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Capítulo 44

El día miércoles, sería utilizado para explorar la ciudad del Vaticano. Luego de una fresca madrugada y un suntuoso desayuno estilo buffet, Leilius los condujo al interior de los museos y galerías pontificias. Fue una plácida visita de dos horas para homenajear el arte.

Prosiguieron a la Capilla Sixtina. El mural sobre el juicio final lucía expectante en el altar, que la mirada desorbitada de Jan Willevark, lo recorrió hasta quedar anclada en la puerta que da acceso al infierno.

¿Alguna premonición para su vida?

La plaza de San Pedro lucía colosal, simbolizando el puerto de la cristiandad, con el pescador de Galilea atento en su mansedumbre eterna, que inquieto y gustoso, desde la basílica, lanzaría la red de pesca, para atrapar la mayor cantidad de peces humanos para ofrecerlos a su creador. Ya la visitarían con detenimiento el día de la misa...

En la basílica de San Pedro, el guía Leilius encumbró la oratoria con justa razón, en la majestuosa Piedad de Miguel Ángel.

«...Un suplicio simbólico de consagración maternal que eriza las arterias del corazón y acalla hasta los mudos», concluyó.

Fue la síntesis de la retórica. Con los cinco sentidos enervados, el sexto sentido de la intuición en trance, y un séptimo en proceso de despertar por la pasión simbólica de la escultura, a Gisele le llegó un molesto temor de imaginar a su hija Iraíla, en los brazos del Papa, igual de moribunda.

Jan Willevark, estaba impresionado con cada estatua decorosamente ubicada en la catedral. No había forma de comparación con los bocetos de estatuas guardados en su cerebro. Allí jamás las encontraría. Estas eran de otro mundo. Una compleja realidad para su creencia religiosa que le hacía suponer la existencia de otra vida o la perfección de ésta en la perpetuidad.

Despertó de la hipnosis, al verse convertido en un usuario del castillo Sant Angelo. Recorrió el camino hasta allí, sin darse cuenta, que no escuchó una sola palabra de la última explicación del guía, ni atendió el rezongo de su esposa, porque la mortificaba el calzado nuevo que ya le había sacado un par de ampollas.

El castillo se erguía respirando en el semblante de la ciudad del Vaticano, como una enorme, misteriosa y sugestiva mole de roca trituradora de tragedias, que atrapó el pasado entre sus muros. Tan pronto se enteró de algunos detalles pecaminosos que no obvió Leilius, los miedos despertaron en la fragilidad de Gisele, que ya no se concentraba al recordar la soledad de su hija, sintiéndose culpable, tanto por el abandono en la hostal, como por la preocupación que estaría viviendo. La enfermedad de su amigo y la tensión por la pronta audiencia con el Papa, reclamaban su amor. La premura los retornó hasta el Palacio apostólico Vaticano.

—Esta es la residencia oficial del Papa ­—fue lo que le escuchó decir al guía.

Le echó una ojeada desde afuera a la espera de alguna bendición sagrada para su alma en pena. Los nervios por lo que pudiera acontecer aquel día viernes, le estaban anudando los tendones en el cuerpo. Era ahorrativo hablar de una dolencia muscular cuando las tenía todas.

—Este complejo edificio —añadió Leilius—, comprende: el Apartamento Papal, los museos vaticanos que ya conocen, y la Biblioteca Vaticana... Cuenta con un millar de habitaciones, que incluye la célebre Capilla Sixtina con los frescos de Miguel Ángel y las estancias de Rafael —concluyó.

No había duda que lo tenía memorizado tal cual lo cuentan los libros. Cuando Leilius mencionó la palabra «biblioteca», a Jan se le encendió una luz opaca en el cerebro.

—¿Sabe usted, Leilius, si al Papa le gusta la lectura? ¿Qué libros lee? ¿Con qué frecuencia lo hace?

Daba la impresión de que buscaba un tema sobre lo que no supiera. Algún tipo de vergüenza ajena le debió doler al advertir la facilidad con que se expresaba, y la seguridad con que manejaba la información.

—Puedo asegurar que Leilius es una biblioteca errante y laboriosa. Fue la humilde apreciación de Gisele, que pareció salir en su defensa.

—En primer lugar, señor Jan —inició la explicación—, la lectura es un dinosaurio en el siglo XXI. Es desconsolador sentir que el conocimiento a través de los libros, sea una penuria o una molestia que incomoda. Quiero imaginar que se trata de físico pánico por temor a que los demás se enteren que no sabemos leer. La lectura no es la pronunciación continua de caracteres alfanuméricos que vierten desaforados de nuestros labios. Es algo más complejo que debemos confrontar y hacernos a la idea de que es simple. La lectura es interpretación y análisis, así como el amor, es más que sexo.

Jan Willevark agrandó los ojos y su esposa sonrió. El guía Leilius prosiguió:

»El universo de la ignorancia es infinito y la cultura navega en su marea. Si cada que alguien donde quiera que esté, o cada que alguien respire y de inmediato piense en combatir esta realidad al abrir sus ojos, será menos el peso de este dolor, así tengamos que soportarlo algunos siglos más. Lo ideal, es traspasar la barrera del desconocimiento y ser conscientes, que siendo nuestro cerebro una esponja prodigiosa, la vida que se nos ha encomendado no alcanza para satisfacerlo. De ahí que seamos selectos para alimentarlo. Lo tedioso, es aceptar que poco sabemos o que nos equivocamos. Lo imperdonable, es sentirnos satisfechos.

Para ese momento, Jan estaba arrepentido de su atrevimiento.

»Aunque es probable, que la ignorancia tenga sus ventajas, señor Jan —prosiguió—. El hecho de no saber sobre algo o sobre muchos temas, no puede ser interpretado como una vergüenza que corroe el espíritu. La ignorancia es parte del proceso de aprendizaje. Pero sí debe dar vergüenza cuando por tradición o por costumbre, actuamos siendo persistentes en la ignorancia y nos valemos de ella para contradecir tratando de convencer con lo que se desconoce. Más vergüenza aún, no hacer nada para remediarlo. Hay que ser cautelosos con la ignorancia, y sumamente sabios, para no encubrirla con la mentira.

Eso fue todo.

Después de aquello, Jan habría preferido no preguntar. Al final de cuentas, no se enteró si el Papa leía o no... pero prefirió dejarlo en la incertidumbre que recordarle la pregunta. Era posible que la respuesta estuviera allí, inmersa en la oratoria, y al insistir en ella, evidenciaría el tamaño de la ignorancia que Leilius sutilmente describió. Fue preferible decir:

—Estoy de acuerdo contigo, Leilius.

A Gisele le pareció graciosa la actitud que no disimuló la diminuta risa. Luego, una rápida mirada al reloj, le avisó, que no había tiempo para ensimismarse en la solemne biblioteca. La necesidad de ver a su hija Iraíla se convirtió en su mayor interés. Se dirigieron a la hostal, y el guía Leilius, luego de despedirse, condujo su vehículo directo a Roma.

No era complejo imaginar entre los resplandores del desconocimiento, que en la biblioteca vaticana, dormía un museo de manuscritos atesorados como biblias de silencio, en la abstracta forma de pecados ocultos.

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