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Capítulo 50

Previo a la parusía de Cristo a la tierra, hubo un adelanto espiritual con su antología de ángeles... A la piel del cielo, la voz del todopoderoso abrió su puerta y dejó ver sus espíritus celestes. La melodía sinfónica que los oídos de Iraíla presenciaron cada vez que entonaba una canción de ópera, se escuchó en plenitud con la nitidez con que en el mismo cuerpo los oídos sanos escuchan la voz de la boca vecina. Como un sacramento especial, la música instrumental se esparció sobre la ciudad del Vaticano anunciando la buena nueva, mientras los corazones de todos los habitantes, eran ungidos de perdones musicales.

Por un instante sagrado, una luz brillante y nebulosa encegueció todos los sentidos. Y luego, los sentidos despertaron para presenciar lo inimaginable. La más increíble filarmónica que pueda existir en el universo sonoro, era nada comparable con la majestuosidad de la orquesta celestial.

El muro de fonemas quedó mudo en la plaza de San Pedro, y su mudez recorrió hasta el último rincón del Vaticano, y prosiguió hacia la frontera con Italia y más allá.

En un espasmo de tiempo se sintió un alivio de paz incomprensible.

Ni siquiera una interconexión de orquestas sinfónicas, como: las filarmónicas de Berlín, de Londres, de Nueva York, la nacional de Rusia, la de San Petersburgo, etcétera, crearían un efecto saludable y sempiterno sobre el sistema nervioso parasimpático, reducirían el dolor y la ansiedad a la mínima expresión, y provocarían el más original y perfecto de los trasplantes: «el amor».

La magnificencia de una utópica verdad había sido proclamada por los rezos durante más de dos mil años. Cientos de instrumentos radiaban de esplendor en las manos de un batallón de ángeles que se hizo visible. Eran quienes tocaban los instrumentos con la exquisitez con que el todopoderoso le saca música a las almas cuando las afina para una misión terrenal.

Iraíla nunca estuvo sola con su canto sanativo. La orquesta sinfónica del cielo, expelía la fragancia de sus notas inmarcesibles y frescas, con la apacible voluntad de su dueño... que como truenos perfectos, atontaban los oídos de aquellos empecinados en no creer. Cristianos de todos los sinsabores, y eclesiásticos en todas sus complejidades: diáconos, clérigos, vicarios, obispos, cardenales y otros, se les vio incómodos al ser importunados sus oídos. Había que creer para saber escuchar y sanar.

La más sublime ostentación de grandeza acobardaba los cuerpos terrenales.

Sutil y coherente para ser comprendido, cuando la ignorancia, era la música de fondo que cultivó la pérdida de fe por más de dos mil años de ausencia. Tiempo en el que el Creador, estaba demasiado ocupado expandiendo el universo.

La música fue el bálsamo para recuperar la fe. El concierto ya tenía su aroma instrumental. Hacía falta la mágica voz para que fuera cierto. Iraíla regresó sobre sus pasos y con la frente en alto, floreció de nuevo en el balcón, guiada en su interior por el maestro de maestros. Detrás de ella, la secundaba el Papa. Los demás clericales, absortos miraban.

Cerró los ojos... No veía a nadie más que a su amigo Antoon dispuesto sobre una mesa fría acariciado por un escalpelo. Estaba cerca de lucir el vestido vegetativo para la ocasión, pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Mientras cantaba, en su cerebro reemplazó aquella imagen angustiosa por el idilio de esa noche mágica. Ya no sentía culpa cuando no fue recriminada. Lo acarició con el alma de su voz, que ya vestía la mansedumbre espiritual y la obediencia a Dios al recuperar la fe, para devolverle a su amigo, la paz que extravió su espíritu por la terquedad de estar enamorado.

Como un candil de notas encendidas, la voz impostada centelleó entre los armónicos, los bemoles y las agudas, siguiendo el vuelo fantasmal de los violines que dialogaron animados con ella. Fue un pequeño concierto de una ópera en el tiempo astillado de los mortales, que en el tiempo perfecto de Dios, pareció multiplicarse sin afanes.

Inició siendo un magistral y lacónico sostenido que hizo reverberar las fibras de la vida. Tocó el interior de los cuerpos del muro de carne, antes de fonemas, con la gracia suficiente para que las respuestas de quebranto o júbilo aparecieran. Para cada quien lo que merecía. El sonido de la voz creció con el impulsado diálogo de la orquesta celestial, al volar entre las notas medias y el timbre más agudo, que adoptó la forma de un silbido, del más filoso que pudiera existir, y reventó cada uno de los hilos de plata invisible para desencarnar el alma de Iraíla sin que se desentonara el canto, porque el alma, continuaba en éxtasis sosteniendo la partitura musical del milagro que trascendió las fronteras, y se escuchó inmarcesible en los dos mundos...

Era la tonada favorita del Hijo de Dios. Aquella que se convirtió en el milagro de todos por aquel día.

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