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Capítulo 35

La casa de Iraíla fue visitada por el padre Ceferino, el padre Tiziano y el obispo Godewyn. Eran los portadores de la invitación oficial al Vaticano. Al verla, el saludo del padre Ceferino fue vehemente, como si se tratara de una oveja perdida que vuelve a su rebaño. Por lo visto, no cabía en la ropa por el entusiasmo, al sentirse parte de un acontecimiento mundial, que podría otorgarle de nuevo la gracia particular de presenciar otro milagro nacido de su canto. Uno más, antes de que la muerte lo llevara.

El padre Tiziano fue menos expresivo, pero se le notaba que hervía en ganas de hacer lo mismo. Y el obispo Godewyn, impávido por naturaleza, indicaba el cumplimiento de una encomienda.

Pocas veces se tiene esa enorme fortuna, y menos veces, si en el alma van empaquetadas algunas culpas.

Cómo era de esperarse, Iraíla, siendo menor de edad, debía ir acompañada de sus padres. Una oportunidad que no sonó para nada frustrante en la espiritualidad de Gisele, así en la práctica dominical, se rajara en algunos días al año, pero que igual, no sonó apasionada en la fe de Jan, que toda su vida actuó como la pieza floja en su cerebro.

Por su estilo de vida, pertenecía al porcentaje de los no religiosos de Holanda. Una particularidad que lo diferenciaba del pensamiento de su esposa, pero que no desequilibró las creencias de Iraíla, cuando su formación educativa básica, estuvo fundamentada en una escuela religiosa.

Una espiritualidad puesta a prueba en la convivencia con su hermana Alix, que experimentó feliz como una confusa bendición, reveladora de una verdad profunda de la vida familiar.

No había duda que la amaba y que aprendió de ella.

A Iraíla se le pasó por la mente, que aquella oportunidad, podría estropear su relación con Antoon. No porque no fuera católico, cuando la aventajaba en la práctica y la influencia del hogar. Su temor iba más allá, al imaginar con el pensamiento propio de una joven con ideas de adolescente, que esa supuesta semana en el Vaticano, se convertiría en meses, o quizá, en años de encierro y frustración, para ser escudriñada al dedillo, por los expertos en temas de espiritualidad con el pretexto de sacarle una verdad que no conocía.

Sin temor ni vergüenza, se atrevió a manifestar una solución para su desfachatado pensamiento:

—¿Podría invitar a alguien más?

Sus padres la miraron asombrados, y luego lo hicieron entre sí. Imaginaron que se trataría de Antoon.

—Bueno... no se trata con exactitud de un viaje de ocio —puntualizó el obispo.

Iraíla, sagazmente opinó:

—Imagino el interés del Vaticano, y del Papa, y de la iglesia en general, y quien sabe qué más intereses hayan de por medio. ¿No sería suficiente justificación como para un tiquete más?

El obispo enrojeció.

—No es un tiquete más, jovencita —respondió, insinuando con los gestos que habían otros gastos por considerar.

—No creo que los costos sean más significativos que las intenciones —reprochó—. Si tuviera la oportunidad de hablar con Dios y conocer su humilde opinión, créame que lo consultaría.

Tras el intercambio de palabras con los eclesiásticos, también se le ocurrió de manera atrevida e inocente, sin manifestarlo, que podría ser una oportunidad para que el sumo pontífice bendijera su relación, sin que fuera una situación matrimonial. Así sería menos probable, que pudiera presentarse una ruptura. Una postura típica de un pensamiento nada adolescente, algo más elaborado, como reflejo de una notable madurez forzada en las experiencias vividas.

Si los problemas hacen crecer en lucidez, es evidente que los milagros ayudan a superar todo pronóstico de inmadurez, principalmente, cuando se trata de la autoría compartida con el Ser supremo.

Por su astucia, el obispo Godewyn, se vio comprometido en consultar el tema.

Iraíla había logrado que la curia romana cubriera también los gastos de estadía de Antoon. Recibió la noticia de aprobación dos semanas antes del viaje. La ansiedad la obligó a contarle cuanto antes, y decidió hacerlo el mismo día. Así que, fue a visitarlo. Se aseguró por teléfono de que fuera él quien le abriera la puerta. Cuando Antoon salió a recibirla tras el anuncio del timbre, Iraíla acababa de despedir a su amiga Saray que la acompañó hasta su casa. Tenía una expresión de felicidad que le quedó inmensa a su rostro. Debajo del mentón, a la altura de su pecho, sostenía el sobre con las dos manos que tenía la respuesta de la curia.

—¿Y? ¿De qué se trata? —preguntó.

—¿Quisieras acompañarnos al Vaticano, Antoon De Brouwerinn?

—¡Dios! —exclamó.

Sin pedir permiso ni valerse de ninguna treta como en el jardín, sin más que el júbilo del momento, Antoon se abalanzó hacia Iraíla, la levantó con fuerza desde la altura de su cadera, para dejarla deslizar apacible entre su pecho. Tampoco le pidió permiso a su mirada azul para penetrar en ella. Rieron como un par de jóvenes sin escrúpulos, pero la risa duró, hasta cuando él, quiso callarla con un beso. Fue uno que se extendió como el mar sobre la playa.

Celebraban un motivo religioso, y el beso no correspondía para nada con la temática.

Cuando Iraíla logró tomar el control para apartar su rostro sin dejar de abrazarlo, la respiración era anormal, y sus miradas como garfios intentaron agarrarse otra vez.

—El poder de la palabra es como el poder de la mirada —susurró ella.

—Si crees que la mirada lo dice todo —respondió Antoon—, es porque aún no has sabido interpretar el lenguaje de los besos.

—¿Y... cómo es ese lenguaje? —preguntó humedeciendo sus labios con la lengua, con la intención de continuar.

—A través de ellos... —respondió— se derrama el poder, se desprende el alma y se arranca el aliento. Es el arma saludable más perfecta y elocuente que pueda existir. Es la mejor de las sensaciones. Es el pasaporte a la muerte y el retorno a la vida. Es... la cuota inicial de una pasión. Es atrevido y cuestiona como el más grande de los milagros. Por eso... jamás lo juegues, jamás lo empeñes, simplemente, disfrútalo.

—¿Y, cómo es que lo sabes?

—Porque lo acabo de aprender contigo.

Sonrieron plácidos.

—Hola Iraíla. No sabía que estabas aquí —dijo Abigaíl al verla.

—Se acabó por hoy el tema de los besos —le susurró Antoon al oído.

—Acabo de llegar, Abigaíl —comentó con una risita destejida en sus labios por el comentario de su amigo—. Vine a darle una buena noticia a Antoon.

—Excelente —corrigió Antoon.

—¿Y cuál es esa noticia: excelente?

Iraíla extendió su mano derecha con la carta de la curia romana.

—Hay un nuevo invitado para el Vaticano —dijo.

—¡Oh, por Dios! Es... ¡fantástico!

Los tres disfrutaron entusiasmados el momento.

Más tarde, Antoon le comentó a su padre.

Todo parecía acordado entre supuestos. De las dos semanas que faltaban para el viaje, los primeros cinco días fueron vividos en la casa de Iraíla. Los dedicaron para consultar en la web toda la información posible sobre el Estado del Vaticano, algo de Roma y algo de Italia. Apenas se escuchaban sus risas y el cliquear del mouse. Jan estaba resignado, y Gisele complacida con la compañía de su nuevo gran amigo. No la veían sonreír desde la muerte de su hermana, y el temor los invadió cuando fue recluida en la clínica. Imaginaron que necesitaría prótesis para sonreír de nuevo.

Sin embargo, cada noche durante la primera semana, luego de haber sido autorizados los viajes y la audiencia con el Papa confirmada, Iraíla no dejó de tener miedo. Pasaba largos ratos acurrucada en la cama debajo del cobertor, sin conciliar el sueño. Su madre se enteró casualmente, y dedujo que era un trauma adquirido en la clínica.

¿La verdadera razón?

Iraíla ignoraba lo que viviría en aquel sitio sagrado, que por su naturaleza, ya le tenía respeto. Ignoraba si Dios estaría con ella. Si sería acogida por la muchedumbre que imaginaba incalculable. Ignoraba lo que pudiera acontecer con el Papa. Pero, esperaba que todo ocurriera a la mayor brevedad, para quitarse ese gran peso espiritual de sus hombros que amenazaba con clavarla al piso.

Ignoraba que eso era lo de menos. Nuevas tragedias se avecinaban antes y después. Eso también lo ignoraba. Era parte del sacrificio de quien vive en Cristo, o Cristo vive en Él.

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