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Capítulo 19

Al llegar a la casa gritó su nombre desde la puerta. Ascendió las escalas para dirigirse a su habitación. Iraíla estaba sentada sobre la cama con las piernas cruzadas y el portátil entre ellas. Se le acercó sigilosa.

—¿Fuiste tú... en el hospital...? ¿Cómo lo hiciste?

—No tengo idea, mamá... No lo controlo. Sólo ocurre.

—¿Te das cuenta de lo que eso significa, hija?

—¿A qué te refieres?

Se sentó al borde de la cama.

—No quise prestar atención a los comentarios que rondaban en torno a lo que hacías en la casa de la señora Lionora. Les contaba a las vecinas que la sanabas con tu canto, y que... veía ángeles. Por mi profesión y por su estado emocional, lo relacioné con un trastorno senil. Y en la villa donde estaba tu abuelo. También eran ancianos, afectados por muchos problemas y abandonados. Me atreví a concluir que se trataba de un comportamiento colectivo originado por alguna situación emotiva creíble... de la que todos habían participado.

Era lo que se me ocurría cuando todos dilucidaban sobre lo mismo... No imaginé una situación distinta a la realidad, quizá, porque esos comentarios, que eran demasiados, hablaban de ti, Iraíla. Y ahora que lo recuerdo, cada regreso a la casa por cada domingo de visita, llegabas enferma. ¿Cómo conociste a Antoon? ¿También lo ayudaste?

—Fue en el hospital. Y sí, lo ayudé.

—Fue la vez que enfermaste. Ese día en que te llevamos a urgencias y por una semana entera el vómito te consumió. ¿No es verdad? Por eso fuimos a la habitación... 418. Si. Era esa... Todavía lo recuerdo. Era allí donde estaba hospitalizado. ¿Cierto, hija?

—Sí, mamá. Así fue.

—Igual que ayudaste a la joven picada por la culebra, y a la chica del hospital que padecía de hipertensión pulmonar. Y siempre terminaste enferma. Y ayer, en la casa de tu tía Grishelda, fue ella la que comentó que parecías enfermiza. Ahora todo tiene sentido. Tal vez Alix no estaba equivocada. Tienes un «don». Pero es una especie de milagro nocivo que hace el bien a otros y que a ti te va a matar, hija. Tienes que parar... A eso me refiero. Si es que aún no lo sabe, tu padre no demorará en enterarse y sabes lo que eso significa. Por lo menos armará un alboroto y querrá solucionar las cosas a su amaño.

—Es por eso que no saldré esta semana de la habitación, mamá. No quiero hablar con nadie en una semana.

—Que sabia solución, hija. ¿Crees que es el remedio para todo lo que te pueda ocurrir? Te encerrarás, y estaremos impedidos para hablar contigo. Como si no lo hicieras a diario. Pareces una especie de monja en clausura que terminará más achacosa de lo que está.

—No tiene que ser así. Voy a alimentarme si es lo que te preocupa. Pero también quiero saber qué es lo que me ocurre, y espero que tú o papá, no intenten obligarme a responder con lo que no quiero esta semana. Tendrás que convencerlo, mamá. Quiero reflexionar sobre lo que me pasa, pero quiero hacerlo a solas. No intenten obligarme a hablar con ustedes, ni a contestar el teléfono, ni ir a la universidad, ni al psiquiatra porque no es este tipo de problema. Si lo fuera, entonces Dios está loco. Y todos los santos que hacen milagros están locos. Sé que me amas al igual que papá, y que tú siempre has sido más comprensiva que él. Tal vez... al igual que esto ocurre, encuentre alguna respuesta en mi soledad. Voy a intentarlo.

Su madre la abrazó.

—Sabes que te amo —dijo entre sollozos—. Que eres y serás mi más grande creación. Igual que lo fue Alix.

Durante esa semana, Antoon la desveló con un concierto de llamadas reclamando su presencia, pero no halló respuesta alguna. Debieron pasar dos semanas antes de atreverse a visitarlo de nuevo.

Fue una semana de vacaciones que se dio, al ausentarse de sus compromisos y su reducida vida social. Una semana casi de ayuno y de retiro espiritual aislada de sus padres y del viejo Zan, que le aulló por horas afuera de la puerta cada día. Una semana en que también deslumbró sus ojos, al mirarse en el espejo imaginando una vida con su amigo Antoon. Una semana en que dialogó con su piano y cantó para sí, con la esperanza de hallar algunas respuestas. Una semana en la que ansió noche tras noche escuchar un ángel de Dios, que le dijera lo que estaba ocurriendo. Igual que le pasó a Lot, cuando fue advertido por dos ángeles sobre el terrible castigo contra Sodoma y Gomorra. Pero ningún ángel le advirtió, ni la saludó, ni le llegó en sueños como a los personajes bíblicos. Una semana en que ansió conversar con su hermana Alix. Pero tampoco pasó.

Estaba ensimismada con lo que estaba ocurriendo. Fue una semana en la que no halló ninguna respuesta.

El último día, cuando liberó a su cuerpo del encierro de las cuatro paredes de su habitación, se encontró con la misma realidad del mundo que habitaba. Abrazó a su madre, que daba la impresión de haber ayunado la semana completa.

Fue entonces que retomó el camino de su vida, y decidió primero llamar a su amiga Saray. La misma que intentó localizarla por las redes sociales y el teléfono, más veces que su amigo Antoon.

—Dime que no es una grabación... —señaló.

—No es una grabación —respondió Iraíla.

—Por Dios, amiga. Pensé que habías muerto... Que te habías escapado de este planeta... Pensé, pensé y pensé mil cosas. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

—Se me agotaron los pensamientos. Ya nada se me ocurría. ¿Dónde estabas?

—En casa.

—No te creo. Debes venir a la universidad y enterarme de tus asuntos. Estoy que enloquezco. Acá, se murmura de todo. Hasta me la he pasado esquivando a tu amigo Antoon, que no para de acecharme para preguntar por ti.

—¿No habrás puesto un aviso con fotografía en las redes sociales para localizarme?¿O sí? Se busca cantante de ópera que sana enfermos, y mantiene a una anciana emocionalmente viva cuando le canta todas las tardes... ¿Te suena conocido?

—No sé de qué hablas, amiga. No te precipites. Nos veremos ahora en la tarde. Te quiero mucho. Cuídate. No demores...

—Allá estaré.

Colgaron, y una risa complaciente se dibujó en su semblante.

—Sabía que habías sido tú la que escribió sobre Lionora —se dijo.

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