Capítulo 36
Día sábado. El sexto de los catorce que faltaban para el viaje. Cual si estuviera previsto para aquel día, Ezequiel y Abigaíl, viajaron en la mañana para visitar a su primo Hazbe, que estaba convaleciente y vivía en la parte rural del municipio de Nimega, en la provincia de Güeldres.
Al mediodía, Ezequiel llamó a su hijo, para comunicarle, que no llegarían hasta el siguiente día en horas de la tarde. La visita se extendería entre otros familiares que hacía tiempo no frecuentaban.
Antoon aprovechó la situación e invitó a Iraíla a su casa. Tenían varias opciones para distraerse. El sexo no estaba entre ellas. La convenció de que pidiera permiso para quedarse esa noche. Conociendo a la familia de Antoon, Gisele accedió, cuando no había de qué preocuparse. «Le hará bien para olvidar esos ocho días vividos en la clínica de reposo». Fue el argumento para convencer a Jan.
Cuando llegó Iraíla, le entregó un hermoso tulipán después de un beso. Era el anzuelo de la seducción que le insinuó una noche espléndida. «Una flor para otra flor», dijo.
—¡Qué bello!... el tulipán —aclaró.
Su amigo interpretó la tonada de una mueca alegre.
La mano derecha cargaba el tulipán. Iraíla enredó los dedos de su mano izquierda con los dedos de la mano derecha de su amigo. Observó a su alrededor, y sintió un vacío que inundó su espíritu. Era un vacío insondable, donde cualquier pensamiento desprendido habría de perderse. Prefirió no pensar. La libertad se sintió aletear en el ambiente espiritual de la casa. La recorrió con la mirada y vislumbró detalles que antes habían pasado desapercibidos.
«Qué hermosa pintura. No la había visto», comentó. «Lleva quince años allí» respondió Antoon.
Por vez primera, sintió que estaba en su casa. No en la casa de sus padres ni la casa de los padres de Antoon. Era su casa. Así lo intuyó con la razón del corazón que comenzaba a recrear las primeras emociones. Antoon se dejó llevar. Era como si después de dilucidar sobre lo que harían, cuando sus miradas se reencontraron, sus cerebros se enteraron que estaban solos.
Se dirigieron hacia el piano en la sala, aunque era lo que menos querían por más que los apasionara. Antoon acercó un banco adicional y se sentaron los dos al piano. Se convirtieron en un solo pianista con la mano izquierda de Iraíla y la mano derecha de Antoon. Entre la suavidad de las notas que sirvieron de introducción musical, Antoon le preguntó:
—¿Cómo fue que inició lo del canto milagroso?
Iraíla retiró su mano del teclado, mientras su amigo tomaba el control para armonizar la respuesta.
—Cuando tenía siete años —inició la historia—, comencé a dar muestras de ser una niña especial, anormal o distinta... No sé cómo llamarlo.
»Tuve un accidente en la escuela con una cuchilla de afeitar de papá envuelta en una servilleta. Se supone que era para botar pero lo olvidé y la guardé en el bolso. Cuando introduje la mano para sacar la lonchera, me corté en el antebrazo. Las niñas de mi salón se alteraron demasiado. Cuando llegó la hermana y revisó mi mano, creyó que se estaban burlando de ella. Yo estaba sonriente. «¿Qué hiciste?». Me preguntó una de las compañeras. Le dije que me había puesto a cantar en voz baja y la cortada se fue cerrando.
»Esperaba que dijera: «¡Dios, es un milagro!». Pero no ocurrió así. «¡Bruja! ¡Eres una bruja!». Gritó tan fuerte que todos se enteraron. Luego, la hermana investigó con algunas otras compañeras y todas coincidieron en que sí me había cortado y que la sangre corría de mi mano. Fue al salón, me sacó de clase y me llevó a la enfermería. Sobre una cortada imaginaria echó solución en espuma para la infección, y luego me cubrió con gasa. Se aseguró de que la espuma sobresaliera por un lado. Debía fingir que la cortada si estaba allí.
»Todavía recuerdo lo que dijo la hermana: «No diré que tienes el demonio adentro para no asustarlas, a cambio diré que no tienes a Dios, que es lo mismo, pero más decente...».
»Me asusté mucho, y no quise volver a cantar en mucho tiempo. Fue mi hermana quien me hizo recuperar la confianza cuando creía ver ángeles danzando en el aire cada que cantaba. Mis padres jamás se enteraron de aquel incidente, porque tan pronto me dirigí a la casa, retiré la gasa. Esperaba encontrar la cortada, pero no fue así. Sola la mancha del antiséptico.
Terminó la música.
Se levantaron y se dirigieron al dormitorio de Antoon para buscar una película. Mientras él escudriñaba entre sus cosas, Iraíla hurgó entre los libros ubicados en el estante fijo en la pared; cincuenta sombras de Grey de E. L. James, le erizó la piel con solamente rozarla. Fue entonces, que todo comenzó como la dulce necedad de un pensamiento obsceno.
—Si bien recuerdo... —inició Iraíla con voz tenue, seductora y lírica—, dijiste que por los besos se desprende el alma y se arranca el aliento... Que es la mejor de las sensaciones... El pasaporte a la muerte y el retorno a la vida... La cuota inicial de una pasión...
Esta última frase la dijeron los dos al unísono.
El tema le hizo olvidar a Antoon lo que estaba buscando, y se acomodó en frente de su amiga, que lucía indefensa como un ave a la que le han cortado las alas. Lo menos que deseaba era volar. Estaba recostada a la pared, a escasos dos metros de la cama. El pequeño escote de la blusa aumentó con afán en la intencionalidad de su amigo, que aceleró la velocidad de los pensamientos. Sus ojos convertidos en lupas, la vieron amplificada en su corazón.
—Que buena memoria —halagó—. Olvidé mencionar, que un beso es un personaje con vida que no merece perderla después de nacer.
—¿Te refieres... a todos los besos?
—No. Claro que no.
—¿Y... cómo distinguir cuáles son esos que no merecen perder la vida?
—No tienes que saberlo. Ellos te lo dirán —respondió Antoon.
—¿Y si no llego al final de los besos, cómo voy a saberlo?
La última pregunta no tuvo respuesta cuando fue clausurada entre los labios. No hacían falta más palabras, bastó con la mirada, la sensualidad de una caricia y el olor de la piel enamorada que le insinuó: «te amo». Fue esta última sensación la que despertó sus instintos. Iraíla no alcanzó a darse cuenta que estaba inmersa en su laberinto. Cuando intentó respirar, ya era víctima de la fatiga. Había perdido la cordura, y en un suspiro ajeno como el viento, desnudó su interior antes que el cuerpo.
La distancia de dos metros hacia la cama se convirtió en dos centímetros. El celular de su amigo repicó, pero su grito se perdió en el vacío inmensurable de sus espíritus.
Antoon se envolvió en su perfume de mujer. Iba decidido a llegar hasta su huerto, descalzo, desnudo y con el alma a cuestas para desmembrarle el amor desde su boca. El verbo de la pasión comenzó a conjugarse entre las sábanas. La orquesta instrumental de sus latidos, se escuchó en el vacío de sus pechos juveniles, que se convirtieron en uno ensalzado de aliento, con sólo un corazón y sólo un alma.
Las ofrendas de sus cuerpos fueron precipitadas entre el fuego de sus años. Antoon le desangró el corazón a besos hasta sentir el clímax socavando el alma. La predicción seductora de una ópera sexual, se escuchó en los gemidos musicales de su amiga, que parecía interpretarla con cada espasmo de pasión, hasta convertir el éxtasis, en música perfecta para la intimidad. El efluvio de su exquisito poder, le arrebató unas notas musicales al desvanecimiento corporal de Antoon, que hacía la segunda voz.
El celular insistía, cuando sus alientos intentaban escalar el precipicio de sus espíritus. Igual se habían desprendido.
El ringtone del corazón no tiene rival. Y el ringtone de sus lamentos apasionados, se escuchó con tal euforia, que sus decibeles ahogarían el sonido de cualquier aparato electrónico. No hubo más llamadas.
Basta con decir que, la sexualidad apasiona hasta al más torpe con su inocente y lacónica intención. Desvela las pasiones, traumatiza a la razón y envenena los sentidos. Su exquisito y penetrante aroma de olor y sabor invisibles, crea un mundo fantástico en milésimas de segundos, que sin la más mínima oportunidad de pensarlo, lo recorres infinidad de veces galopando sobre el lomo agresivo de un orgasmo.
¿Qué joven o adolescente puede contra eso?
La mansedumbre había retornado a sus cuerpos después del clímax. Iraíla lo abrazaba sobre la cama con un lado de su rostro estacionado en su pecho.
—¿Era tu primera vez? —preguntó.
—¿Se notó? —respondió él.
Se escuchó el residuo de un silencio emocionado. El último murmullo de un suspiro.
—También era la mía.
—¿Crees que tu don se pueda afectar por esto?
Iraíla entonó un fragmento de ópera.
—Al menos... todavía canto.
—Suena fantástico y reconfortante.
—¿Crees que enloqueceré si sigo así?
Si continúas empeñada en ayudar a otros con tu canto, vas a morir, Iraíla.
—La muerte, es tan solo una estación donde bajar no quiero —respondió.
—Renuncia a ese don. Si te rehúsas a cantar se irá debilitando con el tiempo. No debes practicarlo con nadie. Eso me incluye a mí.
—Esa es una decisión que no depende de ti, Antoon.
Vocalizaron con sus gestos corporales adormecidos otro momento de silencio.
—¿Sabes que todo individuo es malvado y virtuoso en su existencia? —cuestionó él.
—¿Te refieres al sexo?
—Claro que no.
—¿A qué te refieres?
—Que todo virtuoso tiene algo de malvado en sus acciones, y todo malvado algo de virtuoso —explicó—. Debe aplicar igual para el egoísmo y la caridad. No hay duda de que eres considerada y caritativa, pero debes ser egoísta cuando se trate de tu bienestar. Si entregas todos tus bienes por hacer el bien, quedarás en la inopia. Si entregas todo tu corazón por hacer el bien, ¿qué te queda para seguir viviendo?
—Veo que el sexo te despertó lo filósofo.
—El sexo, mi hermosa Iraíla, satisface el placer carnal y adormece la voluntad después del coito. El responsable de que veamos más allá de ese horizonte de placer, es el amor. No es complejo deducir que estoy enamorado.
Iraíla levantó el mentón y lo miró con ese deseo pasional de imaginarlo eterno.
—Entonces... quiero que siempre mires más allá de este horizonte —dijo. Se apeó de sus labios como una adolescente virginal que ansía ser picada por el estambre de una flor para ser desflorada. No importa cuántas veces. Sus pieles se vistieron de ganas para una nueva escena. Pero tan pronto inició, terminó veloz como el afán, cuando Antoon mandó sus manos a la cabeza. La pasión se desplomó con el susto. Creyó ver que el mundo se detenía y que su amiga Iraíla, se transformaba en una alucinación. Sus gritos eran mudos. De pronto, todo estaba borroso. Debió pasar un buen rato para recuperar la lucidez. Sin embargo, la cefalea se adueñó de su cabeza y crecía descomunal por intervalos de tiempo.
Eran clímax esporádicos de dolor que soportó para no asustar a su amorosa acompañante. Imaginó que Dios lo estaba castigando por su atrevimiento.
Debió serenarla con la valentía de un guerrero en su primera cacería. ¿Cómo? Soportando la tortura que por momentos se olvidaba. Así transcurrió parte de la noche hasta que lo sometió el cansancio. Lo cierto fue que ningún dolor evitaría que la amara.
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