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Capítulo 42

El vuelo era a las dos de la tarde. Debían de estar con una anterioridad de tres horas por tratarse de un vuelo internacional. Las mismas que se hicieron eternas.

Olvidó pedirle el número de celular a Abigaíl. A don Ezequiel, no se hubiera atrevido. Ya en el avión, con el pensamiento firme en Antoon, no tuvo más regocijo que rezar y cantar para sus adentros, a la espera de que el canto, fuera el fármaco telepático que le salvara la vida.

Fueron ocho largas y extenuantes horas que incluían: desplazamiento local, tiempo de espera en el aeropuerto, chequeo de equipaje, vuelo, caos de farándula y traslado al hotel.

Iraíla y sus padres no contaban con que el aeropuerto se convirtiera en una sucursal de la plaza de San pedro, aunque con menor capacidad para albergar los fieles.

Tan pronto descendió del avión, ya había sido identificada. Cientos de feligreses corrían despavoridos como si hubiera llegado el ídolo de la farándula. Siendo una situación desprevenida, la guardia del aeropuerto no tenía la capacidad para controlarlos. Fue la magia de los medios de comunicación la causante del disturbio emocional. Desde el Vaticano, algo sospechaban antes de su llegada, y enviaron cuatro integrantes de la policía militar que se convirtieron en sus escoltas. Estaban allí esperándolos.

La bienvenida, más que acogedora, fue perturbadora. Era la antesala para lo que habría de venir.

Iraíla quiso atrapar un poco de viento con las manos para llevarlo al rostro. El verano calentaba con su hornilla de fuego seco. La única frescura, era el silencio interior, que ya se alteraba cuando comenzaba a perder los estribos.

A muchos se les ocurrió pensar que con sólo tocarla, tendrían la dicha de sentir la virtud milagrosa de su cuerpo. Jan Willevark ya comenzaba a fastidiarse. Y Gisele gesticulaba tratando de no perder el rastro de su hija. Los dos quedaron inmersos entre la muchedumbre. Fue suficiente para que los escoltas se esforzaran en protegerla. Y los que la sentían inalcanzable le pedían que cantara. Sobresalió entre las voces lanzadas como dardos de todos lados: «canta bella donna». Por lo visto, se estaba convirtiendo en el eslogan de las necesidades.

Un suceso extraordinario iba en apogeo, y quien no estuviera enterado de lo que pasaba, podía asegurar que se trataba del mayor evento deportivo del siglo. Ni las mejores divas de la música en todo el planeta reunidas en un solo concierto, crearían tanto alboroto.

Hasta sucedió que un fanático católico italiano, aprovechara el momento para gritar a los cuatro vientos: «La seconda venuta di Cristo è confermata». Una profecía que pudo ser el detonante inmediato de una discordia religiosa, cuando otras naciones y sus creencias, ansiaban la llegada del supremo. Cada una en su territorio.

Si Holanda era vista con resentimiento con el drama de Iraíla, ¿imaginan lo que ocurriría con la llegada de Cristo al Vaticano?

El suceso conllevó, a que la familia tuviera que soportar dos horas más en el aeropuerto, antes de su traslado a la ciudad del Vaticano, para el alojamiento.

El cerebro anestesiado de Iraíla con el paso de las horas, los pensamientos sudando fiebre con la última imagen de Antoon en la habitación, la soledad obligada de sus sentimientos, el miedo de pensar en la muerte, la distancia lastimando con su estaca de indiferencia, y la necesidad de escucharlo convertida en prohibición por el alejamiento, le tenían el alma acobardada. Todavía faltaba un malestar para completar el día.

A la distancia, un poco retirado del tumulto, alcanzó a ver la alevosa figura del padre Odulfo. Estaba a la espera de que lo recogieran. Portaba una maleta grande que indicaba algunos días de vacaciones. Sólo eso faltaba. Recordando su comportamiento pasado, Iraíla supuso que sería la piedra en el zapato.

—No puedo creer que lo hayan invitado —musitó pensativa.

Una procesión interminable de vuelos desfilaba en el aeropuerto.

Acosada por los pensamientos, Iraíla observó el reloj de pulso, y por un instante se olvidó que estaba en tierra ajena. La necesidad de verlo transformó el aeropuerto en el hospital, y cada joven que transitaba era un Antoon. Las voces se convirtieron en frases médicas, y los altoparlantes no anunciaban la llegada ni la salida de vuelos, sino, la presencia de un médico en alguna de las habitaciones.

Debió cerrar los ojos por un momento para resetear los temores infundados con la ausencia y la enfermedad de su amigo.

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