Capítulo 17
Al ingresar a la casa, dio un sobresalto al ver a sus padres abrazados a escasos metros de la puerta, en actitud de espera.
—¡Papá! ¡Mamá!... No puedo creerlo. ¿Me estaban espiando?
—Claro que no.
—Claro que sí.
Dijeron los dos al unísono sin ponerse de acuerdo.
—¡Oh por Dios! Son increíbles.
—Disculpa, cariño, pero aun no tienes edad para los besos... y procura estar más alejada la próxima vez.
—Fue en la mejilla, papá —lo resaltó mientras se alejaba a la habitación.
—Bueno, amor... creo que se disgustó —le dijo a su esposa.
—Ya hablaré con ella —respondió—. Mientras... me explicas eso de que no tiene edad para los besos y lo de la cercanía. ¿A qué edad me diste el primer beso, y...?
—Prefiero no hablar del tema, así que con permiso, amor, iré a ver la tele. ¡Vamos Zan!
Obedeciendo, Zan se levantó y fue a echarse a su lado en la sala de estar.
—Todos los machos son iguales, se cubren entre ellos y se escabullen cuando no les conviene —se dijo Gisele.
Al día siguiente, de madrugada, su padre salió para el trabajo y su madre aprovechó para disculparse en su dormitorio. Un beso y un abrazo enternecido fueron suficiente para que la enterara sobre lo ocurrido. De no hacerlo, no la dejaría en calma. Ya la conocía.
—Vaya, hija, si frecuentas mucho su casa terminarás vistiendo hábito.
—No seas chistosa, mamá.
—A tu padre y a mí nos cayó bien. Pero creo que a Zan, tendrá que darle más leche y galletas para convencerlo.
Rieron con ganas, y luego se abrazaron.
Era inteligente como para atreverse a contarlo todo. Siempre defendió la idea, de que los jóvenes deben tener sus secretos personales con doble llave y clave en el cerebro. Mientras relataba lo ocurrido en la tarde, su cerebro obviaba algunos detalles y reinventaba otros. Lo del jardín fue una verdad a medias. Tampoco se atrevió a contarle sobre el piano y el canto. Sería un motivo para que imaginaran la pareja perfecta: un pianista y una cantante de ópera. No quería ilusionarse. Y también estaba el más grande de todos los secretos: reversar el estado vegetativo.
Cuando su padre ingresó del trabajo portando un paraguas, y cubierto con un gabán largo que indicaba el estado del tiempo, al menos por aquel día, la casa estaba inundada de notas musicales que volaban como pájaros taciturnos relajados en un atardecer nublado. Soltó el paraguas, se retiró el gabán y siguió el camino de las notas que conducían al salón de estudio. La puerta estaba ajustada. Gisele la escuchaba desde afuera sentada en una silla.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó en voz baja.
—Interpretó el piano durante una hora, y canta desde hace dos... Es una bendición cuando lo hace. Podría escucharla todo el día y perdería la noción del tiempo.
—No puedo creerlo. No cantaba desde la muerte de Alix. Parece... con un espíritu nuevo.
—No es la misma desde que lo conoció...
—¿A quién?
—A Antoon. Al parecer está enamorada. Es la causa de su cambio.
Jan Willevark no le hizo muy buena cara al comentario. La voz lírica de Iraíla hizo el efecto, y en menos tiempo del que hubiera imaginado, olvidó que tenía hambre y le relajó los músculos agobiados por el cansancio. No había afán para otras necesidades.
Ese mismo día a la misma hora, Antoon se deleitaba interpretando Alla turca from piano sonata no.11 in A major de Wolfgang Amadeus Mozart. La repitió una y otra vez por una hora, como si se tratara de una pieza musical interminable.
Aunque sus dedos acariciaban las teclas del piano, sus pensamientos resucitaban el recuerdo de Iraíla en el jardín. También lo hicieron una y otra vez, como si se tratara de una obra de teatro interminable. Al final, Antoon dejó volar su imaginación improvisando el último tema, que a la distancia, resultó encajar perfectamente con el canto de Iraíla, como si estuvieran en una presentación desde dos puntos distantes. Las teclas del piano acariciaron el último sonido de su voz.
Llegaría el día en que lo harían juntos.
Ante la insistencia de Ezequiel y Cleonzio de escucharla cantar, el día llegó en la casa de Antoon en una especie de velada. Ezequiel, disfrutaba de un buen vino. Cleonzio, de un buen té para la gripe que por aquellos días lo estaba atormentando. Abigaíl, disfrutaba de una infusión de yerbabuena con hojas naturales para la digestión. Antoon estaba al frente del piano, y su amiga Iraíla, erguida, sencilla y esbelta, junto a él, con la voz dispuesta para salir de su escondite secreto.
El concierto privado se extendió por una hora que creyeron minutos. Pareció que Antoon, durante el estado vegetativo, hubiera practicado el piano en el sitio del olvido donde esperaba su memoria. Lo palpó con el corazón y lo interpretó como el más grande de los pianistas. Fue el canto de Iraíla con su voz de filigrana celestial que, al volar sobre las notas musicales, rebozó sus almas de un alivio inexplicable.
No hubo milagros físicos para laurear. Se sintió un consuelo interior que a Cleonzio lo revivió por dentro. A Ezequiel le avivó más la fe, que creyó en el descanso eterno y la resurrección. Abigaíl, estaba deseosa por lucir de nuevo el hábito. ¿Y Antoon? Imaginó que lo rescataba por segunda vez del huerto del olvido.
Ezequiel creyó ver en los dos: el piano y la ópera, a su amada esposa.
Era difícil de aceptar, pero por alguna razón, Iraíla comenzó a sentirse mejor en la casa de su amigo Antoon, que en su casa. Las visitas se volvieron cotidianas...
No quería rivalizar con su padre, por lo que decidió ocultar las sólidas creencias de su amigo y el ambiente clerical de su familia, que para su padre, sería fanatismo. Y la mejor forma de hacerlo, era visitarlo a cambio de su visita; así no tenía que correr el riesgo de que fuera interrogado en su casa, y juzgado por quien no debía.
Antoon poco la frecuentaba por el temor a que Zan, la fiel mascota de su amiga, le cobrara el atrevimiento de la cola. Además, su intuición masculina, aquella percepción sensible, emocional y extrasensorial que no se debe menospreciar en el género masculino, le decía que, el señor Jan Willevark, no era un dulce apetecible para entablar cualquier conversación, y mucho menos, las conversaciones que no fueran de su total agrado.
Detrás de esa sonrisa forzada, intuía que se escondía su mal genio.
Algún comentario suelto de su amiga, lo alertó.Ya tendría la oportunidadpara juzgarlo. Y no sabía lo pronto que ocurriría.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro