Capítulo 37
Muy temprano, Abigaíl llegó para regar las plantas. Fue esa la excusa, para que su hermano aceptara levantarse con el canto de los gallos en la casa rural de su primo. Debió imaginar, que los dos jóvenes capullos estaban juntos, y necesitaban riego. Era la dueña de las llamadas perdidas. Nueve en total.
Siempre adoptó el papel de tía, pero en realidad, era su madre. No la madre que algún día soñó ser en alguna comunidad religiosa. La madre emocional que lo vio crecer, y estuvo a su lado desde los primeros meses de nacido. Con la muerte de su cuñada ocupó ese rol maternal para apoyar a su hermano.
No había imaginado cambiar el hábito, la repartición de hostias, el rosario de todas las tardes, el ayuno programado y el retiro espiritual por unos pañales, un biberón, un babero, algunas trasnochadas, las alergias, el pediatra, demasiado cuidado y mucho amor. Una rara tarea para su estilo de vida que se convirtió en su nueva vocación, y fue mutando con las nuevas edades de Antoon, y las nuevas responsabilidades de la época.
Sentía la enorme satisfacción del deber cumplido, cuando ya le había dedicado a Dios un tiempo sagrado de sus años. No dejó de hacerlo, aunque no con la misma intensidad cuando tenía otras prioridades de distinta naturaleza. Ezequiel, en su momento, pensó en contratar una mujer joven para su cuidado.
Pero fue Abigaíl la que insistió en hacerse cargo, al suponer el desenlace con la señora del servicio en una edad avanzada. Era más que suficiente en la casa. Fue su argumento. Jamás imaginó que aquel sacrificio fortalecería su relación con Dios, al pensar que habría un distanciamiento que podría terminar en un divorcio. Y jamás imaginó, que le brindaría la inexplicable felicidad de conocer a una santa en vida. Así es el destino cuando todo está escrito.
Ascendió las escalas y llamó a la puerta con dos toques suaves. El susurro interior de dos abejas le indicó que estaba en lo cierto. Había un secreto para guardar. El aseo de sus cuerpos demoró mientras cavilaban la sutil excusa. Antoon estaba indignado.
—Se suponía que llegarían en la tarde —le susurró una vez más a su amiga.
—Nos toca enfrentarlo, Antoon De Brouwerinn. No seas cobarde, que estoy más asustada que un conejo en una madriguera de lobos. Se supone que yo esté en mi casa. No acá.
Ezequiel llegaría más tarde. Luego de dejar a su hermana en la casa, quiso aprovechar la mañana para hacer revisar la camioneta en el concesionario. Durante el viaje de regreso la sintió mecánicamente quejumbrosa.
Era complejo evadir la presencia de Abigaíl cuando debían descender las escalas, y desconocían en qué parte de la casa se hallaba. Imaginaban que Ezequiel, estaría abajo esperándolos. Tanto dulce de la noche les produjo agriera.
—Buenos días Iraíla —saludó efusiva—. Tu padre no se encuentra, Antoon. Sería bueno que desayunaran antes de que llegara...
Antoon asintió con timidez. Jamás imaginó que su tía, convertida en su madre, le patrocinara su arrebato emocional. Iraíla, apenas pudo mirarla de reojo.
Al verlos como un par de crías aterradas, Abigaíl fabricó una sonrisa guasona en los labios. Ni siquiera se sintió molesta luego de saberlo. No había experimentado ese tipo de emociones antes de consagrarse a la vida religiosa. Pero sabía que las épocas eran distintas.
Tal vez, al recordar el interés de Iraíla en el hospital con sus preguntas necias, su interés y dedicación sin conocerlo, que revelaban algún tipo de enamoramiento, y su sacrificio para retornarlo de su estado vegetativo, consideró que era un pago justo para sus emociones, que saboreara la frescura del vegetal, ahora animado, que conservó con sus deseos y atrevimiento juvenil.
Tenían una enorme culpa dibujada con suma profundidad en sus inocentes rostros, que ya habían perdido la castidad, pero era demasiado prematuro para reconocerlo. Luego del desayuno y una mudez impresionante al compartir la mesa con Abigaíl, Iraíla se despidió. No estaba dispuesta a afrontar la mirada cuestionadora de Ezequiel. Antoon la acompañó a tomar el bus. La expresión de su rostro, indicaba que el malestar pulsaba en su cerebro.
Durante el viaje a casa, meditó sobre lo ocurrido recostada en la silla del microbús, junto a la ventana, con la mirada diluida en el espacio exterior a través del vidrio, viendo sin ver, cuando la lucidez andaba en trance y sus pensamientos estaban suspendidos en una encrucijada emocional. No dejaba de pensar en su amigo.
Una risa delgada le adornó el rostro al recordar su enorme preocupación, cuando sospechó la presencia de Abigaíl acompañada del padre de Antoon.
También recordó a su abuelo, que solía molestarla con el refrán pendiendo de los labios cada que se carcajeaba en su soledad: «Quien a solas se ríe, de sus picardías se acuerda». Esta sería una travesura que llevaría hasta el último de sus días, y más allá. Al llegar a su casa, fue directo al dormitorio y le colocó un mensaje de texto a su amigo: «¿Qué ha sucedido?». No hubo respuesta, y a cambio, sonó el celular.
—Nada... —respondió—. Estoy encerrado en el dormitorio. Trataré de evitarla. Quien sabe hasta cuándo... Debiste cantar antes de irte...
—No seas tonto. Debes hablar con ella.
—¿Y qué le diría? Sí tía. Tu sospecha es cierta... le hice el amor a Iraíla. Cómo si no lo supiera.
—Ese no es el punto. Puede pensar que traicionaste su confianza. Al menos, podrías disculparte por ello.
—No pienso hacerlo, Iraíla. Creo que fingiré un estado vegetativo por si viene a buscarme.
—No puedo creerlo, Antoon. ¿De verdad, prefieres una especie de muerte que afrontar un hecho natural?
—Diría... que es una buena estrategia. Vienes. Cantas. Yo despierto. Y mientras... tú hablas con ella.
—Reitero que eres un cobarde, Antoon. Mañana hablaré con tu tía, sin que tenga que armar toda una escena de teatro.
—¿De seguro lo harás?
—Sí. Lo haré. Prefiero mirarla unos minutos a la cara y sonrojar, que evadirla todo el tiempo.
Se despidieron luego de recrear lo sucedido, y reír.
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