Capítulo 16
La empleada del servicio terminaba de colocar los platos.
Ezequiel había retornado de un chequeo médico. Ya era un paciente hipertenso y diabético. A la mesa se sentaron: Abigail, su hermano Cleonzio, Antoon, su padre Ezequiel, y por supuesto: Iraíla. Hasta en sus nombres sugestivos se percibía el aroma místico.
Cleonzio y Ezequiel le fueron presentados. El padre emérito hizo la oración de gracias con su voz desabrida, y bendijo el alimento con el Parkinson alentando su mano derecha, que roció las bendiciones por toda la mesa, y se esparcieron en el piso como migas. Era lo más que podía hacer en la práctica de su vocación.
Antoon evitó mirar a Iraíla para no contagiarla con la insinuación de sonrisa, que era inevitable. Siempre le causaba la misma sensación.
—Le mostraste el jardín, hijo —preguntó Ezequiel.
Asintió con la cabeza y un sonido gutural, para evitar revelar culpas con las palabras.
—Abigaíl me contó que cantas como una diosa —comentó Ezequiel.
—Creo... que exagera, señor.
—No lo creo —respondió—. Tengo entendido que fue tu canto el que retornó a mi hijo Antoon del olvido. Un favor que no hay cómo pagar en esta vida. Añoraría haber conocido a alguien con tu «don» el día del parto de mi esposa.
Con el comentario se sintió la nostalgia en las palabras.
—Eres modesta, hija, eso es bueno para el espíritu siempre que no exageres en su práctica —comentó Cleonzio—. Hasta la humildad desproporcionada es castigada.
Todos sonrieron.
—Tocas algún instrumento —preguntó Ezequiel.
—Desde niña aprendí a tocar el piano..., pero hace bastante tiempo que no lo hago.
Antoon pareció alegrarse. Había cosas que todavía no sabía de ella.
—Lo que bien se aprende... jamás se olvida —afirmó Ezequiel—. Tal vez... uno de estos días, los dos puedan deleitarnos con un poco de música y de canto.
—¿Tienen piano? —preguntó.
—Es de mamá. Está en el estudio —aclaró Antoon.
—Cuando no cantaba... tocaba el piano como una diva —explicó Ezequiel—. Llegué a creer que la voz de mi esposa, le robó el alma del sonido a su música. Murió ella, y murió su voz y la música del piano. Ahora que lo menciono... fueron tres muertes. Pero no fue así. Estuvo guardado hasta que Antoon cumplió cuatro años. El resucitó su música. Desde entonces, el piano no duerme.
—Antoon toca el piano cada noche antes de ir a la cama —añadió Abigaíl—. Es una forma de recordar a su madre.
—Mi hijo dice que no suena igual a la interpretación de su madre, pero si estuviera viva... lloraría con verlo tocar —comentó Ezequiel.
—Yo digo... que exageran —expresó Antoon.
—Y yo... No creo que pueda competir con Antoon, y... dudo que pueda cantar como su esposa.
—Recuerda, hija —intervino Cleonzio—, la humildad desproporcionada es castigada.
Esta vez, la risa se escuchó plácida de Antoon, que los contagió a todos. Los vegetales y la carne fueron deleitados con recuerdos tristes. Ezequiel reanudó la alimentación.
—Y... ¿qué cantaba su esposa, señor?
—Ópera —respondió Abigaíl, cuando Ezequiel ingería un trozo de carne.
Iraíla sintió un extraño vértigo nacido desde adentro, como si las mariposas en su estómago y las abejas en su corazón hubieran retornado. Imaginó que el interés de Antoon hacia ella, motivado por el canto, tenía relación con su madre. Era probable que la extrañara, y ella se la recordaba. Algo que era imposible, pero que desconocía.
Desde ese instante en adelante, prefirió no hacer más preguntas. Ni siquiera se atrevió a proponer que cantaría si Antoon tocaba el piano, cuando Abigaíl no dejaba de mirarla, y Cleonzio, estaba atento a crucificarla con la frase de la humildad. No lo hizo de mala intención, pero imaginó que si al tío de su amigo no le gustaba la decisión tomada, la rociaría con maldiciones por todo el cuerpo con la brocha de Parkinson. Una sonrisa nerviosa se dibujó en sus facciones, y su amigo advirtió que se sentía incómoda.
Después de comer, Iraíla se despidió deseando que no hubiera más pláticas, y menos relacionadas con el canto.
—Llévala en la camioneta, hijo —dijo Ezequiel.
Camino hacia su casa, no soportó la curiosidad y le comentó a su amigo, sobre lo que ella suponía que estaba ocurriendo con sus sentimientos.
—Es imposible —respondió.
—¿Por qué es imposible? Dime. Tu madre cantó ópera y yo canto ópera. Por eso te gusto... porque te la recuerdo con el canto.
—Ella falleció el día de mi nacimiento. No había forma de que la oyera cantar.
—Pero... debes haber visto un video donde esté cantando —insistió.
—Sí. Existe un video de una hora donde toca el piano... pero no canta. Es por eso que le digo a mi padre que no suena igual cuando lo interpreto. La conocí en fotografías, y en ellas no canta.
Un breve silencio se hizo presente
—Disculpa. No quise ser grosero.
—No. Está bien... Está bien.
—¿Segura?
—Seguro... No. En verdad... no estoy del todo bien. Debo admitir... que tu tío me puso nerviosa, y que tu padre es un buen hombre, y que... igual me puso nerviosa por lo del canto y lo del piano. Y que tu tía Abigail es muy especial, y que... también me puso nerviosa al hablar de la ópera... Y que tu...
—También te puse nervioso en el jardín.
—Sí. Debo admitir que quedé paralizada.
—Creo que fui un poco atrevido. Pero no fue un invento lo de la flor.
—Gracias.
Antoon suspiró. Había algo para decir.
—Tal vez te parezca tonto lo que voy a decir, pero... cuando te besaba en el jardín, creí que ya conocía tus labios. Fue como si recordara una vez anterior.
Iraíla creyó desvanecer. Su semblante enrojeció. Se suponía que nadie más lo sabía. Al médico jamás lo volvió a ver. Y nadie más la vio. Pensó, que no tenía sentido confesar su impulso de aquel día que podía ser interpretado como un acto enfermizo. Por lo que dijo, era la prueba de que los pacientes en estado vegetativo, sí tienen algún residuo de conciencia sobre lo que ocurre en su entorno. Una prueba que moriría con ella.
—Interpreto, que estás sumamente enamorado, Antoon —opinó—. ¿Por qué no me contaste que tocabas el piano?
Decidió cambiar de tema para evitar una acusación.
—Tal vez... por lo que dijo mi tía, soy demasiado recatado para contarlo todo.
El viaje terminó. La acompañó hasta la puerta. Antoon se acercó para hablarle de cerca, que por poco lo haría con su boca.
—¿Todavía nerviosa?
Iraíla asintió.
—Y... para tantos nervios, ¿qué crees que sea conveniente?
—No lo sé, pero... no ha de ser lo que estés imaginando.
—La verdad... tengo la mente en blanco. Me acabas de poner nervioso con tantos nervios juntos.
Iraíla enrojeció sin dejar de revelar su estado.
—Creo... que mi sistema nervioso está a punto de colapsar si te sigues acercando —dijo.
—¿Crees que fue suficiente por hoy?
—Sí. Creo que sí.
—Sí. También lo creo. Pero quiero que entiendas algo... Me gustas... no porque me recuerdes a mi madre. En teoría... no la conocí. Me gustas, porque se trata de ti, porque eres desmedidamente hermosa, y por el efecto que produces acá, cuando cantas —señaló su corazón—. Lo sentí, desde el mismo día en que fuiste con tu canto hasta el olvido para traerme de regreso. Jamás alguien se había sacrificado por mí. Y menos, sin conocerme. ¿Puedo preguntarte algo?
Sacudió su cabeza aprobando, ayudada por un sonido gutural.
—¿Cómo es posible que alguien normal pueda interesarse en ayudar a un desconocido que está en estado vegetativo.
—Tal vez... no sea normal —respondió.
Un roce de los labios de Antoonpara darle unbeso en la mejilla derecha, fuepara Iraíla, casi como tocar sus labios. Antoonse alejó, y ella dirigió su manoderecha a la mejilla para rozarla con sus dedos, a la esperade que aquel beso, hubiera quedadoplasmado en altorelieve.
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