Capítulo 30
Iraíla se dirigió al hospital a la sección de oncología. Desde su ingreso a la edificación, su nariz advirtió todo un recetario de enfermedades ocultas en las fragancias médicas.
Por la fase de inspiración nasal durante los silencios, pausas y retenciones de aire antes de la fonación en un canto milagroso, tenía la capacidad de olfatear una nota musical en el silencio, eso, sin considerar la lista interminable de bacterias, de las que no se puede asegurar, que el canto fuera una toxina efectiva para exterminarlas.
¿Quién asegura que no fuera desacertado y se convirtiera en un bálsamo de proliferación? Su existencia era tan real, como inimaginable la fuerza espiritual de Iraíla.
Por un momento se percató en pensar que, parte de los dos últimos años, la estaba pasando en aquel edificio del que pocos querrían saber, y muy pocos frecuentar. Alix, Nifriz, Antoon y ahora Lexnac. ¿Y quién después? No se le ocurrió pensar en que ella podría formar parte de ese grupo.
Superado el trance que le significó el ingreso, preguntó por la niña en información. Estaba hospitalizada desde hacía veinte días aquella última vez. La enfermera que la avistó en la sección de oncología se sorprendió al verla. Era una mujer de constitución gruesa, estatura mediana, de piel morena, cara ovalada y rebosada de carnes, cabello ondulado a la altura de los hombros, voz ronca pero apacible, y gesto amable.
—No puedo creerlo —exclamó—. Eres la joven de la que todos hablan por estos días... ¿No es así?
—Eso creo... Busco a Lexnac... una niña...
Llevaba la carta entre las manos. La enfermera la observó y sonrió.
—Sé quién es, hija —dijo—. La dueña de esa carta. Es imposible que esto esté ocurriendo —gesticuló emocionada—. Me pidió que la hiciera llegar a tu casa, y se la entregué a uno de los mensajeros del hospital, que dijo saber dónde vivías. Ven. Te llevaré a su habitación. Es en este piso. Está sumamente delicada y decaída por la quimioterapia, pero creo que tu visita le hará bien.
La condujo a la habitación donde la cuidaba su madre.
—¡Oh por Dios! Si puedes salvarla, con gusto daría mi vida —le dijo al verla.
Iraíla no supo qué decir. La pequeña Lexnac estaba entre dormida.
Se acercó y la acarició con la mirada. Lexnac estaba de lado. El sueño no parecía placentero por los gestos reveladores de torturas martillando en su cara. La cánula nasal se enrollaba por encima de las orejas. Tenía la cabeza rapada y brillante como la de un bebé gigante; parecía humectada de aceite. Allí se notaba la suavidad trigueña de la piel. El bronceado en su rostro la hacía ver hermosa, como una flor rociada de una fina mezcla de caramelo y café. La mitad de su rostro descubierto decía de su completa belleza, por más que la sábana cubriera sus extremidades.
Iraíla desdobló la hoja y observó el último croquis de la niña sin cabello.
—Recuerdo cuando dibujó cada monigote —dijo en voz baja la enfermera—. Debió rayar un poco de hojas antes de decidirse. No quería que descartaras la carta por un dibujo horrible.
—Fue lo primero que me cautivó —respondió.
Cuando acarició con apego su cabeza sin dejar de observar el dibujo, Lexnac abrió sus ojos.
—¡Eres tú! —exclamó.
Giró su cuerpo para ser reparada enteramente sin que hubiera dudas de su dibujo artístico de carne y hueso. La sábana se deslizó de su cuerpo al moverse, que dejó ver la delgadez de sus piernas cuando usaba pantalón corto. Toda su fisonomía había sido atropellada por la enfermedad. Iraíla sintió una extraña lástima que le comprimió el aliento, y de inmediato la arropó.
—¡Leíste mi carta! —se entusiasmó de nuevo al observarla en su mano.
—Si. La leí. Es muy... bella y conmovedora. ¿Tú la escribiste?
—Me ayudó la enfermera.
—Ya le conté, mi cielo —indicó.
—¿Viniste a devolverle la sonrisa a mamá?
Ella tapó su boca al escucharla. Quiso ahogar el grito.
—No creo que eso sea tan fácil. Vine a visitarte. Quería conocer a la jovencita que me sorprendió con su inspiración —expresó.
—Pero... igual cantarás. ¿Cierto?
—Si es posible, y si eso te hace feliz... no veo porque no pueda hacerlo.
—¿Puede hacerlo, enfermera?
—No creo que haya problema por un concierto de un solo tema. Pero por seguridad y tratándose de ti, le informaré al personal médico. Además... estoy segura que muchos estarían encantados de escucharla.
—Gracias —respondió Lexnac con la sonrisa que le faltaba a su madre, y la ausencia de un par de dientes en el centro.
Conversaron felices sin importar las edades, como dos antiguas amigas después de una larga ausencia. Sentada al borde de la cama, sujetó su cabeza entre las piernas que ya vestía una pequeña gorra de lana, acarició su rostro, la besó en la frente, en la mejilla, y la sintió suya por un instante en el que rememoró la imagen de Alix. En una hoja de papel nueva, de las muchas que tenía guardadas en la mesa de noche, se dibujó abrazando a su nueva amiga. Inventó frases de amor cuando ya escribía con fluidez, y una frase sobre la muerte que le quitó de nuevo el aliento a Iraíla:
«Dios lo es todo: la vida alegre y la muerte triste... que también puede ser alegre».
Igual la leyó con una entrañable tristeza, que sonó como una absoluta verdad, de esas que sólo existen fuera de este universo. Debió tomar el control del lápiz y los colores para evitar llorar. Rellenó el resto de la hoja de un paisaje azul con plantas verdes, azules y amarillas, donde se mezclaban los animales del mar y el aire. Todos volaban y nadaban al mismo tiempo. Por aquel mágico instante, olvidó la fatiga, los mareos, el dolor de estómago y la náusea, que eran efectos secundarios causados por la quimioterapia. En su cerebro ya no tenía vida la existencia de la muerte.
Y cuando más feliz creía estar, una falla cardiorrespiratoria la asustó por dentro. La salida de sangre por la nariz inundó la cánula, y roció algunas gotas que cayeron sobre la hoja, y pintaron las aves del cielo y los animales del mar de color rojo, para hacerlos ver irritables.
Iraíla creyó morir con ella cuando sintió el estertor de la muerte encalambrar sus piernas. También este recuerdo le llegó de su hermana. Fue necesario aplicarle reanimación cardiopulmonar. Su madre creyó enloquecer y le gritó a Iraíla que la auxiliara con su canto. Ella estaba perpleja, detenida en el tiempo, reviviendo la herida de un dolor persistente. Una cicatriz imborrable.
—No te vayas Lexnac. No te vayas Alix.
Lo dijo dos veces que confundió a su madre.
La intervención fue inmediata. Iraíla y la madre de Lexnac, debieron salir de la habitación. Desorientada y acosada por otras voces que igual le suplicaban..., Iraíla tomó vuelo con su voz desde afuera para consentirla en el momento más irracional de su existencia. «¡Oh Dios! Apenas tiene siete años...», dijo entre sollozos en medio del canto. La reanimación cardiopulmonar no fue eficaz, ni siquiera amenizada desde la puerta con el canto de Iraíla. No hubo nada que pudiera hacer, excepto, despedirla con la paz musical de su lírica, cuando su cerebro se vistió de muerte.
—No te esfuerces, ya falleció —le dijo huraño el médico al salir de la habitación.
El canto se detuvo en su garganta como si un escalpelo le hubiera rozado las cuerdas vocales.
Esta vez, la música no sonó en su cerebro ni la acompañó fuera de éste. Nadie la escuchó. En aquel momento comprendió, que aquel día no estaba autorizada para sanar con su canto por más que reverberó con tonos perfectos. Las notas musicales se convirtieron en gotas lagrimales desprendidas de la partitura emocional del alma. Entonces, recordó las palabras de Marile cuando la conoció: «...No creo que puedas remediarlo todo. Es un atrevimiento imperdonable intentar jugar a ser Dios. Para eso está Él».
Ingresó de nuevo en la habitación para despedirse de ella. Lexnac le había devuelto el alma a su dueño, que la reclamó desde el otro mundo, y al instante, su cuerpo se tornó cenizo al expeler el mal que habitaba entre sus carnes. Había sido devastado sin consideración.
Con los ojos encharcados y la lengua enredada rezó forzosamente un padrenuestro para despedirla. El mismo que desmembró por partes, al olvidar algunos fragmentos de la oración por el martirio. Parecía la hermana mayor de Lexnac que sufría la tragedia. Al salir, cientos de rostros desconsolados la miraban. Muchos de ellos eran pacientes. Habría querido aliviar sus espíritus pero no tenía fuerzas ni para un suspiro.
Entre la gente se hallaba Antoon. Dedujo donde estaba al enterarse que salió temprano.
Se dirigió hacia él y lo abrazó.
—No pude salvarla —dijo.
—Esa no era tu tarea hoy, Iraíla —le respondió con sabiduría correspondiendo el abrazo. Las palabras salieron suaves de su boca directo a sus oídos, que estaban demasiado cerca.
—¿No te has preguntado... que así como Dios te escogió como instrumento para sus milagros, pudo igual escogerla a ella...? Hoy decidió que la llevaría consigo. No puedes competir con eso...
El abrazo terminó prematuro cuando se sintió acosada por los pensamientos ajenos que parecían zumbar en su cabeza.
—Vamos. No quiero estar más acá —indicó.
Los curiosos no dejaron de tomar fotos, que igual irían a parar en la web. Cuando se retiraba confortada por el abrazo de su amigo, detrás de su espalda, sintió el verbo de la consolación que le hacía falta:
—Gracias —le gritó la mamá de Lexnac que se acercó para abrazarla.
—Lo siento... apenas pude conocerla —respondió—. Creo que no debí venir.
—Disculpa. Fui yo quien te acosó. Hiciste lo que debías. Lexnac quería escucharte cantar, por eso envió la carta. Fue precisamente lo que hiciste, y le diste más al compartir parte de ti... Sé que se marchó feliz, y aunque la tristeza sea mi nuevo pensamiento cada día, eso me hace feliz... Vi como disfrutó de tu compañía...
La abrazó de nuevo antes de despedirse.
No lo había visto de ese modo. La madre de Lexnac tenía razón, la carta era clara en su deseo: «...si crees que le podrías devolver la risa a mi mamá con el canto, te lo agradecería».
Conversar con ella la reanimó de nuevo. Esa fotografía también iría a la web.
La enfermera de constitución gruesa y de piel morena, la interceptó antes de que se marchara.
—No debes lamentarte —dijo—. Médicamente, no había nada qué hacer. Se marchó con la satisfacción de haberte conocido. Por eso me sorprendí al verte. Me aseguró que tú leerías su carta y la visitarías antes de partir. Lo repetía cada vez que la visitaba.
La enfermera la abrazó para consolarla.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro