Capítulo 49
Los eclesiásticos eran estatuas asustadoras para sus ojos. Los reparó tímidamente y quiso alejarse del sitio. El padre Ceferino, quien tenía de nuevo el privilegio de haber sido invitado por intención del Papa, estaba entre ellos.
—Iraíla, hija —salió a su encuentro.
—Padre... padre Ceferino.
Actuaba poseída
—¿Qué haces, hija?
—Todos me asustan... padre. Todos... Todos. Ya no escucho la música...
—Ya la escucharás con la fe. Es la que no debes extraviar.
—Si Antoon estuviera aquí... —insinuó—. Hágame un favor, padre...
—Dime no más, hija.
—Se trata de Antoon... Dígale... dígale que lo amo, padre. Y que estaría encantada si tocara el piano para mí el día de mi cumpleaños.
De sus ojos azul celeste, brotaron lágrimas que parecían azuladas. Continuaba mirando a todas partes y dando vueltas sobre sí, desorientada. Había extraviado el rumbo de su espíritu.
—No lograrás aquietar tu alma si miras hacia fuera —aconsejó—. Sólo verás laicos y eclesiásticos que perturban tu fe. Sé lo que significa Antoon para ti. Piensa en él, si eso te reconforta. Y sé lo que significas para el mundo. Te conozco, Iraíla. Ten fe. Busca a Dios en tu silencio. No lo extravíes y espera... Si Él te trajo hasta acá, no lo decepciones, que Él, no te desilusionará.
—No sé cómo hacerlo, padre Ceferino. Lo siento... lo siento.
Su cuerpo era un cultivo de nervios.
El argumento del padre Ceferino no hizo el efecto persuasivo que esperaba, pero Dios lo tendría en cuenta.
Estaba rodeada de cardenales que se acercaron sigilosos para enterarse... Creyó ver aquellos ornamentos sagrados como rejas, y se abrió paso entre ellos antes de que se cerraran.
Cerca de ella estaban sus padres, acompañados de la tanatóloga, pero por su repentina ceguera emocional, no pudo verlos.
Atemorizada emprendió la huida, y tan pronto lo hizo, se detuvo al escuchar sólo en sus oídos, la voz del creador pronunciar su nombre: «Iraíla... Iraíla». Sonó como la caricia de un tambor virgen con sus primeros dos toques. Miró ansiosa hacia todos lados revelando su pánico. Parecía un cordero desorientado que esperaba el momento del sacrificio.
—No debes temer, Iraíla. Que sea la voz de tu espíritu la que cante —dijo la voz en su interior.
—Tengo miedo. No puedo hacerlo —respondió—. Sabes que he pecado...
Todos a su lado la escucharon.
—¿Quién no? —dijo la voz.
—Ya cumpliste tu misión, Iraíla —añadió la voz en su interior—. Tu siembra ha sido la más grande que jamás haya presenciado. Te ayudaré. Haré que tu voz resplandezca como el alba, y se esparcirá a kilómetros hasta cubrir el último de los peregrinos que vino para escucharte. Por su obediencia de la fe, hay quienes ganarán. Y quienes por su desobediencia... perderán. Cada nota de tu voz, será como un grano de trigo hecho de música.
Consecuente al mensaje celestial, vibró el celular. Lo descolgó de inmediato previendo una urgencia...
—Debes llevar la televisión a la sala —dijo, después de un supuesto comentario.
—Sí. Si puedes. Tienes que hacerlo cuanto antes. Debes saber que no queda mucho tiempo —agregó.
—Sólo hazlo —insistía—. Ya lo hice una vez. Ocurrirá de nuevo.
La esperanza de que el amor existe, le devolvió la seguridad.
Al no escuchar el sonido del celular, uno de los cardenales lo interpretó a su manera, al susurrar a su igual que lo acompañaba: «está delirando... Es hora de hacer algo». El mismo que cuestionó su fe y moralidad, ante el consejo cardenalicio.
Había olvidado que María Magdalena, la pecadora, fue una distinguida discípula de Jesús de Nazaret. Se le acercó como un despiadado oportunista. Hay muchos de ellos entre los eclesiásticos.
—¿Acaso, eres parte de un maléfico plan del demonio para ridiculizarnos? —agredió despectivo desde la distancia.
Iraíla lo observó de reojo. Su silueta física aparentaba una leve semejanza al padre Odulfo. Pero lo ignoró por dos razones: tenía frescas en la memoria las palabras versadas de aquel que poseía el poder para cambiarlo todo. Y se acaba de enterar por Abigaíl, que su amigo Antoon agoniza en la unidad de vigilancia intensiva del hospital.
Al escucharlo, el padre Ceferino intuyó que aquel Cardenal, era uno de los miedos de Iraíla. No tenía la autoridad eclesiástica para auxiliarla, pero sí la autoridad moral cuando había sido testigo de la obra de Dios en su ingenuidad.
Se le acercó para guardar respeto al levantar la voz.
—No creo que esa sea la actitud, su eminencia —dijo el padre Ceferino al no recordar su nombre.
—Usted no tiene autoridad para hablarme, ni para estar en este sitio sagrado...
—Tiene toda la autoridad en la casa de Dios, mientras sea su guía, y él, sea mi invitado —exclamó el Papa interviniendo.
El cardenal Teiolo Geerafin, calló su ira arqueando el cuerpo, y retornando sobre los pasos dados. Preferible la obediencia antes que ser despojado de su sotana. Ya había hecho méritos para conseguirlo.
El Papa, que se había retirado del balcón a tiempo, que pasó junto a sus congéneres sin desviar la mirada de Iraíla, que inclinó levemente la cabeza al padre Ceferino en señal de gratitud, al verlo tratando de persuadirla y defenderla, le clavó la mirada recriminatoria al cardenal Teiolo Geerafin, que no había advertido su presencia.
Lo había visto condenándola una vez más. Se acercó cauteloso para leer en su rostro de pánico que algo majestuoso pasaba. Por la plenitud humana rebosante en su corazón, tuvo la grande satisfacción de escuchar las últimas palabras del Creador, cuando lo manifestó la expresividad de su semblante. Con sumisión, como si le hubiera sido revelado algún mensaje, le hizo reverencia con su cabeza a Iraíla, asintiendo estar de acuerdo... «Te esperan», dijo, señalando el balcón con la mirada.
Y dicho aquello, cuando los ánimos de los feligreses comenzaban a transfigurarse en intenciones de metal por el peso de los pecados, sucedió lo inesperado.
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