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Capítulo 47

Un día después de la audiencia, Abigaíl habría deseado, no haber deseado ver la transmisión en directo desde el Vaticano. Estaba visitando a su sobrino Antoon, que por la repentina mejoría en un par de días, sin que su pierna y su mano izquierdas, hubieran sanado, le habían asignado habitación.

Le recordó emocionada el suceso y encendió la televisión. Los noticieros especulaban sobre lo ocurrido durante la audiencia, luego de que el portavoz del Vaticano, anunciara la presencia de Iraíla en el balcón de la plaza de San Pedro el día domingo, durante la celebración de la misa, para complacer a los feligreses con su canto. Faltaba un día para el gran momento. La transmisión en directo estuvo en órbita como el viaje a la luna.

Por las circunstancias de lo que estaba ocurriendo, el sensacionalismo periodístico, no fue esquivo, al presentar los avances desde la llegada de Iraíla a la ciudad del Vaticano, que pronosticaban desenlaces abrumadores. Los avances televisivos continuarían consagrados hasta el día de la celebración de la misa en la plaza de San Pedro.

—Buscando la cercanía de la Santa Sede —dijo el cronista—, por estos días, ríos de humanos se desplazan por ciudades como: Roma, Ciampino, Fonte Nuova, Frascati y otras, que albergan a miles de turistas de todo el mundo. Tan pronto fue confirmada la fecha de la audiencia de Iraíla con el Papa, las reservaciones se dispararon como un producto apetecido en la bolsa de valores. Las hostales en ciudad del Vaticano escasearon. Los alquileres de casas escasearon. La estancia para muchos se dio en casas de familia. Y también escasearon. Todos, a la espera de que el viaje sea una experiencia única e inolvidable.

Y sí que lo fue. Pero aún no lo sabían.

El espectáculo abrumador, jamás vivido, reveló de forma abstracta, que se esperaba con ansia el canto de Iraíla en la ceremonia religiosa, de la misma forma en que el mar ansía que el sol le caliente la piel.

Abigaíl estaba convencida de que la noticia sería un aliciente para la salud mental de su sobrino, y lo que hizo fue enterrarle el puñal ella misma. El destino tenía otros planes. Así estaba escrito. Con las dramáticas escenas en la televisión, Antoon empeoró de forma inesperada. Le mostraron algo más que nadie podía ver. La imaginó devorada por las necesidades de los fieles.

—Noooooo.

Gritó desaforado en la habitación, hasta que el grito justiciero en su garganta le arrancó el aliento con la asfixia. Fue necesario aplicarle calmantes antes de que perdiera el juicio.

No pasó buena noche y presentía que algo no estaba bien. Debía estar allí, a su lado... Lamentó profundamente su suerte.

—No debe cantar —dijo, después de recobrar la calma con fármacos—. Debes llamarla, tía. Debes llamarla...

Hizo que su tía Abigaíl la llamara antes de que se ocupara, pero tan pronto lo hizo, se negó a hablarle. Ella debió simular que estaba en el baño. Y él, sentía vergüenza, que aquel amor fresco como el primer rayo de sol de un eterno verano, se viera de improviso, al borde del precipicio emocional por causa de su enfermedad. Al negarse, había perdido la oportunidad de hablarle después de la cirugía.

—No debe cantar —vociferó una y otra vez, hasta que llevó sus manos a la cabeza.

Un fuerte dolor que empeoraba cada segundo con la preocupación, no se compadeció de él. Iraíla pudo escuchar los gritos de Antoon, y luego, los gritos de su tía. Su amigo comenzó a convulsionar hasta perder el sentido. La llamada quedó abierta mientras Abigaíl buscaba ayuda. Con tristeza, se enteró de lo que no debió haber ocurrido. Un suceso que quince días atrás era imposible de imaginar. Al cabo de unos minutos la llamada fue cortada simbolizando el final de una vida. El teléfono había perdido su ritmo cardíaco.

Iraíla dramatizó su angustia. Se llevó las manos a la cabeza. Devolvió la llamada en diez intentos continuos que en el transcurso del día serían cien, y que pronosticaban el más grande de los miedos.

Todas fueron al buzón de mensajes.

Antoon fue conducido a la Unidad de Vigilancia Intensiva. La tortura de un dolor de cabeza con episodios de convulsión, pronosticó un aneurisma cerebral por posible sangrado. El diagnóstico fue correcto. Durante la cirugía de emergencia se presentaron complicaciones que lo dejaron en estado de agonía, muy cerca de adquirir una muerte cerebral. Fue la prescripción médica.

La noticia no fue para nada alentadora. Junto con los debilitados signos vitales, el martirio que quedó grabado en su cerebro, al imaginar que perdería el amor de Iraíla por la indolencia y el atrevimiento humano, indicaban la proximidad de la muerte, o un perpetuo sueño sin morir.

De nuevo el viacrucis.

El paisaje clamorosamente religioso de la habitación donde se hospedaba Iraíla, le recordó el interior de la casa de su amigo. Creyó que cada elemento que la adornaba, era sagrado. Entonó oraciones mirando hacia todas partes sin dejar de marcar el celular.

Entre tanto, en la habitación contigua, Jan y Gisele habían sido visitados por Thea, especialista en tanatología, que laboraba con proyectos sociales al servicio del Vaticano. Fue sugerencia del Papa. La razón, sólo Él la conocía.

—Se trata de un proceso terapéutico, que consiste básicamente, en brindarles acompañamiento por unos días, ante la crisis emocional que pueda presentarse por la intolerancia —fue su justificación.

¿A qué intolerancia se refería?

Gisele conocía del tema por su profesión, y no pudo evitar sentir horror. Para Jan, su presencia era entendible y aceptada, así no fuera entendible. ¿La razón? Thea, era una mujer blanca de belleza apacible en un cuerpo escultural, con señales de que el sol la visitaba. De ojos cautivadores y briza de mar en su rostro, que la convertían en un sitio ideal para el turismo erótico.

Estaba complacido con su presencia, que a su esposa le repicó en la cabeza la idea del divorcio en un segundo.

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