Capítulo 43
Día martes. La audiencia con el Papa era en tres días: viernes en la mañana.
Jan y Gisele descansaron plácidos durante la noche; respiraron el aroma místico de la hostal con sus olores de acacias, y en la madrugada, el entreverado aroma de los alimentos que les despertó el hambre.
Iraíla no tuvo la misma sensación de placidez, cuando la atormentaban dos sucesos: la suerte de su amigo Antoon, y el día de la audiencia con el Papa.
Había tiempo para conocer parte de la historia del Vaticano y de Roma. Contaban con un guía que les haría fácil la tarea, pero Iraíla no tenía el entusiasmo para repetir el drama del aeropuerto. El fin de semana dependía de su estado de ánimo y la audiencia.
Sus padres aprovecharon ese tiempo para no desperdiciar el guía. No fueron avistados en el aeropuerto caminando casi en sus zapatos, que difícilmente serían reconocidos e importunados. Para los demás, eran parte de los demás que buscaban la oportunidad de conocerla.
Vestidos con ropa casual para vacaciones en un día de veraneo social, y cada uno armado de documento en mano: Gisele, con la guía de la geografía de la ciudad del Vaticano, y Jan, con la guía turística que contemplaba el mapa integrado de Roma y el Vaticano, se dejaron absorber por la ciudad eterna, con el entusiasmo de aprender a congelar sus propias ruinas para que no les pasaran los años.
El guía Leilius, ajado por el tranvía del tiempo pero lúcido, gallardo, con voluntad de aventurero, versado en la historia de Roma, y santificado en los pormenores de la Ciudad que alberga el centro milenario de la cristiandad, por la herencia histórica de sus abuelos que formaban parte de la geografía humana del Estado del Vaticano, inició la cátedra del por qué viajar a Roma.
Convirtió la lengua en una nave para transitar a través del tiempo, y se deleitó entusiasmado, por una vez más, al explorar la historia vivida en los recuerdos. El júbilo literario comenzó con la leyenda de Rómulo y Remo para luego enfrascarse en el imperio romano, y en cuestión de una hora, digerir cinco siglos de historia documentada saltando de emperador en emperador, medio siglo antes, y cuatro y medio después de Cristo.
Visitaron las basílicas de San Pablo Extramuros, de San Juan de Letrán y de Santa María la Mayor. Gisele abrió su corazón en cada altar y elevó sus oraciones al patrono para que intercediera por su hija en su labor misional de hacer milagros. El semblante le quedó iluminado por los rezos.
A Jan no le hizo gracia y sintió escalofrío, cuando era un crítico empedernido de los santos, que por accidente durante la niñez, tuvo la oportunidad de conocer en la parroquia de su barrio un día de procesión, al curiosear debajo de sus vestimentas, y ver como el cuello del santo iba unido desde los pies por un palo, sin extremidades completas, que simbolizaba una especie de árbol vestido. Las terminaciones de las manos sin brazo, codo y antebrazo, y las terminaciones de los pies sin cadera, muslos y rodilla, iban unidas como ramas secundarias. La cabeza era lo único rescatable de su cuerpo.
Eran las obras de arte de otros tiempos que debieron ser donadas a un museo. Fue el hazmerreír de su familia cuando lo consultó a su padre en la hora menos debida en la que todos compartían en el comedor, que en una carcajada interminable, con el eco orbitando en su cerebro y perdurando con los años, le dijo con su habilidad de bufón:
«La cabeza es lo único que queda después de tanto ayuno y sacrificio para que lo recuerden eternamente. Esa es la dicha del santo».
Una marca imborrable que llevaría hasta el último día de su vida.
El amor de Gisele fue el único motivo para acceder a casarse por la iglesia. Después, ninguna ceremonia religiosa lo sedujo.
Gisele, satisfecha, y Jan, saturado con los monumentos, anduvieron por plaza Navona y Campo dei Fiori, donde Jan, enamoró de nuevo a Gisele con un bouquet de lirios rosados y rosas rojas, y un exquisito plato de bresaola, que no era otra cosa que carne de ternera curada acompañada de vino, y amenizada con buena música, en una de sus terrazas.
Lesliu disfrutó de un postre y Jan de una cerveza fría. Atraída por los mercados callejeros, que sobreviviendo en el tiempo difieren de la caótica escenografía de otrora, Gisele se estacionó en uno de los puestos dispuestos sobre una de las tantas calles de Roma, inundada de mercadillos, para comprar reliquias y recuerdos que llevaría de regreso a su tierra, junto con algunas botellas de limoncello, y vinagre.
Jan aprovechó para consultarle al guía sobre las reliquias de licor... Y como un buen amante de las pastas, las enemigas número uno de su esposa, se deleitó comprando de todos los tipos, olores y sabores. Ya buscaría el tiempo para prepararlas en su casa.
Con el estómago satisfecho de la gastronomía romana, se sumergieron en la galería Borghese y algunos de los museos capitolinos ubicados en la plaza del Campidoglio.
Motivados por la retórica del guía Leilius, sus espíritus emocionales asumieron la actitud de exploradores y se sumergieron en la Cripta Balbi, haciendo un recorrido por las excavaciones realizadas, que compararon con las excavaciones en sus cerebros, para saciar la curiosidad en un día... El turno fue para el Panteón de Agripa, que mantiene su esplendor como un adolescente que no pierde su energía por más que se desgaste entre el sueño y la vigilia.
Los alrededores estaban repletos de gente joven, que por primera vez en varias horas, hizo que Gisele se acordara de su hija.
«¿Qué será de Iraíla?», le preguntó a Jan. No se enteró por estar deleitando la vista con lo ajeno.
El viaje turístico los llevó a las catacumbas de Roma... De nuevo estaban espolvoreados de antigüedad y de historia, que les quedaron las ideas apelmazadas en el tiempo.
Gisele ciñó su estómago para insinuar que era hora de consentir su propio coliseo digestivo. Hicieron un alto en el camino para tomar un aperitivo vínico con todo tipo de comida para picar. «No fue mala la idea», se leyó en las contorsiones inequívocas del rostro de Jan, que se exageró con el vino y con la comida. Más tarde le tocaría saborear un paliativo.
Luego del exquisito momento, se dirigieron al coliseo romano como el principal atractivo turístico de Roma, que los hizo retroceder más de dos mil años para escuchar los gritos de las ejecuciones, y el chirriar de las espadas en los clamores de los gladiadores. Leilius fue el médium, que al verlo dramatizar una especie de escena aterradora, los puso a conversar con los cadáveres dormidos en el tiempo. Gisele estaba segura que escuchaba voces del más allá...
Sus ánimos alterados debieron reposar, y qué mejor sitio para hacerlo que disfrutando de la exposición de obras de arte en el palacio Venecia. Fue la sugerencia de Leilius. Gisele puso cara de enfado que hizo resplandecer las piedras ornamentales de sus ojos, advirtiendo, que ya estaba harta de tantas antigüedades, y presuponía un renacer para lo que quedaba de la tarde, que ya era casi de noche.
Un tema delicado con el que se puede astillar la sensibilidad de una mujer, que evoca el pasado sin arrugas ni canas, y suspira con la eterna juventud, añorando un día que no tenga horas. La cátedra del renacimiento debió ser teórica y rápida.
Y cómo el tiempo es escaso, retornaron al hotel salpicados de arqueología, antropología, historia, geografía, humanidades, arquitectura, gastronomía y fatiga. Fue este último campo multidisciplinario en todas las áreas, el que los condujo directamente a la cama después del baño.
El guía Leilius se despidió algo molesto. La reacción de Gisele sobre las antigüedades, lo tomó de manera personal. Ya tenía sus años.
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