Capítulo 11
Sucedió durante la eucaristía...
Iraíla hizo su debut como solista en el coro de la iglesia. Su madre la motivó para que cantara aunque no era necesario. Era una promesa sin cumplir. Debía cantar para el abuelo como un homenaje por su aniversario. Ya hacía un año que había madrugado muy de temprano para regar las rosas del vergel en el paraíso. Por años desde su jubilación, lo hizo cada día en el jardín de su casa, y un año en el jardín de la villa apoyando al jardinero, hasta que quedó postrado en la silla de ruedas.
Era sábado. Se suponía que la misa era para la familia a la hora destinada. Pero no fue así. Una repentina y ligera llovizna, evitó que la misa cotidiana hirviera de fieles, y a cambio, se congregaron en la misa reservada para el aniversario de su muerte.
—Ve, hija —dijo su madre.
Iraíla respiró profundo. Recordó aquellas palabras específicas de su abuelo el mismo día de su partida en la mañana: «¡Canta!... ¡Canta!... para suavizar la agonía, y no dejes de hacerlo, y quiero que lo hagas cada que me recuerdes». Y ascendió los tres escalones brillantes por el retal de mármol negro, que conducían contiguo al altar, donde vivía el piano hacía una década.
—¿O mio babbino caro, es la canción de entrada? —preguntó el pianista.
—¿La conoces? —respondió Iraíla.
Él asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Hazte acá —le dijo señalando su costado derecho.
El pianista, a quien su madre había contratado para amenizar la eucaristía, depositó con sutileza los dedos sobre las teclas del piano, que al contacto, tomaron vida para iniciar su danza.
El alma del piano dejó caer sus notas taciturnas, que como perfectos cristales de agua, rememoró la partida del abuelo. Las notas crecieron hasta formar olas, y un canto de ópera en soprano, se deslizó sobre ellas. Iba plácido en la voz angelical de Iraíla. Por un momento de éxtasis, todos se olvidaron del alma del difunto.
Con el canto, los estados de ánimo parecieron resucitar. El abuelo debió disfrutarlo desde su dimensión, cuando Gisele, levantó su mano hacia el piano en señal de saludo y a la vez de despedida. Una sonrisa envuelta en llanto indicaba haberlo visto al lado de su nieta.
Antoon estaba acompañado de su tía Abigail, que sin hábito, parecía portarlo. El agua los detuvo a la salida, y luego de que amainara, los detuvo la voz de Iraíla. Fue entonces que convertida en imán espiritual, atrajo tantos fieles en cuestión de segundos, que daba la apariencia de ser la misa cotidiana del día sábado en la tarde.
El alma del difunto perdió el interés hasta el final del canto, y lo perdería cuantas veces ocurriera.
Al finalizar la eucaristía, Iraíla entonó «Norma» con tal miramiento, que las almas emocionadas sintieron desplegar sus alas al interior del templo, y volar como bandada de palomas santiguadas de paz. Todos, hasta el sacerdote, estaban ensimismados.
Afuera del templo, una bandada de palomas reales las imitó.
Antoon no escuchó la voz de su tía. Nada podía apartarlo del embeleso. Aun no salía de su asombro. Habría deseado tenerla cerca para darle el saludo de la paz, y hasta pensó en compartir su comunión. Pero fueron pensamientos necios que perdieron la vida. Ya llegaría el día de conocerla...
—Con ésta son dos eucaristías, y ya escampó, Antoon. —dijo Abigail.
—¿Cómo? —preguntó.
—Parece que alguien no está en este mundo.
—Lo siento, tía.
—Es ella —dijo.
—Sí. Es ella.
Deseaba hablarle. Y más que darle las gracias de nuevo, conocerla. Con sólo verlo era muy probable que lo reconocería. Pero se abstuvo de mostrarse al desconocer el motivo por el que no retornó después del suceso. Ya habían transcurrido cuatro meses.
—¿Vamos? —dijo Antoon.
—Es la pregunta que se ha quedado sin respuesta en tres ocasiones, hijo.
—Disculpa, tía.
Congeniaron con un par de sonrisas y se ausentaron, no sin antes, Antoon desear que una nueva llovizna los detuviera.
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