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Capítulo 10

Antoon tenía una tía religiosa y un tío sacerdote, ambos eméritos, que vivían con él. Eran hermanos de su padre con quien tenían una estrecha relación; hijos del primer matrimonio de su abuelo. Ezequiel, su padre, era un hombre enérgico y maduro que enamoró a Amaia Sorell, su madre, cuando la aventajaba en treinta años. La diferencia de edad era notable. Fue un suceso que creó revuelo en su familia, cuando en aquel entonces, se le advirtió tantas veces, que perdió la cuenta, sobre cómo viviría su juventud cuidando a un anciano decrépito, que ya había tenido la experiencia de un primer matrimonio del que le habían quedado dos hijos.

Una advertencia que perdió su fuerza y se hizo humo cuando le madrugó la muerte. Algo incomprensible hasta para ella misma.

Amaia Sorell, tenía un espíritu joven que apenas bailaba el vals de los veinte años. Su cuerpo espigado de bailarina de ballet, así no lo fuera, resaltaba una belleza natural moldeada con la disciplina. Gozaba de una buena salud. Pero por ironía..., fue su corazón el que se detuvo al final del camino de gestación, con una preeclampsia devastadora, que le quitó el habla el día del parto.

Por desventura, Antoon quedó huérfano de sus henchidos senos.

Fue una violenta partida sintiendo el sol entre las venas.

Después de su muerte, Ezequiel, arcaico y testarudo para sentirse débil, creyó envejecer los veinte años de su lozana esposa, que arrumó en su conciencia para despertar los males dormidos de su cuerpo trajinado. Ya antes, le había sumado los treinta y ocho años de su primera esposa. Con la nueva ausencia, perdió el encanto de sentirse revitalizado, y perdería la armadura del enamoramiento como para emprender una vez más esa ardua tarea. Con dos era suficiente. Su pasión se fue enredada en su sonrisa muerta.

El vigor de las carnes se acobardó con la flacidez, y la esbeltez de su barriga redondeada, ya no era un síntoma de salud. Como picaduras de avispas le llegaron las dolencias, que evolucionaron rápidamente para amedrentar el cuerpo y el espíritu; la diabetes se manifestó, y de alguna forma el estímulo le llegó al colesterol y los triglicéridos, que igual, impusieron nuevas reglas en su salud deteriorada.

Cincuenta años no era una edad para sentirse viejo, pero cuando está desprovista de amor, el peso de la vejez se siente, incluso en la juventud.

Fue entonces cuando su hermano mayor: Cleonzio, clérigo de una humilde parroquia católica en el barrio Alexanderpolder, decidió acompañarlo en su soledad, luego de haber sido autorizada la dispensa por parte del obispo a los sesenta y ochos años de edad, cuando la enfermedad de Parkinson, manifestada con temblor en la mandíbula y las manos, le estaba complicando la tarea al agitar las oraciones como las hostias, corriendo el riesgo de dejar un reguero de ambas sobre el piso del templo.

Ya eran dos soledades conviviendo: una rebelde, y otra bondadosa.

Fue con exactitud un mes después de la muerte de Amaia, y un mes antes de la llegada del padre Cleonzio, que la hermana menor: sor Abigail, con cuarenta y cuatro años cumplidos, tomó la dura decisión de retirarse de la comunidad a la que pertenecía desde que cumplió sus dieciocho años, para acompañar a sus hermanos, en especial, para ayudar a Ezequiel en la crianza de su hijo Antoon.

Lo hizo, luego de enterarse de que la familia de su cuñada, no estaba interesada en adoptarlo como un miembro más de la familia. Las razones debieron ser nefastas para evitarlo. Todavía rondaba en sus cerebros la mala decisión del matrimonio, y era posible que responsabilizaran a Ezequiel de su muerte. «...robó su juventud y su vida», fue un comentario necio que llegó a varios oídos el día del sepelio.

Un mal recuerdo, así fuera prescrito en un infante inocente, no dejaba de ser una tortura. Abigail cambió imprevistamente de profesión sin consultarle a Dios. Se había quitado la vestimenta de «sor» para convertirse en madre sustituta, cuando todavía sentía la fortaleza de su espíritu. Consideró el nuevo reto como una prueba de vida espiritual, porque la indumentaria continuaba presente en sus acciones, y casi que se advertía en la ropa que frecuentaba. Los tonos oscuros en la gama de grises, eran los preferidos.

La casa de Antoon ostentaba una especie de aire místico, por lo que no había duda que creció untado de los aceites clericales, y salpicado de rezos durante el día cada día de su existencia. Exteriorizaba una moral bien instituida, que era complejo atravesar su cascarón con un mal pensamiento.

Con los aderezos de la vida espiritual rondando entre sus juguetes, no era complejo asegurar que sus amigos imaginarios eran ángeles. Y el piano, su amigo instrumental que le daba lecciones de vida pagadas a un tutor particular por su padre Ezequiel.

No obstante, tuvo sus amigos como cualquier otro. Y seguramente, su corazón se descompuso por alguna falda que rozara sus instintos, sin que trascendiera esa barrera. Ya llegaría la hora.

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