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Capítulo 33

Una comisión eclesiástica fue nombrada para un primer acercamiento, que tendría como objetivo, identificar conductas o comportamientos extraños de la joven adolescente. Ya estaban enterados de su reclusión temporal en una clínica de reposo. Sin embargo, no le fue revelado de esta forma. Aunque todavía sentía fresca la muerte de Lexnac, se sintió entusiasmada por la invitación.

Hasta no ver... no creer. El lema de muchos en la clerecía.

Antoon la acompañó al sitio de reunión, pero debió quedarse afuera. Iraíla fue conducida por un diácono al interior del templo. Una antigua capilla en el barrio que ostentaba siglos de conocimiento espiritual en su arquitectura. Permaneció sola por algunos minutos. Luego, fue guiada por el mismo diácono hacia una sala contigua, pero sin salir del templo. Un corrillo de eclesiásticos bordeaba la mesa rectangular con tres a cada lado y uno en un extremo, el extremo opuesto ya estaba reservado... Iraíla lo ocupó.

Las miradas hablaron y el silencio fue el saludo.

—¿Tienes algún nombre? —preguntó uno de los clérigos. Por la ubicación al lado opuesto de Iraíla y la iniciación del diálogo, era de suponer que estaba encargado de liderar la reunión.

—Si. Igual que todos, supongo —respondió.

Dibujó una sonrisa inocente que fue inevitable tras la pregunta.

—Quiero decir... —aclaró el clérigo— otro nombre especial... distinto al nombre con que fuiste bautizada. Un nombre que hayas adquirido en los últimos días...

—¿No se supone que el demonio es violento? —preguntó Iraíla.

—¿A qué te refieres? —cuestionó.

—No creo que esté preguntando por mi nombre artístico, padre. Si es así, no lo tengo. Pero si piensan que necesito un exorcismo, no creo que le guste a Dios ser expulsado de donde lo aman. Ayudo a las personas, no las lastimo.

Caras inquietas, sensaciones de culpas y bosquejos de risas, se hicieron presentes. Luego, tras la mirada inquisitiva del clérigo más anciano, se escucharon notas de silencio.

—El mismo que habita en mí... habita en ustedes —complementó—, y se llama Dios, aunque no estoy segura que ocurra en todos...

Giró la cabeza sobre el costado izquierdo haciendo un señalamiento con la mirada. Desde su llegada al recinto, había interpretado la incomodidad del sacerdote que no se le veía para nada a gusto.

—¡Blasfemia! —vociferó el clérigo anciano con voz achacosa, cuando sintió la daga de la culpa lastimar su vocación—. Cómo osas injuriar a Dios en este aposento sagrado, cuando se nota en tu mirada que estas hecha de culpas...

—Es una niña. Apenas llega a los dieciséis años, padre.

Censuró el comentario el padre Tiziano. El mismo que conducía la reunión.

—El demonio precisa de segundos para ser perverso, padre Tiziano —continuó—, después, los días se convierten en alimento y los años en inmortalidad. No le importa la forma del cuerpo, la decrepitud o la inocencia. Le basta con vivir.

—¡Basta!, padre Odulfo —insistió—. No es lo que acordamos llevar a cabo.

—No debemos olvidar una de las místicas tareas de la iglesia —prosiguió el anciano dirigiéndose a sus homólogos—. Hay que desarraigar al demonio de la sociedad que en sus mil formas se nos presenta para encantarnos...

Era evidente, que Iraíla ocasionaba una especie de miedo en el padre Odulfo; debió juzgar que ese don adquirido por accidente, era de naturaleza masculina. Una razón justificable para que no exaltara sus cualidades, sino que las denigrara al no considerarla digna. No la veía a la altura del hombre. Y quien sabe qué pensamientos arraigados en su cerebro ya habían pasado de moda.

Cabía también la posibilidad de que, el padre Odulfo, no haya superado el complejo de Edipo, y lo que por odio concebía en su interior, lo estaba martirizando al sentirse sutilmente desilusionado.

—¿Le teme al canto, padre Odulfo? —preguntó Iraíla. Había grabado su nombre—. Puedo asegurarle que éste, no tiene mensajes subliminales. Y está libre de pecados. Los pecados están escritos en papel espiritual, padre, que sin ser físico, igual se puede rasgar... Se supone que es lo que Dios hace por la mediación de los clérigos, cuando son perdonados. Ustedes lo saben mejor que yo. Y le aseguro, que me he confesado suficientes veces en este último año.

El padre anciano se incorporó.

Los rostros de los clérigos se desplazaron en dos trayectos: Iraíla y el padre Odulfo, que estaba a punto de experimentar una taquicardia.

—Intentas manipular al bien con esa falsa inocencia que seduce a los débiles —juzgó—. Están enceguecidos por ella —se dirigió a sus compañeros eclesiásticos.

—¿Si tu canto es verdadero poder que viene de Dios, por qué no pudiste salvar a la pequeña Lexnac?

Iraíla lo miró sin resentimiento.

Otro de los sacerdotes tomó nota de cada oposición sin emitir una palabra. Estaría urgido por la falta de tema para una homilía.

—No puedo creerlo. Hace un milagro, y al parecer, se convierte en una obligación para hacerlos todos. Eso es insultante padre —manifestó el padre Tiziano.

La intransigencia del padre Odulfo lo tenía al borde de perder el sosiego. Algo que era difícil de conseguir, cuando se caracterizaba por la paz espiritual que vertía de su comportamiento. Era extremadamente paciente. Por su juventud, sin aún llegar a los treinta años de vida y con apenas seis años de ejercer como eclesiástico, el depósito dispuesto en su espíritu para guardar los pecados de los feligreses, estaba vacío. Lo que no ocurría con el padre Odulfo.

Él estaba buscando la justificación para condenarla y la encontró en el reciente suceso del hospital. De su boca floreció un susurro de sátiras y nadie podía impedirlo. Tomó el pectoral de plata que colgaba de su cuello bendecido infinidad de veces y lo dirigió con la mano derecha hacia la joven. Era evidente que el padre Odulfo no era su fan.

El anciano sacerdote, inundado de remilgos y patriarca experimentado con rostro de inquisición, no podía encubrir la marca de miles de padrenuestros que atesoraban algunas culpas. La acumulación de tantas confesiones durante años, tenían su cerebro a punto de estallar. ¿Acaso, demasiados pecados femeninos y peligrosamente impúdicos?

Ni siquiera parpadeaba sosteniendo el pectoral con fuerza.

—No creo que sea necesario un exorcismo, padre —añadió otro clérigo desaprobando la actitud.

Iraíla se levantó sin evadirle la mirada. Y en un acto de valentía, el sonido de su voz le sirvió de protección. El canto estaba bendecido.

Por una vez más, su canto lírico resultó ser ameno para el espíritu, menos para uno... Los sacerdotes, menos uno, quedaron embelesados al escucharla, que debió actuar como un repelente de tentaciones y un purgante espiritual. Su poder milagroso hurgó en la biblioteca de confesiones de cada uno, para filtrar y enviar los pecados más pecaminosos, a la papelera de reciclaje anclada en los cerebros. Sus espíritus quedaron livianos.

Bastó una cuarta parte de la canción para que el anciano sacerdote sintiera náuseas, y en seguida padeciera un desmayo. El desvanecimiento sería justificado por un bajón de azúcar, cuando a sus setenta y cinco años, sobrellevaba una hipoglucemia que ya era mayor de edad en su cuerpo.

Todos se aglomeraron para auxiliarlo.

Por los gestos, no faltó quien entre los presentes, quisiera relacionar el incidente con el canto y su protagonista. Al parecer, también había un bajón de fe... Diría, que una especie de «hipocreencia»; una condición en el espíritu creada por una insuficiencia de esperanza. Un signo de desgano espiritual que ya era patológico en los seres humanos.

Portar un hábito, cumplir el celibato, promulgar el amor, practicar la caridad y jurar creer en Dios, no implica la existencia de virtudes.

La joven soprano decidió retirarse en medio del susto. Tras salir del salón presa de un repentino sudor frío, no escuchó la voz del diácono que esperaba afuera de la sala. El discurso moral y pulcro que había imaginado, resultó ser ominoso. Sus pies tastabillaron cuando se dio a la fuga como si fuera una delincuente... ¿Cuál era el delito? El mismo de todos: quebrantamiento de fe.

Afuera la esperaba Antoon, que debió correr para alcanzarla.

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