Capítulo 2
Todo comenzó con Alix. Su hermana menor.
Nació tres años después de ella. Se presume que el encargo fue en la luna de miel después del matrimonio. Llegó con síndrome de Down. Fue diagnosticado de inmediato por los rasgos físicos peculiares. Cuando todo indicaba que la vida familiar y en especial la conyugal, iniciaba una fase traumática, todo trascurrió dentro de lo normal de la situación sin complicaciones adicionales. Las terapias de estimulación precoz, el cuadro clínico, las enfermedades asociativas y el amor, era un paquete integral de emociones que no debían faltar en su desarrollo.
Gisele contó con toda la ayuda de su hija mayor para la crianza. Así se convirtió en una especie de madre de cuatro años de edad. Y mientras, Jan pasaba la mayor parte del día en el trabajo. Lo traumatizó la idea de tener una hija que demandaba apoyo en todos los sentidos, y algo mejoró de su carácter.
Iraíla le compartía a su hermana Alix casi todo: la ropa, el cepillo de cabello, las hebillas, la mascota, la sonrisa y el canto.
Alix siempre disfrutó que su hermana cantara.
—Hay ángeles por toda la casa —decía, y correteaba con sus manos extendidas hacia delante para ir a tocarlos.
—Canta, Ila. Ellos quieren escucharte.
Iraíla reía y no paraba de hacerlo. Aquello se convirtió en un juego que el pediatra relacionó con su capacidad cognitiva.
La afición por el canto le llegó por las ingeniosidades de su hermana, que fortaleció cada día al anochecer cuando la acompañaba a la cama. Pero el «don» venía desde el nacimiento. Por años, habría de practicarlo cada tarde algunos minutos, para complacer a la señora Lionora... Era su juvenil dama de compañía. Y ella, una mujer magra de casi nueve décadas de vida, seis sutiles enfermedades y una soledad aterradora. La razón por la que requería algo de compañía en la tarde, luego que la señora del servicio se ausentara.
Vivía cerca de la casa de Iraíla y conoció a Gisele en uno de los grupos de oración de la iglesia. Debió ausentarse de la práctica espiritual por causa de una sensación desagradable de dolor al caminar, que la hacía cojear, y que el médico diagnosticó como metatarsalgia. Era la sexta de las enfermedades que padecía. Un día Gisele fue con su hija Iraíla a visitarla. Y en medio de la conversación, la señora Lionora le propuso que, su hija, la acompañara a ratos, para remediar la soledad con su alegría. A cambio, le ayudaría con los gastos del estudio.
Fue esta relación la que más influyó en su vocación de canto cuando la señora Lionora se deleitaba al escucharla.
—Eres un ángel, Iraíla. Espero que cantes en la iglesia el día de mi funeral —le dijo alguna vez que la asustó, y por poco se arrepiente de volver... Algo similar le dijo su pequeña hermana en cierta ocasión:
—Cuando muera y me convierta en ángel, cantarás para que venga a visitarte.
Iraíla no pudo ocultar su tristeza con la ocurrencia, que lloró.
—No llores, Ila. No vendré a visitarte, lo prometo.
La segunda respuesta fue más impactante, que le fue imposible controlar sus emociones.
Y cuando tenía nueve años de edad, por su insistencia infantil, Iraíla participó en un concurso de canto de la escuela. Participaban todos los grados. Interpretó una canción de ópera porque se lo sugirió su hermana. Ella misma había bajado la pista de la web, después que aprendiera la canción al repetirla una docena de veces. Con la primera estrofa, su voz se estremeció lírica y perfecta entre los violines, y entonces se escuchó la voz de Alix:
—Miren, ahí están. Ahí están. Vuelan por todas partes...
Se levantó dirigiendo sus manos por encima de la cabeza, que llamó la atención de todos. Gisele cubrió su rostro para disimular la vergüenza. Muchos otros niños comenzaron a aplaudir y a girar sus cabezas en todas direcciones. Sacudían sus pequeñas manos para saludar, y sus voces volaban como polvo mágico de Peter Pan.
—Ahí van...
—Sí. Puedo verlos, mamá.
—Son hermosos.
—Parecen de verdad.
—Son de verdad.
—Vuelen... vuelen pajaritos de Dios —gritó Alix.
—Quiero aprender a volar como ellos —dijo el último.
Y dicho esto, el niño se levantó de la gradería y se abalanzó al aire. Su delicado cuerpo se golpeó contra el piso de cemento. Los gritos adultos volaron como buitres y se devoraron las inocentes voces. La madre del pequeño señaló con sus gritos a la responsable.
—Sus malditos ángeles lo empujaron —vociferó.
La voz de Iraíla se arrancó de la música con el accidente. Igual que los ángeles.
Y lo que sería divertido se transformó en un espectáculo deshonroso, entristecido y penosamente trágico, por el que Jan, no dudó en castigarla. Siempre imponiendo la autoridad sin reflexión. Gisele lo apoyó con sus recriminaciones para justificar su descontento. Alix reaccionó al castigo con un comportamiento agresivo que Iraíla desarmó con su abrazo.
Debió apartarla de sus padres para calmarla.
—Lo siento. Quería que ganaras, Ila. Me enojaré con los ángeles por lo que pasó.
—No tienes por qué hacerlo. No fue tu culpa, Alix. Y ellos tampoco tienen la culpa. Si te enojas con ellos o los olvidas, me pondré triste, y tú también estarás triste y los ángeles se pondrán tristes. ¿Y sabes qué ocurrirá?
—¿Qué?
—Que Dios también se pondrá triste porque rechazamos sus ángeles. Y, como tú quieres llegar a ser un ángel, no querrás que Dios se ponga triste. ¿O sí?
Alix sonrió comprendiendo el mensaje. Era inteligente. Abrazó a su hermana que disfrutó el abrazo como si fuera el de un hijo.
Se marcharon a casa quedando un malestar en el público.
Desde aquel día, sólo Iraíla la despedía en la cama con su canto, y juntas se entretenían con la función de ángeles que una sola podía admirar. Se supo luego, que el niño se salvó de una tragedia, pero debió lidiar con un brazo fracturado algunos meses.
Iraíla, nunca más participaría en un concurso de canto.
Después del incidente, Gisele se lamentó por haberla recriminado. Laboraba en un hospital infantil como psicóloga, y a diario tenía que lidiar con casos difíciles brindando orientación. La acosó un sentimiento de culpa, que más dolía, cuando la sentía apartada de su vida. Siempre se caracterizó por ser una mujer inteligente, de mentalidad abierta y habilidad comunicativa, consagrada a su familia como a su vida profesional. Pero ante todo, se sentía madre. Su marcada simplicidad era una fuerte influencia en la vida de sus hijas. Alix tenía su limitación cognitiva para entenderlo, pero contaba con el ejemplo de su hermana a quien imitaba.
Los años pasaron con una amistad fortalecida por el amor. Iraíla se convirtió en su tutora visual. Alix la imitaba en todo, o al menos, eso intentaba. La conducta adecuada y el aprendizaje iban de la mano de su hermana mayor.
Procuraba tener el control completo de su hermana menor, pero hubo algo que le fue imposible desde antes... A los ocho años, Alix desarrolló un defecto cardíaco que nació con ella, y que no se corrigió a tiempo. Los problemas respiratorios y los cardíacos se convirtieron en un martirio sin que pudieran robarle la alegría, pero se conjugaron en un solo verbo: morir, cuando tenía doce años de edad. Fue una semana antes de que su hermana mayor cumpliera los anhelados quince años.
Después de su muerte, Iraíla la lloró como nunca jamás alguien había llorado a un ser querido. Silenció las oraciones con una canción de ópera. Cantó con tal fervor su ausencia entre lágrimas frescas al pie del féretro, que la lírica le arrebató ese cromosoma de más en el par veintiuno, el responsable del síndrome... para que su organismo espiritual luciera esbelto y puro. Después de eso, no quiso saber de su fiesta de quince años.
Hasta Dios sintió el escarmiento con su enojo.
Con la última nota de su canto, se desmadejó en los brazos de su padre que la seguía de cerca.
Se supo con los días, que todos los presentes al sepelio quedaron transmutados con la canción de ópera entonada, que olvidaron los agobios personales y hasta la fecha de cumpleaños. Ni siquiera sus padres la mencionaron. Iraíla pasó el día entero en soledad absoluta, como si lo hubiera deseado con la pérdida. Sus quince pétalos de vida quedaron marchitos.
Por semanas, le cantó en su habitación a la hora habitual de llevarla a la cama anhelando que llegara convertida en ángel. Jamás ocurrió. Le tocó aprender de la tragedia.
Ya era alta para su edad. De belleza incalculable en sus dos aposentos: adentro y afuera. El suave tono de su piel, de color blanco alabastro en la plenitud de su fisonomía, simbolizaba el cielo que parecía observar desde sus ojos. El cabello rubio ondulaba sobre sus delicados hombros con visos cenicientos como destellos de pasión; parecía una angelical obra de arte posando en un majestuoso templo juvenil, hecho de carne. El sol de la eterna primavera reinaría en su rostro, hasta que llegara el inacabable invierno de las tribulaciones para contar sus días.
Inició con la muerte de su hermana.
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