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Capítulo 48

El día indicado estaba pronosticado como especial entre los especiales. Sin que se hubiera planeado, ocurrirían sucesos previos al gran acontecimiento que no estaba escrito en los deseos de los feligreses, ni en los pergaminos sagrados del Vaticano. La Plaza de San Pedro estaba a reventar.

Por tradición, la bendición urbi et orbi, la impartía el Papa el domingo de pascua o el día de navidad. Sin embargo, tan especial como la primera vez en una fecha distinta, en un día que se convertiría en memorable, sin que el sumo pontífice lo supiera, la bendición fue esparcida sobre las cabezas de los fieles católicos que hervían en la plaza y los alrededores como si fuera un sembrado de trigo. Se dio, luego de salir revestido de ornamentos solemnes al balcón de las bendiciones.

Y a cambio de ir acompañado de cardenales, diáconos y ceremonieros, detrás suyo, esbelta y ornamentada de sencillez, estaba Iraíla.

También era la primera vez en la historia, que un civil acompañaba al Papa desde el balcón central de la basílica de San Pedro. Y la primera vez, que un civil recibía la bendición de las manos del Papa en aquel balcón colmado de esperanza y de rezos, en frente de la multitud de peregrinos. Y la primera vez, que la indulgencia plenaria, le borró los residuos de los besos robados a Antoon, como el más pecaminoso de los pecados cometidos. Y fue por obra y gracia divina, la primera vez, que la euforia en la plaza de San Pedro, no indicaba quien era el homenajeado, aunque se sintió la diferencia de los susurros gregorianos nacidos de todas las bocas, cuando Iraíla, tímida y recelosa consigo misma, asomó la cabeza oculta detrás de la enorme espalda apostólica.

Fue entonces, que el viento de voces resopló como nunca.

Era de suponer que, Iraíla, siempre estaba en gracia de Dios, cuando actuaba como su instrumento para propagar la fe a través de los milagros nacidos de su canto.

Como sucesor del apóstol San Pedro, el Papa, actuando como la cabeza visible de la iglesia, llevaba puesto el alba sobre su cuerpo; era de tonalidad lechosa y pura, que daba la impresión de haber sido tejido con un trozo de cielo; la casulla lucía delicada sobre el alba al igual que la estola, y sobre su cabeza ahumada por los años y achatada en el norte, descansaba el solideo. Al momento de la bendición iluminó el reflejo del anillo pastoral; era la señal viva de la labor que se le había encomendado.

Iraíla era su báculo. Tomó la mano izquierda de ella con su mano derecha y la levantó para apaciguar a las ovejas, que ya sentían el calor de la ansiedad batallando desde sus corazones.

Llevaba puesto un vestido largo que daba debajo de sus rodillas, azul claro, con algunos encajes dorados sobre los hombros, que era su alba de humildad. El pectoral resbalaba tímido sobre su pecho joven. Y simbolizando el solideo del jerarca de la iglesia, una boina de lana blanca, le daba un efecto redondo a su cara alargada, y debajo de la boina, se desprendían los manojos abundantes de cabello rubio, que hallaban acomodo en sus hombros. Sus ojos tupidos del azul celeste y aceitados de nervios, brillaban concentrados como dos estrellas que perdieron sus puntas. Le hacían juego a los ornamentos del Papa.

La frase del discapacitado que entonó fuera de su casa, se oyó de alguno entre la muchedumbre:

«Quiero oírte cantar, Iraíla».

Más que una frase, se había convertido en un decreto. Y en menos de un minuto, la robustez del muro de fonemas concentrado en la plaza de San Pedro, era cien veces más potente que el de aquel día...

Los devotos la aclamaron en un coro empaquetado de trescientas mil voces, motivados por la ansiedad de experimentar el alivio de su canto. Y un minuto después, la sintonía del muro atravesaba la minúscula frontera entre Italia y la Ciudad del Vaticano, y se extendía un par de kilómetros más que asustaban a Roma, imaginando un ataque de pánico irracional si el evento resultaba ser una farsa.

Un ejército de porfiados católicos como nunca antes se había visto, armados de emociones en el umbral de la histeria, con los pertrechos de sus voces que reclamaban la presencia musical de Iraíla.

El eco iba y venía de norte a sur entre patios y jardines como el espíritu extraviado de un ciclón. Se masajeó en la imponencia arquitectónica de la Basílica de San Pedro. Golpeó la puerta de bronce a la entrada del palacio pontificio. Recorrió los alrededores de los barrios romanos. Se recreó en los museos vaticanos. Alborotó el juicio final de Miguel Ángel en la capilla Sixtina. Viajó como la briza del mar a musicalizar las basílicas mayores en Italia, y de forma imprescindible, susurró en todas las iglesias existentes en Roma.

El patrimonio de la humanidad estaba siendo absorbido por la humanidad, como abejas en un panal.

El Papa la alentó con un gesto tímido que aprobaba su intervención. Estaba tan temeroso como ella. Y detrás de Él, por fuera del balcón, un susurro cardenalicio igual tomaba fuerza. Los comentarios eran inevitables.

Tras la señal del Papa levantando sus manos para implorar sosiego, el muro de voces silenció en la plaza de San Pedro, y fuera de ésta, se escuchaba la resonancia correr envuelta en rezos, que se fue debilitando con la lejanía tras chocar con los muros primitivos que bordean la ciudad. A pesar del silencio, y la amplificación, la voz de Iraíla fluyó débil de su boca.

Era un ratón indefenso atropellado por un batallón inacabable de elefantes.

Los gritos de Antoon y Abigaíl todavía golpeteaban en su cerebro. Después de varios intentos por cantar, en sus oídos susurraba el miedo con eco. No había orquesta. No había Dios. Ni había fe. Esta se fue desmoronando con la complejidad del muro de fonemas que amenazaba una vez más con salirse de control. Para colmo de males, recordó la experiencia vivida con la señora Lionora, y aunque la causa de su muerte había quedado clara, todavía la atormentaba el fantasma melindroso de un orgasmo apasionado.

Iraíla estaba sollozante, temblorosa y lívida, sentía un miedo extremo que jamás había experimentado. Haber amado a Antoon, se convirtió en su cruz. Creyó escuchar que las voces la acusaban. Por su cuello corría un sudor de angustia que alentaba los espasmos musculares. Fue entonces, cuando el sumo pontífice intervino:

—No imagino el día en que su obra de caridad milagrosa no obre, y sea condenada —dijo, recordando las palabras de su discurso meses atrás en la misma plaza.

Pero no era esa la voz que querían oír, y menos, recriminar.

Luego de que su voz fuera aplastada por los elefantes simbólicos, Iraíla dejó de cantar y retrocedió fuera del balcón. El semblante reflejaba el avance de la enfermedad que debatieron los psicólogos en la clínica de reposo, que tras la opresión, debió correr un año en algunos minutos.

Como dijo Wallach, la estaba afectando como el serrucho en la madera.

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