Capítulo 3
Todo continuó con el abuelo.
El abuelo materno de Iraíla, «abue» como solía llamarlo, vivía en un hogar de ancianos llamado: «la villa gerontológica del último sueño». Un sitio campestre dotado de comodidades y centro médico en las afueras de Rotterdam, que por los habitantes y sus edades, parecía el rincón de los siglos olvidados.
No todos tenían la dicha de que sus familias los recordaran. Como era costumbre cada sábado, día de visita, las sillas de ruedas, por docenas, permanecían dispuestas en el inmenso corredor, como caballos metálicos con sus jinetes oprimidos entre el chasis, el asiento y el respaldo. Cada quien, a la espera de que un adulto lo reclamara —que paradójico—, y tomando los mangos de empuje de la silla en vez de sus brazos, lo llevara a dar un paseo por la villa sin salir de ella. Era el preescolar de la ancianidad.
Apenas podían ver quien se acercaba, que para algunos, era más fácil distinguirlos con los residuos añosos del olfato o del tacto. Era deprimente apreciar, cómo muchos de ellos quedaban postrados como historias olvidadas en el corredor, que por la tristeza reflejada en sus caras, no quedaba más que acariciar la discapacidad física y orgánica con pensamientos muertos y culpas retenidas.
Se les podía ver las lágrimas arrugadas correr sobre la piel curtida por los años y las penas. Pero eso no volvió a ocurrir desde que Iraíla lo visitó la primera vez. Fue una semana después de que «Abue», decidiera que era lo mejor desde la muerte de su esposa. Debieron pasar años para darse cuenta. Cada semana sin falta, Iraíla y sus padres lo visitaban, y recorrían las zonas verdes del lugar colmado de árboles ancestrales, que fue la inspiración para crear la villa. Era ella quien manejaba el vehículo de motor emocional. Se había vuelto una experta.
Entre sus nuevos amigos, el abuelo se había encargado de crear cierta reputación confortable para sus nietas. Sus historias sobre sus vidas, las repetía una y otra vez, realzando su inteligencia y alegría. Pero con la muerte de Alix, un año atrás, decidió borrar parte de la historia para no atormentarse. Quedó viva la historia de Iraíla, de quien resaltaba, lo que por mucho tiempo consideró un privilegio sólo para sus oídos: el canto. Fue esa la razón natural, por la cual ningún anciano volvió a sentirse huérfano.
Empezó aquel sábado. Iraíla cantó para su abuelo porque se lo había pedido. Estaban a un costado del corredor, a la entrada principal. Su voz se esparció como incienso de olor penetrante, que destapó y reparó los oídos de los ancianos roídos de tantas palabras vanas, para que cada uno escuchara lo que el abuelo les contó. Con el canto, se escuchaba la música de fondo, como si en la propia voz de Iraíla, vivieran: el piano, el arpa, la tuba, los violines, las violas, las trompetas, los trombones, las flautas, los clarinetes y el saxofón; todos, agazapados en un alivio musical, como si conversara Dios entre susurros sonoros.
Desde ese entonces, los jinetes se despreocuparon de quién los visitara. Con la llegada de Iraíla, esperaban impacientes, a que ella les dedicara al menos una canción para alegrar el alma, después de que compartiera con el Abuelo.
Se supo por los médicos con sus rutinas de control, que durante aquella época que se extendió por dos años y medio, los seniles tenían más ganas de vivir que cualquier joven; las enfermedades propias de la vejez parecían no existir; sus corazones dejaron de penar arritmias, la presión arterial descendió de las nubes, la diabetes decidió vivir en la simpleza, la osteoporosis se olvidó de los huesos, el alzhéimer dejó de atormentar a la memoria, la demencia recuperó el juicio, la sonrisa se olvidó de la prótesis, y la alegría les recordó que seguían siendo seres humanos.
Se les veía plácidos disfrutar de las horas de ocio, que iniciaban al abrir los ojos y se extendían hasta que los cerraban cada noche.
Pero jamás, Iraíla y su abuelo conversaron del tema.
Por desgracia, los médicos se sentían más enfermos que ellos. La buena reputación del lugar fue conocida en distintas provincias, gracias a la publicación que un grupo de estudiantes realizó en su práctica social como tema de interés, en uno de los magacines de la ciudad. El suceso también se convirtió en crónica periodística de uno de los diarios. En su extenso contenido, nombraban a Iraíla que aparecía en todas las narraciones de los ancianos, y que emotivamente interpretaron como un medicamento para sus emociones por su talento musical. Nadie se atrevió a mencionar, que fuera la causa milagrosa de los cambios físicos.
Aquellos que todavía amaban a sus padres ancianos, añoraban disfrutarlos el tiempo adicional que más se pudiera. Fue así, como la villa floreció de seniles, que los extensos campos redujeron sus espacios para construir más pabellones.
Pero en el mundo prestado todo tiene un límite. El abuelo le jugó a las escondidas a la muerte durante años. Su agraviado corazón ya estaba cansado. Y la parca, al fin, complacida.
Aquel último sábado en la mañana, la familia llegó para visitarlo. Las miradas tristes y abismales de los cocheros revelaron que algo pasaba. Estaban estacionados a cada lado del corredor con la entrada libre al albergue.
—¡Oh por Dios!
Dijo Gisele apresurando el paso. Jan hizo lo mismo. Pero Iraíla, los aventajó con la prisa de un mal presentimiento. «Dóndes estas abue» repetía mientras corría al interior de los pasillos para ubicar su cama. Cuando la halló, a su lado estaban: una enfermera, una religiosa y el médico de turno. Los ojos lucían apagados. Tenía ductos para respirar incrustados en su nariz, y en su rostro ajado, fatalmente ajado, la voz musical de su nieta Iraíla ya no sería el riego milagroso que le devolvería la frescura.
Estaba moribundo. Postrado en la cama. El estertor era el indicador de la muerte que se avecina. Pasó la noche delirando con su amada esposa que falleció diez años atrás, y en sus incoherencias, le prometió enterarla de una gran noticia. Tenía que ver con su fe, luego que pasara la mitad de su vida esquivándola.
En un momento de lucidez, al sentir las manos de su nieta suavizar las arrugas de sus manos, abrió los ojos para reconocer a su familia. Gisele se le acercó con la nostalgia del adiós forjado en lágrimas. Le dio un beso en la frente y en retribución, sintió su mano derecha y temblorosa, en un esfuerzo reservado, tocar su rostro para serenarla y darle la bendición.
—Siempre serás mi hija favorita —le dijo—. Gisele sonrió con la ocurrencia. Su padre solía decirlo desde que era niña. Era la única hija. Luego de un extremo abrazo, pidió quedarse a solas con su nieta.
—Abue...
—Sé... que tienes algo qué decirme, Iraíla.
—Es un... es un... secreto....
—Si este viejo aún significa algo para tu corazón, puedes revelarlo. Es el canto... ¿Cierto? —susurró entre ronquidos que la asustaron.
—¿Qué?, abue.
—El secreto.
—¿Cómo lo sabes?
—Sólo lo sé... —dijo.
—Es... es como si alguien lo hiciera en mi lugar... se apoderara de mí. No sé explicarlo, abue. A veces me da miedo.
—Temer no es una vergüenza, hija. Es una bendición. ¿Sabes que lamento?
—¿Qué, abue...
Con sus manos, se aferró a la mano temblorosa de su abuelo. Era la derecha.
—Que tu abuela no tuvo el placer de escucharte cantar. Sólo sé que tu canto es reconfortante... Todos acá lo han vivido. Les diste la satisfacción de ser de nuevo felices. Y yo... me he sentido mejor cada que te escucho. No se lo había contado a nadie, pero... mi corazón se hace fuerte por tu voz... Suspira como un joven enamorado de veinte años, cada que.... —jadeó de nuevo—. Y el cardiólogo está convencido de que son los medicamentos...
Una sonrisa forzada, casi discapacitada, brotó de su boca.
—Bien sabes lo terco que he sido para creer... y hacerlo a mis ochenta años, cuando la muerte indecisa me visita todos los días sin atreverse... es un privilegio.
El sofoco apareció de nuevo con más fuerza.
—Quiero que le hagas un favor a este viejo...
—Lo que digas, abue...
—¡Canta!... ¡Canta!... para suavizar la agonía, y no dejes de hacerlo, y quiero que lo hagas cada que me recuerdes. Tu madre aún no lo sabe... pero quiero que me canten en la iglesia... Quiero escuchar tu voz cuando camine sin esta vestimenta terrenal, vieja y pudibunda... Quiero que tu abuela te escuche cuando venga a recibirme... Te aseguro, que no seremos los únicos que te escuchemos desde el otro lado de la orilla...
—No te mueras, Abue. Voy a cantar y te salvaré...
—Claro que lo harás... pero esta vez, mi pequeña, la salvación no es quedarme... Ha llegado el día de mi jubilación terrenal. Canta, para que tenga la dicha de conocer al director de la orquesta, que milagrosamente te acompaña.
Y dicho aquello, Iraíla entonó su canto lírico con tal agobio, que sonó perfecto para el momento. La agonía del abuelo fue perdiendo la hosquedad, cuando el espíritu se aferró a una tonada perfecta y limpia, como el silbo coeterno de diez Stradivarius genuinos ascendiendo al cielo. Luego, sonó la orquesta y todos la escucharon. Cada quien en su cerebro. La voz de Iraíla se esparció por toda la villa y convirtió las oraciones de los ancianos en un rezo gregoriano.
El abuelo había muerto. La abandonó, cuando apenas entraba a los dieciséis años de edad. Sería la segunda de las desgracias que marcarían su vida. Durante el sepelio, Iraíla no tuvo ánimos para entonar ni la más simple nota musical. Su garganta se había atrofiado con el dolor.
El deseo del abuelo sería una promesa por resolver en una próxima oportunidad.
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