Capítulo 14
Había transcurrido un mes de haberla conocido como debía ser, para que Antoon la invitara a su casa. Para él, no contaba el tiempo en que lo visitó en el hospital, cuando todas sus emociones estaban inmóviles. Era igual que estar en el olvido.
Iraíla lo pensó una docena de veces antes de atreverse, aunque ya conocía parte de la familia.
Igual pasó con la ropa del closet, con los zapatos y hasta con el lápiz labial; debió probarse cada cosa repetidas veces, hasta que por fin se acomodó.
Fue la fiel copia de una situación real; terminó vistiendo y luciendo lo primero que se probó: el Jean de color azul petróleo que delineaba artísticamente sus formas frescas y delicadas; la blusa blanca de lino, estampada, sencilla y de escote moderado, que la hacía ver tan suave como una caricia de viento; las baletas de cuero con puntera y moño de color acanelado, y un par de aretes de fantasía de imitación cuarzo, que, con la tristeza fresca, recibió días después de su mejor amiga como regalo en su cumpleaños.
Fue el número quince, sin cisnes blancos, ni vals, ni invitaciones, ni traje de noche, ni zapatos de tacón alto, ni peinado elegante ni maquillaje, ni salón decorado, ni video, ni música, ni coreografía, ni brindis, ni la ceremonia de las quince velas, ni la sensación de sentirse sensacional...
Soportaba la escueta y huérfana transición de niña a mujer madurando a la fuerza, al recibir un baldado de agua fría que le helaría el alma con la muerte de su hermana menor. Una euforia personal que no soportó su corazón adolescente. Latía débil hacía cuatro años.
Había trascurrido un año y medio de la tragedia familiar. Durante todo ese tiempo, el encierro en su habitación luego de regresar de la universidad, se convirtió en un rito y en una madriguera. Por los hábitos, era una especie de oso pardo cautivo con la piel de un oso polar, que practicaba la espiritualidad a solas como la faceta más emocionante de su juventud.
Llevaba una vida social reducida a una amiga real y leal, a algunos necios con sus críticas fortuitas por su canto, y un nuevo intruso del que se enamoró y que contó con la suerte de caerle en gracia, y por el que sus padres entusiasmados, la entusiasmaban para que no perdiera ese encanto que le despertó el desconocido. Desconocían lo que había ocurrido. Y estaban lejos de imaginar, que se enamoró de él cuando era un vegetal sin futuro.
Era un día normal, pero en su cabeza todo parecía al revés. Gisele Naagerann, se distraía en la cocina con una receta de galletas dietéticas que copió de la televisión. Vestía un delantal de cuadros y rombos de colores fuertes. Y cerca de ella, echado pero vigilante, Zan movía sus orejas y levantaba el hocico. Parecía contabilizar el tiempo de la cocción. Estaba acostumbrado a degustar los pasteles, las galletas y hasta los postres antes que otras bocas. Para su enorme constitución, siendo un hermoso ejemplar gigante Bullmastiff inglés, macho, de color leonado rojo, hasta la comida parecía pasabocas en su enorme hocico.
Iraíla se dirigió inquieta hacia la cocina.
—Creo... que mejor lo llamaré, mamá. Le diré que enfermé... —le insinuó al acercarse.
—Claro que no lo harás, Ila —le respondió su madre.
Iraíla se echó a llorar.
—Qué te ocurre, hija. Estás sensible.
—Me llamaste como ella, mamá.
—Lo siento, hija, lo menos que quiero es... lastimarte —dijo arrepentida.
No pudo evitar pensar en su hermana Alix, cuando su madre la llamó de la misma forma en que ella lo hacía todos los días. De pronto, la nostalgia creció en su interior como un pan en una taza de líquido. Su sensibilidad comenzó a pescar recuerdos en su memoria para traerlos al presente y adaptarlos. La cita con su amigo le propició esa crisis.
—Recuerdo... cuando me preguntó si me había enamorado. Quería saber cómo era... Me hizo prometerle, que le presentaría al primer chico que me gustara. «También tiene que gustarme —dijo sonriente— o no saldrá contigo»...
Sus miradas hablaron en silencio cuando el dolor las distrajo.
—Aquel día... habría querido resucitarla con mi canto, mamá. Ella... ella me dijo que veía ángeles cuando cantaba... y por eso me insistía que le cantara todas las noches. O cuando estaba triste. O cuando se sentía sola. Por eso le canté junto al féretro —sollozó secando su rostro con las manos—. Sabía que estaba triste... y que estaba sola. ¡Quería resucitarla!, mamá. ¡Pero no resultó...! ¡Ni vi los ángeles que ella veía...!
Las lágrimas se vaciaron al reventarse el hilo emocional que las mantenía atadas como cuentas de un rosario.
—Nunca lo dijiste.
—Era nuestro secreto. Aunque, en realidad... no quería que la lastimaran más... Era suficiente con que se burlaran de su aspecto físico... «Están a tu lado Ila —me gritaba—, son muchos, tienes que verlos...» Y cuando paraba de cantar le molestaba. «Si no cantas se irán, Ila, tienes que cantar... tienes que cantar», decía una y otra vez, hasta que se quedaba dormida. Por eso la llevé a su cama cada noche durante los últimos tres años. Y por eso se enojaba tanto si tú o papá llegaban a interrumpir el canto. «Los ángeles...
—...se irán y no volverán» —ultimó su madre.
—La escuché decirlo una y otra vez —complementó Iraíla.
—Fue igual que cuando tenías nueve años. ¿Recuerdas el concurso de canto?
—Si mamá. Lo recuerdo. Cómo voy a olvidarlo.
—Así era tu hermana. Lo hacía no sólo por la enfermedad, sino porque te amaba. Te amaba como si supiera el valor de ese sentimiento.
—Apenas tenía doce años, mamá. Demasiados pocos para irse...
—Para un corazón enfermo no importan los años, y el suyo, la martirizaba más que su enfermedad genética... —respondió—. Sé cuánto la querías... pero nadie imagina cuánto yo la amaba. Y aunque ya no está, sigo siendo su madre, y tú... sigues siendo su hermana —lo dijo sollozante.
Su madre la abrazó.
—¡Oh, por Dios! Mi niña ya no está —se lamentó.
—Ahora te contagié, mamá. Sólo falta que papá venga y seremos un trío de llorones.
—Tendremos que superarlo, mi cielo. Especialmente tú. No puedes pasar los años de tu juventud atormentándote. Si lo haces, no demorarás en verte más vieja que yo.
—No inventes, mamá, todavía eres joven.
—Cuando se pierden las ganas de vivir, hija, la tristeza obra como una enfermedad emocional crónica, que te envejece más pronto. Ya lo viví con tu hermana el día de su muerte, y no quiero repetir esa experiencia contigo.
Iraíla respiró profundo y le dio un beso en el rostro a su madre, que la apaciguó con amor al recibirla en su regazo.
El timbre le recordó el compromiso.
—¡Oh, por Dios! Es él.
—Ve a lavarte la cara para disimular las lágrimas, hija. No quiero que piense que tuviste que rogar para dejarte ir.
—Ni lo menciones, mamá. Es probable que eso ocurra.
—Mejor abriré. Date un toque de rubor para disimular.
Iraíla ascendió las escalas y se dirigió al dormitorio, para encubrir su tristeza con elementos de belleza y algunos accesorios.
Cuando Gisele abrió la puerta, luego de secar sus lágrimas con las manos, su esposo conversaba con Antoon.
—Es el amigo de Iraíla —dijo.
—Buenas noches, señora Gisele.
—Pasa, hijo —dijo ella—. Ven a sentarte a la sala. Creo que tienes tiempo de probar una de mis galletas favoritas.
Se dirigió hacia la sala detrás del señor Jan Willevark. Tomó asiento. La señora Gisele se dirigió a la cocina, sirvió un vaso con leche y puso tres galletas en un plato pequeño de porcelana. Mientras buscaba las servilletas, un ladrido de Zan, le recordó que él debía de ser atendido primero cuando se trataba de galletas...
—Disculpa mi Zan. Acá tienes las tuyas.
Le colocó algunas en su plato, que se comió rápido y sin saborear. Seguidamente, se dirigió a la sala y se metió debajo de una silla.
—Debes recordar que para una mujer, siempre habrá un detalle adicional en su cuerpo a la hora de salir —le voceó Gisele al joven para disculpar a su hija por la demora.
—¿Cuándo no? —le susurró Jan al invitado. Antoon sonrió, sin estar seguro, que eso esperaba el señor Jan que hiciera. Se sentía incómodo.
Un aullido lastimero de Zan, y luego un ladrido de rabia, por poco le desprenden el corazón a Antoon que se levantó en el acto, y que ya flotaba en un ambiente de inseguridad. Le había pisado la cola.
—¡Muévete Zan! ¡Muévete! —vociferó Jan Willevark—. Acostumbra a dejar la cola afuera cuando se mete debajo de la silla —explicó.
Gisele regresó a la sala y le entregó el aperitivo al chico, que no se atrevía a sentarse después del susto.
—Ni lo menciones, amor —replicó tardío Jan al comentario de su esposa para que ella lo escuchara—. Si mal no recuerdo, siempre esperé a que atendieras primero ese detalle adicional...
—No dirás que no valió la pena —expresó con una leve sonrisa al acercarse—. Deberás sentarte, hijo, si piensas probar el aperitivo —le sugirió a Antoon.
—¿Y mis galletas...? —pregunto Jan que esperaba cómodo sentado en el sofá.
—Tendrás que esperar. Hay suficientes en el horno. Acompaña a Antoon... Iré a buscar a Iraíla.
—No hace falta, mamá —respondió cuando descendía las escalas.
Lucía hermosa, que hasta su padre enmudeció al verla. Antoon se apresuró a levantarse cuando se acababa de sentar, que el vaso se le enredó en las manos y vació la leche al piso junto con las galletas. Trató de evitar la caída del recipiente de vidrio, con algunas maromas descoordinadas que le robaron una sonrisa a su amiga, y que fueron insuficientes, cuando reventó en pedazos contra el piso. La boca de Iraíla abrió sus pétalos para mostrar que la sonrisa pulida, ya era una risa explayada. Y sus dientes brillaron como perlas exquisitas en un manjar de labios delicados y virginales.
Las risas de Gisele y Jan, hicieron el coro.
Zan no tuvo pereza para limpiar el piso con su lengua alargada, luego de hacer una colada espesa con el ripio de galleta sobre la leche. Después del regalo alimenticio, el asunto de la cola quedó olvidado.
Antoon sintió la vergüenza correr por sus venas, y un color rojizo afloró en su rostro pálido. Hasta un ligero temblor surgió de improviso. Sus músculos se volvieron rígidos que le daría dificultad caminar.
—No te preocupes, hijo, suele ocurrir —lo excusó Gisele, al ver su cara de pánico—. Estoy segura que el piso necesita un poco de agua. Hay más galletas...
—Lo mejor es que se apuren porque el tiempo corre... y...
Un beso de Iraíla en cada mejilla de su padre, le cortó las palabras. Luego fue el turno para su madre. Tomó la mano de Antoon y lo rescató del tormento que brillaba en sus ojos.
—Que te diviertas, hija —dijo su madre.
—No tarden —previno su padre.
Zan hizo su aporte con un ladrido luego de que su ama se despidiera de él. Y Antoon, no supo qué decir. Sencilla y forzosamente se dejó llevar. Los pasos eran de plomo.
—¡Oh Dios! Soy un tonto —dijo mientras se alejaban, al sentirse libre, con la brisa desacalorando sus nervios y sus músculos recuperando la blandura.
—Primero, me sorprende tu padre en la puerta cuando meditaba hasta el saludo. Luego le piso la cola al perro, y para rematar... derramo la leche en una escena aeróbica para evitar que cayera el vaso al piso, sin lograrlo. No creo que les haya dejado una buena impresión. Mucho menos a tu perro.
Iraíla no paraba de reír.
—Por cierto —añadió—, no quise llamar a tu padre por el nombre porque lo confundí con el del perro. ¿A quién se le ocurre llamarlos parecido?
Iraíla estaba a punto de sufrir un ataque de risa. Subieron al automóvil.
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