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Capítulo 18

Había ido al hospital infantil para encontrarse con su madre, que laboraba como Psicóloga hacía nueve años. Visitarían a la tía Grishelda. La vio desde la puerta ocupada al teléfono y decidió esperar afuera.

Se puso un solo auricular del celular para escuchar un poco de música y estar pendiente al tiempo. Al enterarse de su presencia, Gisele se le acercó.

—Lo siento, cariño, pero me demoro un poco más: diez... o quince minutos, tal vez...

—No te preocupes, mamá. Esperaré.

Mientras su madre retornaba a la oficina, su oído izquierdo disponible, captó el llanto agudo de una mujer. Pasaba en frente suyo. Tenía el vientre ligeramente inflamado, y por la angustia recitada en su rostro, insinuaba ya haber salido del trabajo de parto. ¿Qué ocurriría? Dirigió la mirada hacia su madre y vio que continuaba aferrada al teléfono. Supuso que demoraría un poco más de lo previsto.

El llanto de la mujer la condujo a la sección de neonatología del hospital. Una amplia sala colmada de incubadoras neonatales, que aparentaba ser un recinto de entrenamiento espacial interconectado a una matriz de cómputo. La nostálgica mujer se abrió paso entre la gente y se paró en frente de una pared de vidrio para divisar a su pequeño y precoz astronauta. Había un poco de ellas acompañadas de sus esposos que esperaban con amargura, el desenlace de sus vidas con la suerte de sus hijos. Algunos otros en la variedad de estados: abatidos, cabizbajos o regocijados rondaban en el pasillo, y quienes permanecían recostados a la pared o amontonados en la sala de espera.

Iraíla se mezcló entre los que observaban a través de la pared de vidrio, al lado de la nostálgica mujer que parecía empeorar; desplazó la mirada al interior de la inmensa sala, advirtiendo que se trataba de un ejército de neonatos. Varios médicos pediatras, trataban de dar solución a una epidemia de llanto colectiva, que por más de una hora amenizaba el área. No había una sola boca silenciosa. La tensión aumentaba al no haber solución. Jamás había ocurrido, que todos los bebés lloraran al tiempo como si se tratara de la misma dolencia crónica.

Con la sensibilidad estrujando desde adentro, Iraíla se dirigió a la puerta de entrada de la sala, y posó su mirada en el letrero de: «prohibido el ingreso a particulares». Al abrirla, sus oídos musicales escucharon con claridad a la orquesta de llanto instrumental que sonaba en todas las notas armoniosas invadiendo el espacio, y arañando con sus decibeles los corazones afligidos. Eran llantos de dolor de días o semanas de vida. De pronto, la misma sensación que semanas atrás rondara en su cerebro cuando la estudiante fue picada por una culebra, se apoderó de ella...

Cruzó el umbral prohibido y se adentró entre las cámaras de los neonatos para esparcir su voz, como si estuviera fumigando un campo contaminado de capullos humanos. La canción de ópera fue de inmediato acompasada con el suave sonido instrumental de una sinfónica, que floreció como un arrullo. Música y voz en un perfecto y sensitivo acople, fue el santo remedio que adormeció el dolor y apagó el mugido de las voces.

Uno de los pediatras de turno, absorto por el suceso, detuvo con un gesto a una de las enfermeras que intentó detener a la joven.

Atraídos por la música, por el llanto, pero en especial por el canto, los padres dispersos en el pasillo y en la sala de espera, se precipitaron hacia el ventanal. De repente, todos se convirtieron en espectadores de un concierto improvisado. No había un espacio vacío afuera del enorme ventanal que daba hacia la sala. Algunos se atrevieron a observar desde la puerta que fue abierta en su amplitud. Entre ellos, una religiosa ejercitaba sus labios con los rezos y se santiguaba.

En su semblante místico, ya maduro por los años y sus necedades, su mirada contemplativa humectada de alegría, buscaba a la joven. Era la hermana Naura. Igual que sus homólogas de la misma comunidad, brindaba apoyo espiritual a los enfermos o a sus familiares.

Al final del canto, el remedio fue apacible y acertado. Ningún mugido se escuchaba. Los padres alborozados aplaudieron sin comprender la dimensión de lo que había pasado. Fue después que se enteraron...

Iraíla retornó a buscar a su madre sin enterarla de lo sucedido, pero primero, debió ir al baño acosada por una molesta náusea.

Bastaron cerca de cuatro horas para que la unidad de neonatología intuyera que se quedaría sin neonatos, que saludables, fueron entregados a sus padres al día siguiente como si se tratara del final de la jornada escolar. El jefe de pediatría lo calificó de: «milagro inesperado», cuando se supo que la mayoría de los neonatos, tenían serias complicaciones que requerían de días para su recuperación, y algunas eran de alto riesgo, con diagnóstico fatal.

La nostálgica mujer que fue el anzuelo para llevar el milagro, entonaba una risa nerviosa que parecía patológica, al enterarse que sus senos, no quedarían huérfanos.

No alcanzaba a comprender que su pequeño lactante de siete días de nacido, prematuro, con escasas veintiocho semanas... con síndrome de dificultad respiratoria que se asemejaba al ronquido de la muerte, y un diagnóstico desalentador de parte del pediatra al no tener completamente desarrollados sus pulmones, entre otros problemas de salud que implicaba nacer antes de tiempo, repentinamente, lucía esbelto, sano y activo, con una impalpable sonrisa demarcada en sus labios que parecían imaginados, y ansioso por probar el alimento de su madre.

Sus oraciones fueron escuchadas cuando no dejó de conversarle a sus senos, con la certeza de que pronto llegaría para aliviar sus penas.

No hay duda, la grandeza de la fe supera todo pronóstico médico.

Fue este extraño incidente captado en multimedia por una de las enfermeras, con lanzamiento publicitario en las redes sociales que alcanzó más de cien mil visitas en una hora, la causa convertida en tijera que cortó por primera vez desde el despertar de Antoon, la promesa hecha por Iraíla a su amigo de visitarlo cada semana.

Fue inevitable que su madre se enterara al laborar en el mismo hospital. La noticia parecía una bacteria inofensiva que habitaba en el centro hospitalario provocada por las circunstancias.

Ocurrió cuando Gisele ingresó a la oficina y fue directo a su escritorio después de saludar.

—Ven, Gisele —dijo su compañera de trabajo—. ¿Ya viste el video?

—¿Cuál? —preguntó.

—¡Es increíble...! ¡No puedo creerlo! Alguien habrá de conocerla...

Intrigada por los comentarios sueltos de su compañera que despertaron su curiosidad, no dudó en acercarse.

—Te quedarás boquiabierta, amiga. Ya lo he visto tres veces —dijo.

—Tiene que ser bueno para olvidar que estás en el trabajo —comentó. Sin todavía distinguir a la protagonista, Gisele experimentó un frío abrasador en su cuerpo al escuchar el timbre de la voz y la canción de ópera.

—Sucedió ayer en la tarde, en la sección de neonatología —dijo su compañera.

—¿Fue en este hospital, Karin? —preguntó Gisele.

—Claro que fue en este hospital —respondió—. Dicen que luego de cantar, los papás la aplaudieron porque pensaron que se trató de una canción de cuna cuando todos los bebés callaron. ¡Y qué canción de cuna! Al enterarse de lo que realmente había pasado, después que los pediatras y las enfermeras avistaran un centenar de lactantes sonrientes y aliviados, la buscaron como locos por todo el hospital. Ya se había marchado.

—¿Y dónde está la orquesta? ¿Quiénes tocan? ¿Usó algún CD de pista para cantar?

—No, no y no, amiga. Uno por cada pregunta. Esa es la parte fantástica de esta pequeña historia. La música brotó de la nada... Una orquesta invisible que la acompañó hasta el final de la canción. ¿Conoces a Baldwuin? Es una de las enfermeras de neonatología. Me contó que la música instrumental continuó sonando apacible por tres horas, hasta cuando le dieron de alta al último bebé.

—No veo quien canta.

—Ya la verás. La enfermera que grabó el video musical se percató de los detalles. ¿Ves cómo cambian sus rostros...? Ahora sonríen. Del llanto a la alegría en un suspiro. Hay como diez videos más..., donde habla el pediatra, la enfermera jefe, cuando van entregando a los bebés, declaraciones de los padres, etcétera.

—¿Ya los viste?

—Claro que no. Estoy trabajando —sonrieron—.¿Sabes qué dijo el jefe de pediatría?

—¿Qué?

»No todo es tristeza, sanación y muerte. Ahora, un milagro colectivo forma parte de la historia de este hospital.

—Me siento orgullosa de trabajar acá —añadió.

—¡Oh, por Dios!

Gisele aprisionó con sus dos manos el cauce de su boca para detener alguna emoción fuerte. En la pantalla del computador, finalmente aparecía la imagen de la artista.

—¿Qué te ocurre, Gisele? Estás pálida. ¿Conoces la joven?

—Si... No... Bueno... Creo conocerla.

Karin era su compañera de oficina desde hacía dos años, y jamás le había contado de su familia. Tampoco acostumbraba colocar fotografías en un portarretrato. Lo hizo alguna vez cuando tuvo otra compañera, que no disimuló en hacer comentarios desagradables y de humor desabrido sobre su hija Alix. Fue una relación que no duró mucho. Este suceso endureció su corazón, la hizo menos sensible en la amistad y le indicó que era más conveniente mantener en reserva a la familia.

Karin era una madre entregada y hacendosa en su hogar, aparte de que era una católica disciplinada. Jamás tendría un comportamiento censurable. Eran buenas amigas.

—Eres afortunada, amiga. Ya que crees conocerla, te mostraré otros eventos de esta joven. Serán sólo cinco minutos de pausa activa para despejar la mente.

Eso era lo que creía. La mente de Gisele estaba enmarañada y quedaría peor después de los nuevos sucesos vistos en la web. Fueron cinco traumáticos minutos para una madre que ya había perdido a una hija, y se sentía acosada por un mal presentimiento. Olvidó que estaba laborando. Tomó su bolso y se dirigió a la casa. Debió conducir con el estómago burbujeando de angustia. No estaba para nada feliz.

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