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Capítulo 15

Al llegar a la casa de Antoon, los papeles se habían invertido. Iraíla se detuvo al frente de la fachada para apreciar su arquitectura solariega y disfrutar del jardín, que se reflejaba en los ventanales y le daba una apariencia primaveral. También aprovechó para renovar el aire pesado de sus pulmones.

Cuando Antoon introdujo la llave para abrir la puerta, Iraíla le preguntó:

—¿Hay perros en tu casa?

—No, que yo sepa...

Al mirarla, su rostro expresaba un aire socarrón que lo contagió. Dedujo por la pregunta, que podría caminar con libertad, sin el temor a vivir el mismo desenlace que él.

Al entrar, la casa desplegó su ambiente atávico y religioso. Se notaba en las cortinas, los cuadros, las porcelanas. Un aroma característico de los muebles antiguos, para nada apestoso, se coló por sus fosas nasales para recordarle algún tipo de alergia, de las que convivían en su cuerpo hacía años. Desde el umbral de la puerta, se distinguían: la enorme sala, el comedor y un patio interior al fondo, y sobre el costado izquierdo, la escalinata de madera color caobo por la que descendía Abigaíl.

—Siento un vacío en el alma —le susurró a su amigo.

El entorno del hogar exhalaba una paz extraña e indescriptible, sin que fuera algo aterrador. Pero lo dijo para justificar su estremecimiento, al advertir el fanatismo de la fe católica rondando por toda la casa.

Soltó la mano de Antoon que le produjo un ligero sobresalto. Aunque ya la conocía y habían entablado algunas conversaciones, desconocía lo que su amigo le había contado a su familia sobre ellos, aparte de que allí, habitaban dos religiosos eméritos. Por un segundo, imaginó que estaba en una especie de templo y le debía respeto. El único estilo moderno que visualizó, era el de su amigo.

—Es un placer volver a verte, Iraíla —dijo efusiva al acercarse—. Las cosas no ocurren porque sí o porque no, ocurren, porque ya están previstas en el universo. Igual que estaba presagiado el nacimiento y la vida de Jesús.

—Imagino que sí —respondió antes de devolver el saludo.

—Cantaste sensacional en la misa, y fue muy placentero. La gente lo disfrutó.

—¿Cuándo?

—Aquel día en la iglesia... estabas con tu madre —indicó Antoon.

—Era el aniversario de muerte de mi abuelo. No lo habías mencionado —manifestó.

—Estaba con mi tía. La lluvia nos detuvo, y luego... lo hizo tu voz.

—Es... demasiado prudente para contarlo todo —dijo Abigaíl—. Imagino, que estaba concentrado en saber de ti, que luego de darse la oportunidad, no quiso aburrirte con los detalles.

—Sí. Así fue, tía —respondió.

—¿Guardas secretos, Antoon De Brouwerinn? —preguntó Iraíla en son de charla.

—Seguramente menos de los que tú puedas guardar, hija. Sin ofender, claro —respondió Abigaíl. Sabía por qué lo decía.

Antoon carraspeó su garganta para disimular el comentario.

Iraíla sintió que aquella respuesta tenía alguna intención, pero por la suavidad con que la recitó, dedujo que no era para preocuparse.

—Enséñale la casa, Antoon. Llévala al jardín. Nos vemos más tarde, Iraíla —dijo Abigaíl.

—Por supuesto —respondió.

Recorrieron la enorme casa en sus cuatro puntos cardinales, que incluyó: la sala principal, el comedor, la sala de estar, la biblioteca, el bar, otra sala auxiliar, el dormitorio de Antoon y la cocina. Lo mejor quedó para el final. Fueron al amplio jardín que le daba un ambiente campestre a la edificación, ubicado en la parte trasera, donde había un hermoso y variado cultivo de flores.

Era un inmenso solar donde cabía la casa tres veces, sembrado de árboles frutales y otras variedades de plantas, armonizado durante el día por el lírico canturreo de los pájaros.

—Es hermoso... Tiene el aspecto de un jardín botánico —dijo emocionada—. Me encanta el sonido de las aves. Tenemos que hacer un picnic en el solar de tu casa, Antoon.

—Me parece una fantástica idea, siempre que no estemos asediados por la familia.

—Me refería... a una tarde de campo... ¿Tienes algo más en mente?

Antoon sonrió y prefirió continuar con el tema.

—A mi padre le encantaba venir acá. Era el lugar predilecto de mamá. Ahora lo visita sin querer... en fechas especiales.

—Por lo que sé de las mujeres de este país, no son muy dadas al romanticismo de las flores —comentó Iraíla.

—Mi madre era de Francia. Por lo que sé por mi padre, son tan apasionadas a las flores como a un buen beso.

—En lo personal, las considero parte del lenguaje del amor. Mamá estudió en España su carrera profesional, y me dijo que allí aprendió a valorarlas.

—Mi tía dice que este lugar es un templo abierto de historias sagradas. Acostumbra a venir todos los días para orar, y después, las riega, les conversa y les canta. Según ella, les prolonga la vida. Si tú les cantaras... creo que vivirían eternamente.

—No seas tonto —respondió—. Mira. Estas me encantan. Tienen la forma de un insecto... Parecen tan reales que podrían volar.

Se acercó a la maceta un instante para apreciar la flor de cerca.

—A mi madre le encantaban los tulipanes. Papá no ha dejado de cultivarlos desde el día de su muerte. Dice que la mantienen viva en su recuerdo. Me contó del extraño antojo que tuvo en el embarazo. Una visita al parque Keukenhof, el mejor sitio para ver tulipanes en Holanda. Recorrió el lugar... los contempló por horas... acarició su vientre y me habló de ellos. Papá dijo que se trató de un antojo espiritual.

—¿Te gusta alguna en especial, Iraíla Willevark?

—Sé poco de flores. Sólo las aprecio. Diría... que todas me encantan. ¿Y a ti, Antoon De Brouwerinn, hay alguna en especial que te guste?

—Conozco una con forma de princesa, y emite un sonido especial desde su interior, que atrae.

—¿Te burlas?

Hizo un gesto de reclamo que agrandó los ojos.

—No. Es cierto. Déjame enseñarte. Ven...

La tomó de la mano y la guio por el camino hasta un pequeño recinto en forma de invernadero, donde había una colección de orquídeas. Estaba cercado por árboles frutales, y en la proximidad, se sentía el apacible olor de las plantas aromáticas que santiguaban los pulmones.

Al interior del refugio botánico, las macetas plásticas, estaban dispuestas sobre los tres escalones de estantes metálicos que tenían la forma de gradería. En uno de los costados estaba incrustado un escritorio de metal, que en la parte superior tenía una cubierta de vidrio, y adentro, se observaba un herbario que fue de su total agrado. Contiguo al escritorio, había otro de fabricación casera. Fue el que le llamó poderosamente la atención. Era voluminoso. Tenía el aspecto de un baúl, con dos cubiertas de madera: arriba y abajo, rodeadas por cinchos. La cubierta superior estaba decorada con un girasol disecado y semillas variadas alrededor; en el medio, guardaba bloques de hojas de papel periódico con colecciones de especies ornamentales: plantas y flores. Aparentaba ser un interesante catálogo de diversidad de plantas...

—¿Puedo? —preguntó, insinuando abrir los cinchos para observar en detalle.

—Hazlo. No hay problema.

Retiró la cubierta superior, y se deleitó observando los especímenes que estaban cuidadosamente marcados. Luego de pasar varios bloques de hojas de plantas, inició el bloque de hojas de flores disecadas. Entre ellas, había una hoja suelta, que indicaba no formar parte del herbario original. La delató la textura marcada de unos labios que insinuaban vida, al estar humectados con lápiz labial, de color rojo profundo y brilloso. A su lado, habitaba el cadáver de una flor amarilla que ya se había vestido de café envejecido... Observó el ritual, y dirigió la mirada hacia la breve lectura que había debajo.

—No querrás hablar de eso. Ya es parte de la historia —manifestó Antoon.

—Me gusta la historia. En especial, cuando habla de amor —respondió.

—Cómo quieras...

Leyó en voz alta.

«Si algún día despiertas, que lo dudo, espero que comprendas mi decisión. No quiero terminar como la flor, marchitando antes de tiempo a la espera de que me ames, cuando no tienes la capacidad para hacerlo. Te envío el último beso que guardé para ti. Espero que te reconforte si lo llegas a ver».

—Qué tonta —expresó Iraíla.

—Me contó mi tía, que un día cualquiera apareció en la casa y le entregó esa carta. Ya llevaba tres meses en mi estado... Le dijo que me la diera si llegaba a despertar.

—Me equivoqué al juzgarla. No es tonta. Es estúpida, vacía, da lástima, y... todos los calificativos que quieras acomodarle, le quedarían bien —señaló. Su expresión era de enfado.

Recordó lo que le había contado Abigaíl en el hospital. Supuso que se trataba de la misma joven que lo visitó los primeros días después del accidente, y luego se olvidó de él.

—Con toda certeza, nunca se enamoraría de un hombre enfermo, y menos en estado vegetativo, a menos de que el falo le hubiera quedado erecto el resto de la vida —complementó.

Antoon se quedó abismado con el comentario.

—Me la entregó el día que me dieron de alta —explicó—. Al abrirla no le di importancia. Fue, como si en todos esos meses de suspenso biológico y emocional, alguien hubiera borrado las huellas de emociones débiles que anidaban en la memoria. Apenas la recordaba cuando abrí la carta. No sé porque la guardé allí.

—Digamos... que, tratándose de un archivo histórico, era lo más conveniente, siempre que el tema revistiera importancia. Yo siendo tú, la habría echado a la basura.

—¿Cuánto tiempo fue tu novia?

—Inició una semana antes del accidente. Que recuerde, sólo hubo tiempo para un beso.

—Fin de la historia romántica —concluyó Abigaíl—. Creo que me animaré y fabricaré un herbario... será de fotografías, y lo graparé de forma virtual... adentro del celular. Será más práctico, en especial, si tengo que mandar a la basura algunas de ellas.

Antoon agrandó los ojos. Interpretó que se trataba de una advertencia. Concluido el tema sobre el herbario, esparció la mirada cálida que le llegó a todas las plantas como una oleada de aliento, y se posó sobre la orquídea que da flores en forma de zapatillas de dama.

Con sólo verla, su espíritu afectado recuperó el sosiego.

—Es... fascinante. Parece un cuento de hadas —comentó.

—Estas son las favoritas de mi tía.

Le mostró unas flores que tenían el delicado aspecto de un ave.

—Es la flor del espíritu santo que esconde una paloma entre sus pétalos —añadió.

Iraíla se acercó para mirar sus detalles, y sus corazones sintieron la aproximación.

—Y... ¿cuál es la que tiene forma de princesa... y emite un sonido especial?

—Está... detrás de ti —respondió.

Iraíla giró clavando su mirada en la gradería.

—Dime cuál es.

—Detrás de ti —repitió.

Giró de nuevo hacia su amigo, y se encontró con un espejo a la altura del rostro del tamaño de su cabeza. Antoon lo había tomado de la pared dejando al descubierto el clavo que indicaba el lugar. Lo hizo, cuando Iraíla dio su primer giro. Un silencio invadió el recinto, las flores resplandecieron y el único sonido que se escuchó fue el del amor.

Iraíla permaneció firme, como si de pronto se hubiera convertido en una planta y hubiera quedado sembrada en el piso. Con sutileza, Antoon deslizó el espejo hacia el interludio de sus cinturas. La mirada de Iraíla quedó fija a la altura de sus labios, cuando era veinte centímetros más baja que su amigo. Continuaba con la actitud de una planta con sus ramas laterales caídas.

—Levanta la mirada, Iraíla Willevark —dijo al acercarse sigiloso. Sonó como una sutil orden romántica.

Su mente buscó deseosa en la memoria de acceso rápido, y le recordó el beso que le robó sin permiso en su estado vegetativo. No era lo mismo. Un deseo y un miedo inexplicable se mezclaron. Temerosa, obedeció. Era una orden sin ser orden nacida del corazón. De un corazón enamorado. Cuando sus miradas se cruzaron, hubo un instante de diálogo sin palabras, pero luego las hubo:

—Puedo escuchar y sentir el sonido que emite tu corazón y que atrae... flor Iraíla.

Fue lo último que pronunció. Estaba tan cerca de ella que parecía un solo rostro. Los labios de Antoon, descendieron decididos sobre los labios de la flor en forma de princesa. Un idilio convertido en ave espiritual provino desde sus cerebros, y recorrió el interior de sus cuerpos que sintieron el vacío. Un enjambre de mariposas revoloteó en sus estómagos. Y un zumbido de abejas, aceleró el ritmo de sus corazones.

Fue el lugar perfecto para el primer contacto que Antoon no había imaginado. Y el lugar perfecto para el verano espiritual que retornaba a la memoria de Iraíla, aquel que imaginó a solas en el espejo de su habitación, cuando acariciaba con la mirada las formas de su cuerpo, ansiando que lo hiciera el desconocido que ahora era conocido. Tenía la piel erizada como lo había imaginado en el pasado por causa del extraño del hospital.

—Mejor salimos...

Iraíla reaccionó al recuperar la plenitud de su conciencia. Había retornado del trance sin explicarse cómo. Era de suponerlo. Su cerebro debió recordarle que aquel lugar era casi un templo, y que sus habitantes eran religiosos en el sentido de servicio, excepto Antoon y su padre. Al regresar al interior de la casa, Abigaíl los hizo pasar al comedor.

Las mariposas y las abejas le habían hecho perder el apetito. Pero le despertaron otras emociones...

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