Exactamente la noche anterior al vuelo, el miedo por lo que podría pasarle a su amigo en el quirófano del hospital, a quien consideraba su novio sin que se lo hubiera confirmado a él ni a nadie, y el miedo por lo que pudiera pasarle a ella en tierra desconocida, se forjó en una horrenda pesadilla al verse en medio de ángeles y demonios que se la peleaban.
Parecía una estrella de cinco puntas: manos, pies y cabeza. Suspendida en el aire, cada quien tiraba de una extremidad mientras ella cantaba ópera. Antoon tocaba el piano; era mitad ángel y mitad demonio. Y cuando llegó al final de la canción en un sonido agudo y perfecto que se transformó en un grito terrorífico, había levantado con brusquedad la espalda de la cama, y le corría un sudor frío por el rostro, el cuello, y los hombros que tenía descubiertos. Hasta la ropa de dormir estaba sudorosa.
Jan Willevark no demoró en llegar y la cobijó con sus brazos para protegerla de todos los demonios.
A la mañana siguiente, Iraíla se levantó temprano. Era lunes. El día del vuelo. Había dormido con su madre en la cama, y su padre lo hizo en el sofá de la sala de televisión que trasladó al dormitorio. Interpretaron la pesadilla, como un miedo conjugado en dos verbos: cantar y rezar. Ella cantaría en el Vaticano y rezaría por su amigo en el hospital. No era tan simple.
—Apúrate, hija, la mañana es humo cuando tienes el tiempo medido —voceó su madre después del desayuno.
La respuesta fue el sonido de la puerta al cerrarse. Gisele y Jan terminarían de hacer las maletas, mientras Iraíla, visitaba a su amigo Antoon en el hospital. El vuelo de la cirugía despegaba primero y quería estar allí para despedirlo.
En la habitación, luego de un beso de menor intensidad que el de días atrás, Antoon tomó una libreta de su tía que estaba sobre el nochero, escribió la palabra AMOR en una hoja y la puso en frente suyo para que la leyera.
—¿Y eso, que significa? —preguntó.
—Yo te declaro mi amor, y tú te vas para Roma —dijo sonriente, procurando olvidar el malestar en la cabeza que se incrementaba cada minuto.
—Lee la palabra de izquierda a derecha y luego al contrario —añadió.
—AMOR... ROMA. Tienes razón —dijo.
Una sonrisa de nostalgia se recreó en su rostro, y luego, la nostalgia devoró a la sonrisa. El instante se tornó en amargura.
—Desde que te conocí, Iraíla Willevark, te convertiste en mi más placentera vocación —dijo.
—No quiero ir —comentó ella.
—Debes ir. Estaré bien...
—¿Cómo saberlo? —cuestionó.
—Si tú estás bien. Yo estaré bien —explicó.
—¿Te duele demasiado?
—Si te veo... no hay dolor.
—Entonces... debo quedarme.
—No te estaré viendo durante la cirugía.
—¿Y... si no nos volvemos a ver?
—¿Por qué lo dices?
—No sé... sólo se me ocurrió.
Hubo un momento de silencio. Antoon la tomó de la mano y la atrajo hacia sí.
—Puedo escuchar y sentir el sonido que emite tu corazón y que atrae... flor Iraíla.
—No estamos en el jardín de tu casa —respondió.
—Eso no significa que no seas una flor. Y que no te pueda besar.
—Tampoco estamos sobre una montaña de cartas —recordó.
Sus labios susurraron una especie de beso que no se hizo posible al ingresar la enfermera. Tenía el aspecto de una mujer consagrada y fatigada, a menos de cinco años de la pensión.
—Tendrán que dejarlo para después. No querrás crearle una hemorragia a su cerebro, jovencita —comentó.
Los dos rieron con timidez.
Antoon fue preparado para la intervención. Y mientras esto ocurría, los síntomas aligeraban el paso.
—Tengo la pierna paralizada —dijo—. No la siento.
Y casi simultáneamente...
—¡Oh, por Dios! —exclamó.
—Veo que no puedes controlar tu vejiga —comentó la enfermera. Antoon desvió la mirada de Iraíla oculta en un sentimiento de vergüenza.
Abigaíl llegó acompañada de Ezequiel que estaban en la cafetería, y se enteraron de los últimos sucesos. El tiempo escaseó para despedirlo y debieron conformarse con un ligero apretón de manos. Salieron afuera de la habitación para observar cómo se alejaba sobre la camilla a lo largo del pasillo. Su padre y su tía, lo bañaron en bendiciones desde la salida de la habitación. La última que lo despidió al final del pasillo, fue la bendición de Iraíla lanzada en forma de beso desde la palma de su mano.
—Regresaré pronto. Lo prometo —dijo para ella. No demoró en ser llevado al quirófano.
Se despidió afanada por la excusa del viaje. Se dirigió a la salida del hospital con aquel beso de despedida huérfano en sus labios, y un nudo en la garganta a punto de estropearle las cuerdas vocales. Llevaba prisa y el corazón acelerado. En la primera sala de visitas que se encontró en uno de los pasillos, hizo parada y se acomodó en una silla con las manos sosteniendo el rostro, para evitar que cayera junto con las lágrimas que se hicieron sonoras. Finalmente logró desahogarse. La razón y el corazón estaban en vilo.
Con el tiempo medido y sin quien la consolara, luego de observar la hora en su reloj de pulso, decidió que era tiempo de ir a la casa, para los últimos ajustes y el desplazamiento al aeropuerto. Pero al llegar a la puerta principal del hospital, se encontró con su amiga Saray que estaba al borde de un colapso físico.
—¿Qué haces? —dijo al verla jadeante, con las manos apoyadas en la cintura y el cuerpo arqueado.
—Pensé que no llegaría a tiempo... Te llamé al celular, pero como cosa rara... se va al buzón. Parece que lo tuvieras configurado para rechazarme.
—No seas tonta.
—Tu madre me dijo que estarías acá. ¿No pensabas viajar sin despedirte?
—Regresaré en una semana, amiga. Pensaba llamarte camino al aeropuerto.
—¿Y cómo está Antoon?
—Acaba de ingresar a cirugía...
—Todo va a estar bien, amiga. Despreocúpate si los milagros no alcanzan. No es tu tarea administrarlos. Allá ellos... que se los repartan. Tampoco es tu deber salvarlos a todos. Sé una virtuosa con lo que sabes hacer. Pero regresa... Te estaré esperando.
Había superado la fatiga. Se acercó a Iraíla y la abrazó un largo momento.
—Saluda al Papa de mi parte, así poco le importe quien es Saray Guindergolf —añadió.
—No seas ridícula. Sabes que te quiero.
—Sólo regresa. ¿Si? También te quiero.
Desanudaron el abrazo y se marcharon a sus destinos.
Iraíla lo prometió, pero no le dijo de qué forma lo haría. Era un designio por fuera de este mundo que ella misma desconocía.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro