postura física, y otros más parecían departir entre sí. Fue como si en aquel momento de éxtasis religioso, sus almas hubieran habitado las esculturas dándoles vida, para que una vez más, curiosearan desde un lugar privilegiado, el brevísimo saludo del Hijo de Dios.
Era una prueba de rigor para la comprobación de la verdad, que desdeñaría las dudas de los escépticos, sobre lo que había acontecido en aquel santo día. La noticia igual causó revuelo mundial. El normal comportamiento por aquellos días.
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