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Capítulo 29

Al llegar a la casa de su amigo, Abigaíl les había preparado sánduches y una jarra de té frío. Estaba enterada del propósito literario.

En el jardín, hacia uno de los laterales, una amplia carpa los esperaba. Antoon la armó antes de ir por su amiga como prevención del agua o del fuerte sol. Tendieron una sábana al interior. Hacia el fondo, en uno de los extremos, depositaron la canasta con los sánduches y el té; se ubicaron en el extremo opuesto y vaciaron la montaña de cartas al frente de sus pies, obstaculizando la salida. Lucía como un misterioso escondite de correspondencia secreta.

—Es encantador —manifestó Iraíla—. Admito que no era precisamente el picnic que había imaginado, cuando lo propuse el día que me trajiste acá. Y menos que quedáramos atrapados en una montaña de cartas.

—No tiene que ser así —opinó Antoon—. Imagina... que son cuatrocientas setenta y seis flores distintas, disponibles con su aroma para perfumar tu cuerpo. O cuatrocientos setenta y seis pájaros diferentes, entonando su trinar para acompasar los latidos de tu corazón. O cuatrocientos setenta y seis besos...

—Para ahí, Antoon De Brouwerinn —interrumpió, llevando el dedo índice de su mano derecha hacia la boca de su amigo para sellar el tema—, apenas inicia la tarde —le susurró a los oídos.

—Bueno, veamos que dice la primera —dijo Iraíla.

Se puso de rodillas, e introdujo la mano por la cima achatada de la montaña de cartas...

»No tengo tiempo para los saludos. Te mando mi número de teléfono. Espero que llames y cantes, que tengo muchos problemas por resolver. Si no lo haces, sabré que eres una farsante... Espero que al menos, seas capaz de aliviar un maldito dolor de espalda...

—Qué estúpido. Nació sin esperanzas y los demás tienen la culpa —dijo Antoon.

—No puedo Creerlo. Una montaña de cartas, y escojo la del tipo resentido para quien todos son malos. Ha de ser una broma.

—Por lo que veo... no es una montaña cualquiera. Es un volcán de palabras. Te sugiero que no vuelvas a meter la mano por el cráter. Intenta por la ladera que es menos peligroso —aconsejó Antoon.

Los dos introdujeron las manos por uno de los costados.

—Esta dice: «Por fin Dios se ha manifestado. Saber que existes es más que un milagro. Gracias por aliviarme sin conocerme» —leyó Antoon—. Te lo dije.

—Hummm. No está mal —opinó Iraíla—. Mira que bella ésta, amor.

Antoon se sintió elogiado con el trato y no pudo disimularlo. Sonrió. Desdobló la hoja, que tenía varios dibujos antes de las palabras: era tres veces el croquis acotado de una niña. En el primero tenía el cabello largo, en el segundo lo tenía corto, y en el tercero no lo tenía. Seguido, decía:

—Es igual que la sonrisa de mamá. Antes era enorme, luego se hizo pequeña con la muerte de papá y ahora ha desaparecido. Debe ser porque el médico le dijo que no hay nada qué hacer. Lo escuché decir que me hiciera la vida alegre antes de la partida. Pero el cáncer es un enemigo agresivo y desconsiderado, porque le quitó la risa a mi mamá, a mí me quitó el cabello crespo, y ahora pretende quitarme la vida. El cabello no me importa, pero si crees que le podrías devolver la risa a mi mamá con el canto, te lo agradecería. Atentamente: Lexnac, siete años. Dirección: hospital infantil.

Iraíla terminó de leer la última frase con los ojos encharcados.

—Dios... no puedo creerlo.

Abrazó a su amigo buscando consuelo, que el abrazo se convirtió en un beso humanitario.

—¡No puedo creerlo...! ¡No puedo creerlo...!

Repitió tres veces. Una por cada dibujo.

Luego de reponerse, prosiguieron con la tarea el resto de la tarde. Se rieron de algunas, criticaron otras y otras las lloraron.

Al final de la tarde, la genial idea de Antoon, de pronto, no fue tan genial. Iraíla tenía el rostro descompuesto por la conmoción que le produjeron las esquirlas de tristeza al explotar cada emoción en su interior. En él, se reflejaban todos los sinsabores que le causó cada carta, sin considerar aquellas despectivas y otras elogiosas. Las muchas que ojeó o que leyó, sin que decidiera hacerlo con todas, las había clasificado en tres grupos: las grotescas, que fueron destruidas. Las simpáticas, de las que decidió guardar un par como recuerdo. Y las fatídicas, que la tenían al borde del desvanecimiento.

—No leeré una carta más, Antoon De Brouwerinn. Está que se me sale el corazón —expresó.

—¿Y qué piensas hacer con ellas?

—Dios me metió en este embrollo. Espero que esta noche pueda darme la respuesta. Si es que puedo dormir.

—¿Y si resulta, que Dios no te da la respuesta?

—No creo que sea buena idea echarlas a la basura. Llevan escritas direcciones, números de teléfono, súplicas, intimidades y hasta secretos...

—Sí. Creo que mejor... las rasgamos y mezclamos.

—Todas, menos una... —aclaró.

—¿Cuál? —preguntó Antoon.

—Ésta.

La tenía a medio arrugar y remojada de lágrimas. La tinta del lapicero había empezado a correrse.

—¿Fue la que te desangró el corazón?

Asintió con un sonido gutural que indicaba un nuevo nudo en la garganta. Antoon la invitó con la mirada para que se recostara en él. Iraíla extendió su cuerpo por encima de la montaña de cartas que había sido devastada, y acomodó la cabeza entre las piernas de su amigo que continuaba sentado. Su rostro permanecía sumido en la nostalgia que le provocó el suceso. La posición de sus cabezas quedó simbolizando el norte y el sur del globo terráqueo. Antoon se embelesó divisando desde el norte, el semblante y la postura de aquel cuerpo que tentaba sus instintos. El rojo coral de sus labios lucía atrevido, y resaltaba sobre el lienzo de su cara. Estaba interesado...

Era una escena diferente que invitaba a cambiar de tema.

—Me encanta todo de ti, Iraíla —expresó deslumbrado, mientras acariciaba complaciente su rostro.

—¿Desde cuándo? —preguntó interesada.

—Desde que mi alma despertó.

—¿Qué es lo que más te gusta de mí, Antoon? —Era una confesión inesperada.

—Todo —dijo sin vacilar.

—Debe haber algo que te agrade más.

—Lo hay.

—¿Y... qué es?

Enganchó su mirada desde arriba en la de ella, antes de iniciar.

—La suavidad del azul celeste de tus ojos, hace que parezcan dos piedras espirituales que irradian amor, que irradian paz, y que inducen a un estado de meditación de donde no quisiera retornar. Me sumerjo en ellos cada que te observo, y puedo volar o nadar, cuando simbolizan la mezcla de dos elementos esenciales para vivir: aire y agua. Desde el aire de tus ojos, puedo invocar el azul del cielo para equilibrar la mente y el espíritu. Con solo mirarte, adquiero la fuerza necesaria para superar los obstáculos y negarme a sufrir. Y la frescura que en ellos se advierte, refleja la esencia del mar que encauza mis emociones... Ahora que lo pienso, Iraíla, esa debe ser la razón por la que Dios se manifiesta a través de tu canto.

—¿Cuál?

—Vive en tus ojos. Tienen la profundidad del universo, y la fuerza inspiradora para suponer, que cada uno es una galaxia, para que Él, que todo lo puede, habite en ellos.

—Eso suena loco.

—Pero tiene sentido. Si me lo preguntas, yo viviría en tus ojos. Así estaría más cerca de tu boca. Más cerca de tu corazón. Y podría sincronizar mis latidos con los tuyos. Y llevaría el piano para que juntos hiciéramos música. Así tendría el placer de escuchar tu voz a cada instante. ¿Qué dices?

—Que estas completamente loco.

—¿Qué es lo que más te gusta de mí, Iraíla Willevark?

—No creo que tenga una respuesta como la tuya.

—No tiene que ser igual.

—Te diré... que es lo que no me gustaría de ti, Antoon. Así sabrás que es lo que me agrada.

—Soy todo, oídos.

No dejaba de acariciar su rostro.

—No me gustaría que retornaras a ese estado de inanición profunda sin que puedas reconocerme. Que me vuelvas a mirar sin mirarme. Que enmudezcas con las palabras del olvido. Que me ignores cuando estoy presente. Que te suplique amor, sin que me escuches. No me gustaría sentir tus emociones frías como el metal, que sin vida, suele ser cortante y temeroso. No me gustaría que tu corazón diera un latido cada día. Sentir tu agonía respirando entre mis miedos. O que respires dolor en vez de aire. Que tus besos sean imaginarios como tu amor. Que tu sonrisa sea una mueca rígida sin esperanza de vida. Que tengas miedo a morir o a vivir, y te quedes en medio de la nada sin tomar el autobús a cualquier parte...

»No vuelvas a enfermar, Antoon De Brouwerinn..., porque me veré obligada a morir, para salvarte. No creo que una próxima vez... pueda hacerlo estando con vida —lo dijo sollozante.

Antoon quedó absorto al escucharla.

—Por lo demás, todo me gusta —añadió.

—¡Vaya! —exclamó—. Nunca imaginé una respuesta así.

Hubo un silencio espiritual y una ansiedad sexual, casi que al tiempo.

—¿Puedo preguntarte algo más?

—Si.

—¿Qué te hizo salvarme?

—Advertí en tu rostro, una muerte profunda con ganas de vivir, que me hizo interesarme.

—Qué complejo. ¿Y cómo puedo interpretarlo?

—Es fácil. Me enamoré cuando te vi, Antoon De Brouwerinn. El amor verdadero te muestra obstáculos por superar, que solamente pueden ser posibles en ese estado. Hasta le tomé una foto a tu rostro. ¿Quieres verla?

—No puedo creerlo. ¿Tienes una foto mía cuando estaba en estado vegetativo? Debe ser el semblante de una momia.

—No exageres. Le hice algunos retoques digitales.

Buscó en la sección de multimedia del celular.

—Acá está.

—Bueno, no quedé tan horrible. Ahora comprendo por qué te enamoraste.

—No seas chistoso.

Sonrieron.

—Creo que es hora de que la reemplaces.

Iraíla tomó el celular y lo enfocó hacia él. Guardó la fotografía y reemplazó la anterior que fue a dar a la papelera de reciclaje.

—No es para reciclar, amor. Debes eliminarla. No quiero que guardes un recuerdo como ese, por más que así me hayas conocido.

—Como digas... —procedió a borrarla—. Bueno. Ya estas complacido.

—Gracias. Dime una cosa. ¿No pensaste que pudiera rechazar la oferta de tu corazón?

—Era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Tuve tres meses para pensarlo.

—¿Quién se enamora de un vegetal?

—Los vegetarianos, supongo. Igual que de la carne, se enamoran los carnívoros.

—Que graciosa. ¿Cuándo me río?

—Después de que me beses una vez más... Un beso de verdad —suplicó.

—Déjame primero volar y luego nadar en tu mirada, para sentir la frescura de la libertad al disfrutar de esas dos emociones.

Endulzó sus oídos, antes de reposar la cabeza de Iraíla sobre las cartas y acomodar su cuerpo sobre el de ella, para quedar a un suspiro de recrearse en el elixir de sus ojos. Fue un minuto antes de desprenderse hacia su boca, como si fuera un penitente que vive abusivo del amor carnal. Y desde allí, cada quien imaginar la ruta hacia la ventura.

Pero por desdicha no estaban solos, ni era el lugar indicado, ni era el momento previsto. Sin embargo, la obscenidad de un pensamiento sano fluyó, para alterar la órbita espiritual con sus necesidades fisiológicas, que debió morir en el intento de una caricia atrevida del falo juvenil por encima de la vestimenta, al frotar el pubis sensorial de Iraíla para sentir su música, y recordar, que había cuatrocientos setenta y seis testigos debajo de sus cuerpos, entorpeciendo el cliquear de sus órganos reproductores. Se conformaron con un concierto de besos sin perder el cauce de la ropa. Y después, recordaron que los sánduches y el té debían ser consumidos, para que Abigaíl, no mancillara su alma con pensamientos innecesarios.


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