Capítulo 25
El tema de una posible santa en vida cogió tanta trascendencia, que la casa de los Willevark, a la velocidad de un susurro apasionado, se convirtió en un objetivo para muchos: peregrinos, periodistas, curia, políticos, empresarios, fotógrafos comunes, etcétera. Hasta que llegaron los paparazzis, que como avispas picadas, la asediaban para hacer fortuna.
También estaba el grupo de los curiosos, que todavía no formaban parte de algún bando. Igual que los escépticos que no eran pocos, pero más flexibles: hasta no ver... no creer.
Y entre la multitud residían los grandes piadosos. En aquella época de escasez espiritual, eran menos que los huérfanos de religión o creencia alguna. Había gente de toda clase: negros, blancos, mestizos, etcétera; niños, jóvenes, ancianos. En sus rostros se podía leer la etiqueta de la enfermedad: terminal, crónica, dolencias; cáncer, asmáticos, depresivos, amputados, etcétera. El resto, contagiados de esa bacteria inquisitiva que mortifica el cerebro y que no tiene cura: la curiosidad.
¿Quién más que los medios de comunicación para alabarla?
La policía fue enviada para controlar. Inició con dos... luego fueron cuatro... luego ocho, y como iba la cosa con la creciente humana, todo el escuadrón de la policía, terminaría como la mayor delegación representativa para el anhelado evento. ¿Cuál? Por más de una hora persuadieron a la muchedumbre para que se fueran a sus casas. Nadie obedeció.
La terquedad es como el corazón, trabaja veinticuatro horas cada día.
No había duda de que se trataba de un asunto religioso que no requería la fuerza letal, sin embargo, los agentes llevaban las manos dispuestas sobre la funda donde vivía el arma. Entre otros accesorios de fe coercitiva, portaban: sobaquera, estuche porta gas, carabinas, máscaras de gas, gases lacrimógenos, antiparras, casco, porra, escudo de protección y rostro enérgico.
De seguro que no llevaban las carabinas lanza gases para que Iraíla las bendijera con su canto.
Las discordias comenzaron con los escépticos armados de injurias para boicotear el evento improvisado. En fila india, con un solo propósito, desfilaron entre la gente abucheándola, cargando carteles de protesta que decían:
«Dios no presta sus milagros a un mortal».
«La fe no es un acto de hechicería».
«Si la iglesia aprueba esta farsa, es cómplice de su creación».
A plena tarde, ya eran cientos, casi que miles con el hambre a cuestas. Sin panes ni peces en una era moderna.
El sol deslizaba sus uñas candentes sobre la piel rojiza, y una santa en manifiesto y sin ganas, permanecía esquiva. Algunos cerebros perdieron la lucidez, y los disturbios no se hicieron esperar. Al caer la tarde, uno entre los devotos que cargaba un par de muletas, y que parecía no tener cuello, al revelar sus hombros encaramados por el uso quien sabe desde cuándo, tarareó con ganas y con hambre:
«Quiero oírte cantar, Iraíla».
La frase se reprodujo cada vez más robusta, y más... y más... que se convirtió en un muro de fonemas irrompible y prolongado, con la intención de convertirse en un muro de Berlín o una muralla china, si fuera necesario. Las voces sueltas de los escépticos naufragaron en su corriente, y perdieron la vida. Fue prudente que el inspector de la policía se hiciera presente con dos oficiales en la casa de Iraíla.
Su madre ojeó por la ventana antes de abrir la puerta. Su padre arremetió tan pronto los vio.
-¡Deben sacarlos de mi propiedad! ¡Todos son una amenaza para mi familia! -vociferó.
-Por lo que veo, no creo que estén dispuestos a irse -explicó el inspector-, a menos, que su hija los complazca... cantando.
-No pondré a mi hija como carnada de lobos -señaló su madre.
-Si ella canta, señora, y nada ocurre... será fácil desmentir el asunto de que hace milagros -recomendó el inspector.
-Se irán a sus casas y todo volverá a la normalidad -dijo uno de los agentes.
El muro de palabras seguía firme y daba la apariencia de haberse clavado en la tierra.
Iraíla descendió las escalas. Todos la miraron.
-Cantaré -dijo-. Tal vez el inspector tenga razón, mamá.
-No. No saldrás, dijo su padre.
-¿No fuiste tú, papá, quien dijo que no era santa? ¿Que todo era un malentendido? Tienes razón. No lo soy. No pasaré el resto de los días escondida por miedo a que me hagan daño. Nada va a pasarme. Cantaré... y todo terminará. Todos se irán. Quiero vivir una vida normal.
Su padre se tragó las palabras. Sabía que tenía la razón y no era hora de excusarse. Se detuvo en frente de él, y le dijo con su silencio envuelto en gestos de dolor y de amor conjugados, que confiara. Hizo lo propio con su madre. Luego, se dirigió a la puerta de entrada tímida y resuelta. Suspiró deseando que Antoon estuviera allí, a su lado. Cuando la puerta se abrió con la ayuda de uno de los agentes que iba delante, sintió que aquella muralla de palabras, le caería encima.
Iraíla quedó al descubierto cuando el agente se apartó. Estaba sola en el escenario con su talento. Llevaba puesto un camisón blanco que le llegaba debajo de sus rodillas. Andaba en sandalias. De su cuello, colgaba un crucifijo de plata que recibió como obsequio en su primera comunión. La última luz del atardecer descendía plácida y reluciente sobre su cabello rubio. Tenía la mirada de un espíritu celeste, cuando en el iris de sus ojos, se observaba el cielo. La mirada era perfecta como su voz.
La muchedumbre se había dividido en dos pandillas: una colosal defensora de la causa, y la otra minúscula, que como todo suceso insignificante, tiende a hacer bulla para adquirir importancia.
El manifestante del cartel: «Dios no presta sus milagros a un mortal», cometió el error de agredir su casa a piedra desde uno de los costados, sin dejar de maldecirla. La injusta frialdad de la policía actuó con el trinar de las porras sobre su cuerpo.
Jan Willevark quiso intervenir pero la puerta no abrió. Su madre sollozaba.
El muro de palabras seguía firme...
Por la intimidación se le hizo un nudo en la garganta. Sin embargo, con el arma de la tolerancia dibujada en su rostro pasivo, Iraíla cerró sus ojos y abrió su corazón.
Sus padres, la policía, los escépticos, los huérfanos de religión y algunos otros, esperaban que todo terminara. Pero la fe, invisible como el wifi, se conectó con el único usuario dueño de la cuenta por fuera de todo conocimiento: Dios.
En su interior, Iraíla comenzó a escuchar la orquesta... La multitud enmudeció, cuando el sonido adquirió cuerpo terrenal para ser escuchado.
Todos miraban a todas partes. No había orquesta.
No había músicos. No había micrófono.
El muro de palabras estaba sin palabras.
Los cuerpos comenzaron a hincarse. Menos los escépticos y algunos curiosos. Los huérfanos de religión comenzaron a dudar sobre no creer. Había demasiados pensamientos revueltos, y apenas era el principio.
Las cuerdas vocales de Iraíla hacían bien su tarea y parecían calentarse con la fe. Una puesta de sol explayada en su garganta se convirtió en oasis para suavizar el sonido. El nudo atado por las circunstancias se desató, para darle libertad al más perfecto de los timbres líricos saliendo de su boca, dispuesto a volar como la más preciada de las aves, que pareció el espíritu antiguo de una fascinante soprano, hilvanado con hilos milagrosos bendecidos por la mano de Dios, y resucitado en la voz juvenil de Iraíla.
Las notas alzaron vuelo hacia el pico más alto. Fue entonces, cuando el sonido de su voz se triplicó, y como bandada de pájaros, se lanzó al vacío para rociar ondas de radio curativas nacidas desde adentro. El espectro milagroso obró con prontitud como el analgésico de las adversidades.
Los milagros comenzaron a aparecer en medio del canto:
-¡Puedo ver! ¡Puedo ver! ¡Puedo Ver!... -fue el primer grito con eco que desencadenó los otros.
-¡Puedo respirar! ¡Puedo respirar! ¡Puedo respirar!...
-¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar! ¡Puedo hablar!...
-¡Puedo caminar! ¡Puedo caminar! ¡Puedo caminar! -gritó el hombre de las muletas responsable de iniciar el muro... Sin ellas, había recuperado el espacio del cuello.
-Puedo.... Puedo... Puedo...-dijeron otros.
Era comida para el escéptico que, con el cerebro lleno de verdades, no dejaba de ser miserable al maldecirla. Cómo dicen: «El diablo es necio».
No todos fueron curados. Y los escépticos de los carteles, malhadados, sintieron espasmo, lagrimeo e irritación, como si hubieran sido rociados con gas lacrimógeno.
Aquellos con miembros amputados, que asistieron con la esperanza de la regeneración celular de sus partes, habían olvidado que no eran salamandras. Pero a cambio, se regeneraron las células de su espíritu invisible cuando los cobijó una paz interior que desconocían, para hacerles entender, que siempre hay esperanza.
Y aquel enfermo de sida, doblegado más por la fe que por la enfermedad, debió callar la gracia al sentir su cuerpo limpio, cuando una nueva oportunidad era una advertencia para que aprendiera a usar su instrumento de gestación.
Prefirió llorar su dicha a solas que gritar a los cuatro vientos: «Ya no tengo sida».
Los curiosos de la curia: clérigos, diáconos y algunas religiosas que los acompañaban, se santiguaban y susurraban cánticos... Conmovidos unos, y otros contagiados. Una gran parte de los huérfanos de religión habían sido adoptados.
Todo el evento fue visto en directo por la magia de la tecnología. Mensajes, videos y fotografías, transitaron por las venas incorpóreas del universo para mostrarse al mundo. Era la primicia de última hora.
Cuando terminó de cantar, la orquesta apagó sus notas. Permaneció en silencio con los ojos mirando su interior. Su cuerpo perdió la fuerza y la abrazó una palidez que debió habitar en varios cuerpos a la vez. Y antes de que se golpeara contra el piso, Iraíla también obtuvo su milagro personal, cuando la recibió Antoon en sus brazos.
Sabía que iba a ocurrir.
Los gritos de su padre y de su madre se escucharon nítidos. Con el tormento y las oraciones de Gisele, la puerta cedió.
Ya Antoon se había marchado con ella.
Su protector terrenal: Antoon De Brouwerinn, debió cargarla y conducirla por un costado de la casa hacia la parte trasera, donde tenía estacionado el automóvil. Al no retornar de su estado de inconciencia, la condujo al hospital.
Algunos otros lo seguían.
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