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Capítulo 21

Todo avanzó con la muerte de Cleonzio.

Le había cogido afecto a la amiga de su sobrino, en particular, por su alabanza a la humildad.

Iraíla estaba en la casa ayudando a su madre con los quehaceres, y contando sus venturas, cuando recibió un mensaje de Antoon en la mañana: «Mi tío Cleonzio acaba de fallecer». Tristemente murió padeciendo un episodio de Alzheimer, que se marchó sin una pizca de memoria en su cerebro que le recordara su vocación. Había perdido el pasaporte religioso hacia la eternidad. Por fortuna, en su alma iba escrita su vida.

La muerte de Cleonzio resonó en la curia, y la iglesia retumbó de curiosos y de fieles, por más que se tratara de unas exequias privadas. Parecía una asamblea de clérigos, entre los que había algunos eméritos que fueron a darle el último adiós terrenal.

Por parte de Abigaíl, en un gesto humanitario, las religiosas abundaron como una cosecha variada de frutos grises: amargos y dulces, o a bien decir: ásperos y delicados, cuando las facciones de sus rostros no las hacían ver a todas tan amigables como debiera. Se les veía enclaustradas en sus oraciones. Abigaíl ya no vestía el hábito que la identificaba desposada por el Señor. Pero todavía, lucía aquella decorosa mirada donde se vislumbraba el voto de obediencia, como una necesidad que antecede a la costumbre, siendo una tarea cotidiana de las religiosas en su papel de evangelizadoras de la humanidad.

Parecía llorar la pérdida de su hermano, aunque tenía claro como él mismo, por su condición de religiosos, que el cuerpo terrenal no es más que una prisión para el alma que los distancia de Dios. Se le veía sumisa sentada junto a su hermano Ezequiel; pulcra, íntegra, decente y con un pequeño libro entre manos; parecía: rezar, leer, suplicar, implorar o algo por el estilo con tan santa devoción, que nada externo la desviaría de su tarea. Pero no fue así.

Ezequiel, por su parte, lamentaba la pérdida de su hermano y su más leal amigo. Otra molestia para su metabolismo y su aturdido cerebro que comenzaba a fatigarse con las tragedias. Se le vio susurrando todo el tiempo; quizá, le estaba mandando algún recado con su hermano, a sus dos esposas muertas y sus dos hijos.

El piano sonó en las manos de Antoon, y la sutileza de una voz mágica y profunda, desgarró el silencio para incrustarse en el torrente sanguíneo, y llegar hasta el corazón para aliviar las penas. No había un alma sin penas en el templo por más religiosa que fuera. Iraíla cantó con tal pasión durante la eucaristía, que sucedió lo mismo que con el aniversario de la muerte de su abuelo, los congregados se olvidaron del difunto, y el difunto mismo por poco y se deja ver, cuando la solemnidad del canto lo libró de ir al purgatorio.

A Iraíla, solamente le preocupaba que la recriminara en sueños, si no se sentía complacido con su voz. Ya imaginaba el azote de Parkinson resucitando en sus manos para castigarla. Pero sin duda que estaba agradecido con ella, y lo estaría más, cuando sin la vestimenta terrenal, tenía de nuevo el placer de escucharla cantar.

En su reciente estado los oídos eran totalmente puros, y la voz de Iraíla, sería como un suspiro de Dios para suavizar el alma que iba en su búsqueda.

El preámbulo del sacerdote fue simple, directo y sin añadiduras: «La muerte es una realidad ineludible que nos proporciona el placer de trascender el límite para llegar a Dios». En seguida, las palabras del introito, se escucharon líricas en los pesarosos labios del sacerdote: «Réquiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis». Y el asentimiento se escuchó de todos los presentes.

Iraíla entonó en su estilo lírico las canciones: «Dale señor el descanso eterno, y, Dichosos los que mueren en el señor».

Con cada canto religioso libre de las impurezas del canturreo, se desató un sinfín de emociones. Los ruegos, como una colcha de plañidos, que susurraron las bocas de los fieles luego de que fueran emanados de sus corazones, dieron sus frutos. El padre emérito iba camino a la nueva vida envuelto en una especie de felicidad idílica y musical, y los vivos que tenían el placer de escucharla, se recuperaban de sus dolencias.

Iraíla entonaba el canto lírico, y el drama musical de las necesidades de los fieles, se convirtió en ventura. Su generosidad consolaba a los afligidos y atribulados, igual que desconsolaba a los desagradecidos, o a los que pasaban desapercibidos para su virtud milagrosa.

Fue así, como la triste experiencia de la muerte de Cleonzio, se convirtió en un acontecimiento inesperado, como si él, hubiera deseado, que todos se enteraran del elixir milagroso que despertaba la voz de Iraíla, que parecía amplificarse por sí sola. Sucedió cuando la joven de la lírica prodigiosa en sus cuerdas vocales, que debieron ser hilos celestiales, lisonjeada con el apacible y majestuoso sonido del piano en las mágicas manos de Antoon, entonó la canción:

«El espíritu de Dios está aquí».

Fue entonces que los comentarios fluyeron en un susurro interminable.

El cortejo fúnebre del padre Cleonzio, aromatizado de pesadumbre y de congoja, acabó por convertirse en un evento de lanzamiento artístico y milagroso bendecido por la euforia de la gente. El templo hervía a más no poder. Él, desde su nueva experiencia tras la muerte, debió decir: «aleluya».

Al final del canto, al abrir sus ojos, Iraíla miraba asustada a su amigo Antoon que vivía plácido el momento, y le hacía gestos de gratitud. Los dos desconocían lo que la nueva revelación significaba... Comenzó después de que la primera voz de agradecimiento rompió las cadenas de la timidez:

—Canta cómo un ángel.

—Siento que mis temores han desaparecido.

—Ya no siento la molestia en mis piernas.

—¡Oh, por Dios! Su canto me ha sanado.

—¿Quién es esa joven?, acaso... ¿una santa?

Acto seguido. Los que sintieron algún tipo de alivio: físico, espiritual, emocional, etcétera, no dudaron en querer tocarla, conocerla o saber de ella...

Indudablemente que no fueron todos. Era apenas el principio. Fue esta la razón para que se presentaran emociones contradictorias, cuando no todos percibían el mensaje del canto en su versión transformadora y sanativa, porque no todos los que asisten a la iglesia, sea cualesquiera el templo y la religión, son leales al compromiso de renovar su vida con la fe. Hay quienes ni siquiera saben qué es.

Lo cierto es, que los retos del señor no son para nada fáciles, sino, pregúntale a Abraham, a Moisés, a Job, a Juan el Bautista, a Noé, a Simón Pedro...

Un desvanecimiento mayor al sentido cuando le cantó a su hermana Alix, le llegó repentino. Antoon que no le quitaba los ojos de encima, advirtió a tiempo que no se sentía bien, y antes de que su cuerpo se desvaneciera entre la gente que ya comenzaba a abrumarla, la tomó en sus brazos. Un sacristán, un clérigo y Abigaíl corrieron para auxiliarla. El padre Ceferino que oficiaba la eucaristía, y que apenas volvía del trance lírico, intentaba vanamente controlar a los fieles. Sólo pudo lograrlo, cuando Iraíla fue conducida a la casa cural para ser atendida.

Sin que lo supieran, el responso había sido complacido... No había duda de que el señor escuchó su voz y se enamoró. Llegó el día en que iniciaba el más grande temor de su padre.

Era la primera vez en la historia del templo, que una eucaristía había tenido tanto revuelo. Y no precisamente porque se tratara del sepelio del padre Cleonzio. No era para tanto.

Las redes sociales se encargaron de popularizar el nombre de: Iraíla Khaes Willevark.

Los actos anteriores de Iraíla: el suceso en la universidad, el ocurrido en la sesión de neonatología del hospital, la recuperación de Nifriz, el retorno de Antoon de una muerte vegetativa, el aniversario de la muerte de su abuelo y hasta la crónica del magazín, fueron resucitados con la nueva experiencia.

Un álbum imaginado de su vida comenzó a tomar fuerza. Ya no sería fácil retornar al anonimato, y menos, al tratarse de un asunto religioso. Pero como en todo asunto que involucre a los seres humanos, no habría de faltar la oposición en los escépticos.

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