Capítulo 24
Estaba estacionando el automóvil en frente de la casa cuando Antoon hizo su aparición.
—Señor Jan.
—Hola, Antoon. ¿Se te ofrece algo?
—Vengo a visitar a Iraíla, señor...
—No creo que sea conveniente. Vengo de visitar al padre Ceferino. Sé que lo conoces, y según él, no se puede hacer nada con lo primero que tenía en mente para evitar que mi hija salga lastimada. Eso implica un cambio de planes, así que... —lo miró directo a sus ojos— No quiero que vuelvas a verla. No quiero que la llames. No quiero que la enamores. Mucho menos quiero que la tentes con el piano para que cante. Y procura no enfermarte para que no tenga que resucitarte... No quiero que mi hija se convierta en una estatua de carne a la que todos le rezan y la manosean para que les haga el milagro. No será un señuelo de tu familia, ni de la iglesia, ni de Dios. Ella será normal como todas las jóvenes de su edad.
—No creo que todo dependa de usted, señor. Y menos de mí.
—¿A qué te refieres, Antoon? Se te olvida que soy su padre. ¿Crees que tu familia tiene derecho sobre ella? ¿Qué pueden manipularla? ¡Es una niña...!
—No sé a qué se refiere, señor Jan.
—¿No sabes a qué me refiero? Desde que te conoció, pasa la mayor parte del tiempo en tu casa, y de repente... ¡ES SANTA! Que te alivió de un coma que pudo ser inventado. ¿No que tienes una tía religiosa, y que tu tío, el muerto... era sacerdote? Y por mera coincidencia, el día del sepelio, el mismo día en el que interpretaste EL PIANO, Iraíla hace su mayor «MILAGRO». Y los que fueron curados, resultaron ser amigos leales de ese tal Cleo....
La conversación que parecía tener un participante, comenzaba a tornarse pesada. Antoon decidió ser solamente oídos.
—Que tenga buena tarde, señor —dijo lo que le correspondía.
—Que te quede claro: Jamás será tu amor... ni tú SANTA... ni NADA —le vociferó mientras se alejaba.
Retornó a su casa, recogiendo con el pensamiento los pasos marcados para que olvidaran el camino a la casa de su amiga. Fue directo al piano para desahogarse. Todo lo que no le dijo a su padre, lo restregó en las teclas después de los conciertos número uno y dos para piano de Franz Liszt, cuando la partitura metida en su cerebro, se desbocó en su propia composición sintiendo el riesgo de perder a Iraíla, que la apabullante embestida de las teclas amenazó con desgastar las puntas de sus dedos, y el sonido más agudo de las notas corriendo por las venas, insinuó con su filo, una apocalíptica pena de muerte.
La balada romántica de la noche anterior, había sido asesinada.
Aquel día, tétrico para su pensamiento, se olvidó de llamarla. No porque lo hubiera olvidado realmente.
Iraíla se cansó de llamarlo al celular, cuando la llamada al teléfono fijo insinuaba estar desconectado. Eso habría querido hacer con todo su cuerpo. Pero el insomnio no le hizo caso.
A la mañana siguiente, lejos de imaginar lo que había sucedido entre Antoon y su padre, Iraíla insistió con la llamada al celular. Antes de darse por vencida, lo intentó al fijo. El ring del teléfono obró como un inhalador, que una aspiración rápida y enérgica traducida en: «por fin», suavizó el aire pesado de sus pulmones.
La voz de Abigaíl no era lo que Iraíla esperaba. Ni Abigaíl esperaba que su sobrino le hiciera señas para no pasar al teléfono, luego de escucharla pronunciar su nombre. Supuestamente: no estaba.
Las dos mujeres quedaron resentidas: la religiosa, por mentir cuando no era parte de su vocación, y menos cuando se estaba generando daño a una persona que se había ganado su aprecio. La joven, porque no comprendía el repentino silencio de dos días, después de haberle declarado su amor. Se le ocurrió pensar que la palabra: «TE AMO», había sido demasiado en tan poco tiempo, y a la postre, un sentimiento nocivo como para espantarlo.
Alguna vez le escuchó decir a su madre:
—Decir: «te quiero», es una frase obligada que debe pronunciarse con la voz; pero, decir: «Te amo», no necesita palabras, basta con la mirada, la sensualidad de una caricia, el placer de un beso o el olor de la piel enamorada. Lo que comprueba que la palabra muda existe, porque la escuchan todos los sentidos.
Abigaíl se acercó a Antoon, que todavía olía a trasnocho.
—¿Está todo bien?
—Sí... Eso creo...
—Estaba preocupada por ti —dijo—. Se le sentía... triste. ¿Hay algo que quieras contarme?
—Es probable que ya se enteró...
—¿Quién? ¿De qué?
—Su padre... me prohibió verla.
—¿Por qué?
—Es absurdo... Nos responsabiliza de su «don». Dice, que quiere una hija normal. Hasta se atrevió acusar al tío Cleonzio, por lo que sucedió en la iglesia... Cree que todo es un montaje, que por alguna razón... la estamos manipulando. Dijo que fue un invento lo de mi estado vegetativo.
—Si eso dijo... no hay duda que su padre está enfermando. En ningún hospital se inventan una enfermedad de esa trascendencia. Además... ¿Qué ganaríamos con eso? Nadie tiene poder por encima de Dios. ¿Fue esa la razón por la que castigaste el piano ayer?
Respondió con la mirada.
—¿Por qué no la llamaste? No creo que la mejor decisión sea precisamente ignorarla.
—No sabía qué decir. La habría herido, tía.
—¿Crees que no lo haces con tu silencio?
—Ve a bañarte. Quítate el desgano. Toma una buena taza de café caliente. Come algo... recupera energías, y... llámala. Ya se le pasará la rabieta a su padre.
Antoon se dirigió al dormitorio para iniciar con la tarea encomendada por su tía. Hizo cada cosa sugerida. Tan pronto lo estimó su corazón, la llamó. La puso al tanto de lo ocurrido:
—Debiste enterarme de inmediato —reclamó Iraíla.
—¿Qué habrías hecho?
—Confrontarlo.
—Algo debió decirle el padre Ceferino. Lo mencionó durante el sermón. Fue antes de que alucinara agarrando mi cuello...
—No seas chistoso.
—No estabas allí... Por poco ocurre. Debí preguntarle el motivo de su enojo para que me prohibiera verte.
—De nada habría servido. Créeme. Conozco a mi padre. No necesita motivos para tomar una decisión, pero si los hay... se siente más seguro de hacerlo, y no hay poder humano que lo haga cambiar de parecer.
—No me equivoqué al juzgarlo antes de tiempo. Mi sexto sentido...
—¡Que impresionante!, mi querido Antoon De Brouwerinn... ¿Tienes un sexto sentido? —interrumpió.
—No te burles... Decía que, mi sentido... cualquiera que sea el número... —Iraíla se rio—, ya me había advertido de su rara simpatía.
—¿Te parece... si cambiamos de temática? —preguntó ella. Y al cabo de unos minutos, el tema de su padre fue opacado por sus sentimientos. Era más fascinante y sano.
Mientras esto acontecía, no había cómo detener el contagio de los comentarios. Bastaron tres semanas, para que las murmuraciones y las suposiciones, la convirtieran en heroína o la enjuiciaran (con mayor fuerza en la primera).
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