Capítulo 23
La casa cural estaba colmada de fieles. Jan Willevark debió esperar su turno. Su esposa no quiso acompañarlo al discrepar su decisión. Debió esperar más de una hora. Pero prefirió hacerlo. «A los malos momentos... hacerle frente a tiempo». Se dijo.
Cuando habló con el clérigo luego de presentarse, le explicó en detalle su interés, y la preocupación familiar en la que supuestamente intervino su esposa. La hizo ver como la más aquejada por el tema. La muerte de su hija Alix, sirvió de argumento para excusarla de ir y fortalecer la preocupación.
—Un duelo del que aún no se recupera, padre, y ya está iniciando otro en vida... —dijo.
No tuvo la valentía para revelar el verdadero nombre del protagonista. Supuso mientras explicaba, que aquella mentira se borraba con un padrenuestro y un credo.
El sacerdote lo escuchó pensativo, pero con mejor actitud y disposición que cuando escuchaba la retahíla de pecados en el confesionario. Había un especial interés al tratarse del padre de Iraíla. Terminado el discurso de Jan, abrió con brega el primer cajón del escritorio, y sacó una carpeta de las varias que estaban apiñadas; la puso encima a la vista del visitante. Lucía estropeada en los bordes por las consultas de los curiosos; inflada y deforme por los recortes de noticias, las fotografías, las cartas, etcétera. Parecía un buzón de opiniones. Se trataba de Iraíla.
—¿Está seguro de que se trata de un malentendido, señor... Willevark? Observe. Ya no cabe una hoja más... Esa ha sido la causa por la que durante esta semana, la casa ha estado inundada de fieles. Quieren saber de su hija. Quieren... que les asegure que todo fue real. Algunos, incluso, me consultaron si lo ocurrido se puede interpretar como un mensaje de Dios, para darnos a conocer que su venida está próxima. Jamás había tenido la experiencia de tantos interrogantes juntos, que me quedé sin respuestas...
El señor Jan Willevark sintió vergüenza ajena.
—¿Puedo...?
El padre Ceferino asintió.
Como quien busca algo extraviado, pasó y repasó las hojas antes de detenerse y hacerlo de forma razonable.
«Hay dos formas de ver la vida —dijo el sacerdote—, la una es: creer que no existen los milagros, y la otra: creer que todo lo que ocurre en nuestras vidas, es un milagro»... Albert Einstein.
—¿Qué dijo, padre?
—Albert Einstein... Fue quien lo dijo.
Lo miró desconcertado al expresar efusivo el comentario de un científico.
Hubo un espacio de silencio en el que se ofuscó una docena de veces, sin que dijera una palabra. Su cara no mentía. Hasta con el olfato hurgó entre los recortes. El sacerdote lo observó con la discreción de un asunto religioso.
—Sé lo que ocurrió aquel día —prosiguió—. Conozco bien a algunos de los fieles, y...
De pronto, una corriente de aire frío que se coló por la ventana, le produjo tos. Debió carraspear la garganta para expulsarlo.
—Dígame una cosa, padre —preguntó, luego de que el padre Ceferino recuperara el aliento—. ¿Cree usted realmente lo que pasó?
El clérigo argumentó la respuesta con otra pregunta.
—¿Lo creería usted, si de repente viera con sus ojos, a invidentes ver, a tullidos caminar perfectamente; a depresivos que en años olvidaron el rasgo de una sonrisa, sonreír...? Conozco de memoria los discapacitados de la comunidad, a varios de ellos les impartía la comunión en su casa, pero contaron con la dicha de asistir a la iglesia en silla de ruedas para despedir al padre Cleonzio. Acá, tengo un par arrumadas... ni siquiera quisieron llevarlas de regreso por el temor a una recaída.
—Es innegable que su hija tiene un «don» sagrado, que por algún motivo le fue otorgado desde arriba. Llevo más de tres décadas oficiando misa, y es la primera vez que tengo el privilegio de ver algo así. Y presagio... que no será la única vez que ocurra. Es por lo mismo, que me atrevería a pedirle al Señor, que a diferencia de Simeón, me otorgue de nuevo el privilegio de presenciar un nuevo milagro nacido de su canto. Y entonces... tendría el más grande de los motivos para decirle: «ahora sí, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo». Ha de pasar toda una vida, para presenciar un verdadero milagro en carne viva, que proviene como mandato del cielo a través de un mensajero. Y eso es su hija, señor Willevark. Una mensajera celestial.
—¡Por Dios! No sabía lo de la universidad —indicó al leer los recortes bajados de la internet.
Dio la impresión de desviar el tema.
Lo del hospital... —continuó—, lo supe porque allí trabaja mi esposa. Cuando me enteré, no lo vi como un suceso anormal. Se trata de recién nacidos, padre. ¿Quién puede asegurar cuándo lloran y cuándo no?
—¿Y esto? —preguntó, extrayendo un manojo de papeles, que grapados, tenía la apariencia de un manuscrito. Estaban redactados a mano, como si los pecados ya los enviaran por escrito.
—Son declaraciones de otros sucesos verbales, que al parecer, ocurrieron mientras Iraíla cantaba apacible en algún lugar. No tiene que ser en una manifestación... o iglesia... o algo que se le parezca. Puede hacerlo en una tienda, una parada de bus, en frente de una sola persona... A solas..., y si algo ha de ocurrir... ocurrirá, y no habrá quien lo detenga.
—Esto... es imposible... Me sorprende, padre Ceferino. No creo que mi esposa lo sepa.
Por su carencia de fe, desconocía hasta la habilidad extrasensorial de la mujer argumentada en su sexto sentido.
—Vi lo que ocurrió aquel día, y sé cómo me sentí. No necesité buscar toda esta información... Me fue llegando cada día por los habitantes de la comunidad y por mis colegas. También había una docena de clérigos y más de cuarenta religiosas. Y todos vieron lo mismo. El viejo Cleonzio no pudo tener una mejor despedida. Supe que conoció a su hija. Que es amiga de su sobrino Antoon. Fue él, quien toco el piano ese domingo...
Cada comentario quedó sin interlocutor. Estaba demasiado ocupado entre papeles. Pero algo debió oír. Al final de la carpeta, resaltaba el resumen de una larga lista de los favores otorgados con su canto. Tenía como título: «Milagros». Sin interrogantes. Fue lo último que ojeó.
—Por cierto —llamó la atención—, ¿cómo le fue a Iraíla después del desmayo? Quedamos preocupados y confusos con todo lo que pasó, que nos olvidamos de ella. Por poco nos coge la medianoche sacando feligreses del templo. Pero fue mejor así, o quien sabe qué habría pasado.
—No tengo la más mínima idea de lo que me habla, padre —respondió pávido por la noticia.
—¡Ah!, una cosa más, señor Jan. ¿Sabía usted que Antoon, el amigo de su hija, estuvo en estado vegetativo por dieciséis meses postrado en una cama, más muerto que vivo, y que no fue la medicina sino ella, la que lo retornó de su estado el día que le cantó? Creo que esa información no estaba en la carpeta.
Jan Willevark quedó petrificado con la última noticia, que sus cuerdas vocales perdieron el sonido.
—Si eres creyente, debes darte por bien servido, hijo. No es normal que de un pecador nazca un milagro —añadió.
Dio la impresión de que le restregó el comentario en la cara que lo consideró suficiente para terminar. Una mueca reveló que no fue de su agrado.
Desde que llegó a la casa cural adoptó una actitud desafiante, y no dio muestra alguna de satisfacción cuando se trataba de su hija. ¿Acaso, algún descontento porque Dios no le consultó sus planes? Debió regresar a la casa con la cola entre las patas. Su plan fue un perfecto fracaso. Ahora tenía demasiadas preguntas revueltas en su cabeza, y un ligero malestar por el último comentario injurioso.
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