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Capítulo 52

El canto se extendió desde el Vaticano en las entrañas de Roma hasta donde el sonido de la orquesta celestial llegara. Sirvió de incienso en la Basílica de San Pedro. Le suavizó los oídos dormidos en el tiempo al discípulo de Jesús de Nazaret. Reverdeció las almas de los feligreses como el agua sobre el estéril campo para sanar las heridas y hacerlo fértil. Reparó corazones y demás entrañas en la sala de cuidados intensivos del hospital. Le devolvió la música al corazón de Antoon, y reparó su cerebro por segunda vez cuando agonizaba. Fue hasta cuando las últimas notas se desprendieron de su garganta como suspiros de dolor. Sucedió como lo predijo aquel día al leer las cartas, que le manifestó lo que no le gustaría de él:

«No vuelvas a enfermar Antoon De Brouwerinn.... porque me veré obligada a morir, para salvarte».

Y le llegó el ocaso de la vida. Se desprendió el milagro de Dios en su interior cuando desplegó su espíritu.

Su voz caída se apagó apacible como el gorjeo de un gorrión al anochecer. «Te amo», dijo, y fue la última palabra que se escuchó entre los instrumentos. La misma que escuchó el alma de Antoon para retornar a la vida, cuando ella iba en el tranvía de la muerte directo a la perpetuidad.

Fue la única vez que la náusea no se hizo presente, pero a cambio, lo hizo la parca.

El canto no hacía ningún efecto sobre sí misma. Para su salvación, bastaría una nota musical en la voz del Creador. Nadie más sobre la tierra ni los vergeles celestiales, ni la bienaventuranza del Papa en la inmensidad del universo, ni los rezos atesorados de millones de creyentes tendrían poder sobre ella. Así estaba escrito en su alma.

Iraíla ya formaba parte del patrimonio cultural del Hijo de Dios.

El triste desenlace estaba relacionado con su capacidad de sanación, que al parecer, actuaba como una esponja para absorber los males de quienes fueron salvados. Sin embargo, la justicia demandaba que la jurisprudencia médica diera su opinión. Angustioso habría sido que al determinar las causas de su muerte, el dictamen revelara que había sido acribillada por un milagro.

Venturosa, quedó en los brazos del Papa al perder la conciencia, que la cargó como se carga una oveja lastimada. Una hija de Dios.

El molesto temor de Gisele en la basílica cuando apreciaba «La Piedad», se hizo realidad. La orquesta continuaba en su embeleso con el sonido delirante de los violines. De pronto, un destello de luz imanado desde el cielo en medio de un camino de ángeles, supuso el descenso del Hijo de Dios.

Toda intención de oscuridad fue combatida, excepto los incrédulos que quedaron en penumbras. Llegó con su séquito de querubines para recoger el milagro que incorporó en la voz de Iraíla, y que se apoderó de ella... Que la convirtió en el milagro mismo.

Algo humanamente incomprensible.

El Papa claudicó sus oraciones mudas para contemplar a quien habría de rendirle cuentas. Mientras, tuvo el enorme placer de ver el haz del alma traslúcida sin una insinuación de pecado, marchar hacia la luz envuelta en moléculas de aire. No había duda que estaba presenciando otro espectáculo inolvidable. Muchos otros pudieron verla, y se alborozaron con la piel erizada. Incomparable al evento ocurrido en los alrededores de la casa de Iraíla.

Las palabras necias y la libertad de expresión se quedaron impávidas, cuando el rostro divino se hizo presente, y quedó censurado en las bocas de los medios de comunicación que no se atrevieron a pronunciar una palabra.

Allí estaba el protagonista de la famosa encuesta que elaboró la periodista. Algunas de sus preguntas ya tenían respuestas. El libre albedrío de los necios voló como espíritu carroñero para buscar las sobras de lo que no había muerto. Los espíritus corrompidos y los endemoniados, se retorcieron como paja en la hoguera. El hijo de Dios, era la lumbre que ajusticiaba los malos pensamientos y glorificaba los buenos...

Solamente hacía falta que el alma de Miguel Ángel retornara, para recrear con nuevas pinturas el saludo del Creador con la puerta del cielo ajustada, para dejar ver su forma y encandilar las almas con una sonrisa.

Los intensos estados psicológicos se manifestaron en: lamentos, ovaciones, y algunos atrevidos en reproches. Los necios olvidaron, que no hay secretos para el dueño de las almas, cuando sabe qué contienen sólo con mirarlas. Era un adelanto de lo que habría de suceder cuando se dignara en regresar. ¿Cuándo? Ahora había tema para otros dos mil años... o quizá menos, o quizá más...

Y tal como se escuchó del centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús en el sepulcro: «En verdad éste era Hijo de Dios». Para esta vez, las palabras brotaron como retoños impúdicos de la garganta del cardenal Teiolo Geerafin: «Ella... sí es una santa....». Previsiblemente, la presencia del Hijo de Dios desde el umbral de la puerta del cielo, en un efímero saludo, con su diestra, le arrancó la incredulidad de un tajo de su espíritu inconforme, para reparar su vocación. Debía darse por bien servido.

Iraíla, había sido beatificada en vida por los creyentes y santificada en su último suspiro por el creador.

No fue necesario sacar el «neuralizador» que se usó en los Hombres de negro, para borrar el suceso reciente inscrito en la memoria de la portentosa audiencia de feligreses, incluyendo los que observaban desde todas partes a través de la televisión. Más que un sofisticado aparato científico probablemente inventado, capaz de producir el centelleante destello luminoso que se cuela por la visión y viaja al cerebro a través del nervio óptico para borrar los recuerdos parciales, bastaría con la orden celestial del Creador, sin que Él y las potestades de ángeles, tuvieran que usar gafas oscuras. Pero Dios quería enterarlos...

El padre Ceferino, tal y como lo manifestó a Jan Willevark, el día que fue a la casa cural para hablar de su hija, tendría el más grande de los motivos para decirle: «ahora sí, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo».

Retornaría a Alexanderpolder con la nostalgia de una pérdida humana, pero con la enorme satisfacción, de haber conocido y dialogado con la que sería la santa hasta su último día. La inspiradora e intercesora ante el Señor, a quien excusaba por su intención a medias de mostrarse al mundo, pero con el acontecimiento de los ángeles y el ocaso de Iraíla, cualquier titubeo de su fe, había sido menguada.

Por último, la luz centelleante desapareció. La orquesta de ángeles se desvaneció como el humo. La piel del cielo cerró su puerta. Y un silencio sepulcral tomó vida sin que fuera por mucho tiempo. Ya el mensaje había sido dado en persona. La gente postrada había recibido la fragancia de la salvación, y la evidencia de Jesús... Aunque no todos.

Antes de que la voz mortecina de alguno de los castigados repicara, un incrédulo convertido a tiempo, gritó desde lo más profundo de su abismo interior:

«Nada es imposible para Él».

Fue el nuevo decreto que reemplazó el anterior. Y de nuevo, la historia se repetía. Inició como un aguacero de voces sincronizadas, que adquirió la robustez del muro en tan solo unos segundos. El más grande que jamás haya existido. Quien no estuviera en su sintonía y perfección, sería arrasado como un diluvio amenazando un pájaro, o la lava de un volcán engullendo con sus fauces una insignificante fogata. Esta vez, la potencia del muro atravesó todas las fronteras del universo cuando fue amplificado por los sistemas de comunicaciones que rodean el planeta, que lo hizo viajar a través del cosmos a cualquier parte.

El eco se convirtió en un gigante fabricado de sonidos, dando saltos tan altos en el espacio abierto, que hizo estremecer la tierra con cada caída amenazando con sacarla de su órbita.

Lo imposible se hacía posible, y lo invisible creaba lo visible. Era cuestión de creer. Una creencia, que ahora contaba con pruebas de sustento y miles de profetas para hacerlo posible.

Igual que le sobrevino a Noé, le correspondía al Papa calmar la tempestad en la embarcación del Vaticano, el problema era, que en esta embarcación, no todos alcanzaron a subir a ella y se desplazaban a lo largo de la frontera con Italia.

Los que todavía no lo sabían, ya se enterarían al amanecer del nuevo día, por obra y gracia de los medios de comunicación.

Por orden presidencial, toda la policía militar que más se pudo de las diferentes ciudades de Italia, en sus cuatro puntos cardinales, se volcó de inmediato a las proximidades de la Santa Sede. Detrás, la tercera parte de la población de Italia, de porfiada se trasladaba a Roma, cuando en el Vaticano no había arrimadero. Querían conocer la noticia de primera mano.

Parecía como si hubiera un solo grifo en el país por donde llegara el agua, y todos sedientos acudían a buscarlo.

Cientos... miles... millones se lamentaron por no haber estado presentes. Los ricos habrían dado parte de su fortuna para conocer físicamente al Hijo de Dios, pero no arriesgarían la otra parte porque la necesitaban para recuperar la primera. El mundo desconocía que todo estaba previsto. Quien no estuvo... no debía estar. Y quien estuvo... había sido invitado sin saber.

El colosal acontecimiento convertido en un diluvio sano de clamores, elevó el producto de la fe a la primera posición en la canasta familiar espiritual.

Finalmente, la iglesia recogía el ancla de los pecados humanos y la abstinencia de la fe, que pesan más que cualquier metal, para desatrancar del puerto de las incertidumbres y continuar por el camino de la esperanza de vida.

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