Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 46

Llegó el ansiado día viernes vestido de bruma y de misterio. ¿Quién no estaba a la expectativa de lo que pudiera ocurrir?

Los periodistas madrugaron más que de costumbre.

Luego de ser recogida en el hotel, Iraíla fue conducida por uno de los sacerdotes que habitaban en la Santa Sede, al palacio Vaticano, directamente, a la sala Concistorial para la audiencia privada con el Papa.

Ya en la sala, había tiempo para pensar en Antoon y reflexionar mientras llegaba el sumo pontífice, pero la pavorosa multitud aglomerada en las afueras del Estado del Vaticano, que como un río de clamores se abalanzó sobre el carro queriendo arrancar la carrocería para tocarla, le hizo un agujero a su salud mental. Ya sentía pánico con sólo pensar en la salida de aquel lugar.

Venía de la sala Clementina. Llevaba puesto el alba, y sobre éste la casulla, en la que descansaba plácido el pectoral. Debajo de esta sagrada armadura, se ocultaba un cuerpo de siete décadas y unos tantos años más; de contextura física gruesa sin ser obeso, y todavía enérgico y voluntarioso, aunque un diluvio de dolores sobre su espalda intentó encorvarla. La cabeza estaba perdiendo el cultivo del cabello por el incienso de los años, para dejar ver una cabeza rapada en el centro que ocupaba el solideo.

Su mirada amplificada en los anteojos tenía el matiz de la humildad revestida con una fina y delgada capa de sufrimiento social. Las dolencias de la humanidad suplicaban en sus ojos grises forjados como el acero. De gestos apacibles, en un rostro humano, ovalado y discretamente ajado, que había memorizado el santísimo en sus oraciones para hacerlo lucir laureado de paz por convicción espiritual y vocación eterna.

Discapacitado de la alegría, que usaba prótesis para sonreír si existía un verdadero motivo. Dejó de hacerlo hacía más de veinte años desde que se enteró que las ovejas descarriadas, también formaban parte de la vida religiosa, y algunas de forma atrevida, encubrían su rostro con el sudario de la hipocresía en la casa de Dios.

Inteligente como él mismo, que a la vanguardia con la tecnología, lucía como un androide religioso capaz de clasificar los pecados del mundo en un ambiente informático y selectivo, que por antonomasia, ideó su cerebro en más de cincuenta años de servicio eclesiástico, para catalogar la existencia humana por categorías y carpetas especiales, donde almacenaba los archivos con acceso a sólo lectura en sus siete extensiones: .creer, .fe, .paz, .amor, .luz, .poder y .mal.

Amigo de la benevolencia y enemigo de la perversidad, con tantos amigos como enemigos. Llegó discreto, con los pasos medidos, hasta la presencia de Iraíla que lucía tímida y suplicante. Cuando estuvo cerca, observó que de su rostro, le llegaba una mirada incrédula y asustadiza.

—¿Así que... tú eres Iraíla...? Ansiaba este momento —dijo, extendiendo la mano para saludarla.

—Sí Señor. Soy yo.

Se levantó para saludarlo.

—Toma asiento, hija. No te desacomodes que incomodas los pensamientos.

Iraíla sonrió.

Se sentaron en un par de butacas de madera, sencillas, y monumentales al tiempo.

—Te vi retraída mientras me acercaba. ¿En qué pensabas?

—En dos cosas que me incomodan.

—¿Y cuáles son esos sucesos que te atormentan?

—El primero..., que debí preguntarle al padre que me acompañó, la forma de dirigirme cuando estuviera frente a usted.

—Habría sido aburrido —dijo—. Está bien con que me digas: Señor. Qué mejor que la naturalidad para expresarnos sin tener que soportar un tedioso protocolo de palabras. Al menos, no contigo. «Dejad que los niños vengan a mí, dijo el Señor», y los trató con la espontaneidad que ellos lo hacían con Él. Hay quienes traen las razones escritas en una libreta y se ciñen a ellas con el rigor del propósito de la visita. Si en la libreta está escrito: sonreír, sonríen. Si no, no lo hacen.

—¿Qué opinas al respecto?

—Que no sería mi caso. Soy la invitada.

—Tienes razón, y sabes qué... olvidé que esta vez era al contrario y no anoté las preguntas.

Iraíla sonrió. El papa hizo una mueca simulando una sonrisa.

—No creo que necesite anotarlas, Señor —agregó.

—Dijiste que eran dos... ¿Cuál es el otro hecho que te incomoda?

—El bochornoso evento ocurrido con el obispo Godewyn. No era mi intención generar ningún malestar. Espero no haberlo ofendido.

—¿No pensarás que voy a excomulgarte por eso? ¿O sí?

—No.

Respondió sumisa.

—Haz de ver —prosiguió—, que en el universo eclesiástico, se presentan tantas controversias como en el mundo de los laicos. Acá también hay ovejas descarriadas. Cuando me enteré de lo sucedido a través del noticiero, recuerdo que fue mientras saboreaba una taza de café, y que me quemé por cierto con el drama, era difícil de admitir una especie de acusación motivada por la actitud del obispo.

—No pretendía ridiculizar a nadie, ni comprometer a la iglesia, Señor.

—Tu mensaje fue claro, Iraíla. Sólo dijiste verdades. Debo admitir que eres una joven muy lista. Y te aseguro, que no existe en el universo ningún oficio ni título que esté por encima del bienestar de la humanidad. ¿Qué sentido tendría entonces la existencia de la iglesia? Lo menos que quiere el Papa y lo que menos le conviene a la iglesia, es la culpabilidad por desconocer el bienestar de las personas. No es ni siquiera un acto de conveniencia, es una obligación moral. Así que no tienes por qué preocuparte. No existe culpa alguna por la decisión que querías tomar. Perfectamente hubiera entendido el motivo y habíamos pospuesto la audiencia. La iglesia, los fieles y yo, te habríamos esperado, Iraíla. Pero es bueno reconocer que tu actitud nos sirvió de escarmiento. Imagino que la enmienda le debió atormentar el espíritu al obispo Godewyn. No creo que se atreva a opinar de nuevo sin consultar.

—También lo creo, Señor. Gracias.

—No hay un por qué, jovencita. Por cierto —agregó—, me he enterado que eres una artista del piano y una elocuente cantante. Tengo entendido que alguien muy especial en el cielo se ha deleitado con tu voz.

—Mi amigo Antoon lo hace mejor en el piano. Yo... canto ópera.

—¿Y ese amigo del que hablas, es por quien hubieras cancelado la audiencia?

—Sí, Señor.

El Papa sonrió complacido.

—También escuché que las almas de las más afamadas sopranos habitan en tu canto. Cosa que no comparto. Es tu espíritu el que tiene la potestad de agradar, y no creo que el señor Dios, se deje engañar con muestras ajenas.

—No conozco otra voz que la mía cuando canto.

—¿Sabes lo que es un milagro, Iraíla?

—Un suceso extraordinario que no puede explicarse por lo que se atribuye a Dios. Eso es lo que he aprendido.

—¿Y qué es lo que tú crees sin que lo hayas aprendido?

—Que las cosas no ocurren porque sí o porque no, ocurren, porque ya están previstas en el universo. Igual que estaba presagiado el nacimiento y la vida de Jesús.

Había memorizado aquellas palabras dichas por Abigaíl, cuando fue por primera vez a la casa de su amigo. Supuso que algún día podría darles uso.

—¿Crees que alguien profetizó tu don?

—No creo que éste haya sido revelado antes. Pero ya estaba escrito. Supongo... que aconteció cuando debía. Dios sabe cómo hace sus cosas.

—Una sabiduría popular que tiene fuerza y emotividad. ¿Has sentido alguna especie de señal que te guía, o que te indica cuando debes cantar?

—Creo que sí. Es la música... la escucho adentro y luego...

—Háblame de eso, Iraíla —intervino interesado—. Ya lo escuché del padre Ceferino, pero creo que es más fascinante... si tú misma lo explicas.

—Es... esa sensación de querer cantar cuando la música la escucho en mi cerebro. Otras veces, aparece después de haber iniciado la canción. Es entonces que sé, que algo inexplicable va a ocurrir. Lo más fascinante es la forma en que se manifiesta a los demás, es como si se escapara de mi cabeza para que todos la escuchen.

—Si no escuchas la música... nada fascinante ocurre más que tu canto. Es impresionante...

—No pude salvar a mi hermana Alix. Ella aseguraba ver ángeles cuando cantaba. No pude verlos ni sentir la música. La niña Lexnac, que conocí en el hospital tenía cáncer. Ese día tampoco sonó la música, y la vi morir recostada entre mis piernas. Pero sí pude escucharla afuera de mi casa cuando estaban amotinados... Había quienes entre ellos amenazaban... A veces creo que Dios se equivoca en las decisiones.

—Jamás se equivoca, hija. Solemos acusarlo o responsabilizarlo cuando las cosas no se presentan como las deseamos. Olvidamos que no es nuestro deseo el que impera. «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo...». Un precepto que como humanos pronunciamos pero no comprendemos. En el caso de los que amenazaron con perturbar afuera de tu casa, por lo que sé, no fueron bendecidos con tu canto. Igual me enteré del suceso de la niña con cáncer. Creo que ese también estaba escrito en el universo y la libreta personal de Dios. No había nada que pudieras hacer, salvo, alegrar su último instante.

—Esa es la parte difícil, Señor.

—¿Qué es lo que más te atemoriza de esta misión, Iraíla?

—Que tanta generosidad milagrosa sin ser planeada..., se convierta en perjurios para mi vida, o para mi familia.

—¿Has sentido alguno?

Iraíla vaciló por un instante, sin embargo, se atrevió a contarle.

—Cada que ocurre un suceso milagroso... es inevitable sentir náusea. Un extraño dolor se apodera de mí, y es probable que pierda el sentido. No siempre ocurre, pero ya lo he vivido, Señor.

—Por lo que he sabido, asumo que eres una mensajera de Dios. Si no tienes tu recompensa en la tierra, la tendrás en el reino de los cielos. Dios no asigna misiones sin retribución. ¿Entiendes lo que digo?

—No creo haber aportado lo suficiente para merecer más felicidad de la que normalmente el ser humano anhela. Por lo que he aprendido, la felicidad es demasiado esquiva para complacernos.

—Los milagros de muchos santos se quedan cortos con lo que has logrado. La modestia suele ser buena para el espíritu siempre que no exageres en su práctica.

—Hasta la humildad desproporcionada es castigada —agregó con una sonrisa.

Era el refrán del padre Cleonzio. Iraíla debió pensar que se trataba de un decreto preventivo impartido desde el Vaticano, para que los eclesiásticos lo divulgaran.

—¿Le harías un favor a este clérigo achacoso que lo martiriza el dolor en las coyunturas?

—¿Qué sería, Señor?

—No espero escuchar la música para que Dios alivie mis dolencias con tu canto. Pero sí, quiero escuchar la voz que hace milagros al cantar, para deleitar el espíritu en este día tan especial. Un concierto de un tema para un espectador poco habitual. Qué dices...

—No sé qué cantar, Señor.

—Claro que lo sabes. Sólo canta. No tiene que ser una canción especial.

El Papa asumió la postura de rezo con las manos, y enclavó la mirada en el rostro de Iraíla que comenzaba a fantasear con las facciones como si orquestara los movimientos con la voz. La canción de ópera brotó de su garganta hilvanada de júbilo. Cerró sus ojos para sentirla viva. Sus delicadas manos la adornaban con movimientos sencillos que parecían de ballet. El canto se esparció a lo largo de la estrecha sala Concistorial, y se propagó entre las demás salas como el fantasma lírico de una voz muerta, ahora resucitada.

Lo que el Papa no esperaba, sobrevino. De pronto, la voz onduló mágica entre los violines que sonaron de la nada, y los demás instrumentos se integraron acertados, cada vez más robustos, hasta hacer estremecer el largor de la sala con la voluntad de una sinfónica, que producía notas líricas convertidas en aves y esparcidas sobre el salón. Volaban batiendo sus alas para crear más música y acariciarlo todo.

Desde la distancia, algunos clérigos curioseaban al imaginar que le habían llevado un concierto privado al Papa. Quedaron boquiabiertos al no ver nada.

En el aire, a lo alto de la sala, el Papa pudo apreciar las imágenes de algunos ángeles que volaban. Ella no pudo verlos. Su hermana Alix estaba en lo cierto.

—Eres una bendición, Iraíla —dijo sin dejar caer la mirada, y por fin, su rostro dibujó la sonrisa olvidada en el tiempo.

Conmovido, predijo lo que ocurriría en la misa del día domingo en la plaza de San Pedro. Le pidió a Iraíla que lo acompañara en el balcón de las bendiciones durante la festividad, con la solemne petición de que cantara. Una solicitud que no desaprobó. Ella, a cambio, aprovechó para contarle sobre el delicado estado de salud de su amigo, a quien no podría ayudar por su ausencia.

—Lo tendré en mis oraciones cuando ore a solas con el Señor —dijo el Papa.

—Un favor más, Señor. No quiero ser una oportunista, pero le prometí a mi amiga Saray que lo saludaría de su parte. Y no quiero mentirle a mi regreso.

—También estará en mis oraciones tu amiga Saray. Tus amigos, son amigos de la iglesia, Iraíla.

—Gracias.

Iraíla se sintió agradecida al escucharlo, y quedó confiada al imaginar, que una solicitud personal del sumo pontífice, sería considerada por Dios. Sus dos grandes amigos estaban en buenas manos. Ya era así desde las suyas. Lo vivido durante la audiencia, y el perturbador ingreso, fue más que una razón para autorizar el traslado a una de las habitaciones del palacio Vaticano, que incluía a sus padres. Una enorme prueba para Jan Willevark, que ahora tendría que lidiar con más santos de los que cabían en su cabeza.

Iraíla ya no saldría de allí hasta después del día domingo. Era lo que se suponía. Ese mismo día en la tarde, sus padres tuvieron que lidiar otro ingreso con menos aspaviento.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro