Pandora
N A: Antes de leer debo decirles que este capítulo tiene escenas fuertes de violencia, sean advertidos. Pasen de largo si creen que les puede afectar de alguna forma.
Marti
Abro los ojos antes que ella, como de costumbre. Y me quedo mirándola. Estamos tan cerca la una de la otra que no puedo evitarlo. Levanto mi mano y acaricio su mejilla suavemente, tratando de no despertarla. No puedo evitar suspirar profundamente. No puedo evitar pensar que se ve hermosa así, se ve tranquila, como si nadie ni nada pudiera alcanzarla en ese otro mundo. Reprimo, como de costumbre, mis ganas de besarla.
—¿En qué te estás metiendo Luna?— le susurro.
Me doy cuenta que me encantaría decirle lo estúpida que es, yendo constantemente detrás de tipos que solo la destruyen, yo podría amarla, yo podría cuidarla siempre. Pero tengo miedo, soy una maldita cobarde. Tengo miedo de que, en el momento en que abra la boca, ella cierre esa puerta, cualquier puerta y que no exista retorno. No puedo dejar que eso pase. Prefiero entonces explorar mi sexualidad por otros lados, besarme y dejarme tocar por un tipo que lo único que quiere es llegar a la tercera base. No voy a mentir, no digo que no lo disfrute, no digo que no me guste, que no me caliente. Pero no es ella.
No es ella.
Luna se despide de Marti y comienza a caminar hacia su casa lentamente, tratando de espaciar lo más que pueda el momento en que deba enfrentar a su madre y a su estado. No sabe con qué cara se puede encontrar en ese día, siempre cambian y muy pocos de sus rostros son esperados o queridos por Luna.
Cuando finalmente llega a su casa, suspira lentamente y abre la puerta despacio. Unos pasos furiosos llegan hasta ella y empiezan a zamarrearla. Mira el rostro de su madre enloquecido de furia.
—¿Dónde estabas?— le grita.
—Mamá...— empieza a decir Luna, pero ella no le da tiempo a contestarle.
—¿Dónde te metiste? ¿Dónde pasaste la noche?
—Estuve en la casa de Marti— le dice.
—¡Mentirosa!— le grita— ¡Sos una puta egoísta!
Luna la mira mientras el odio empieza a clavar garras y destrozar todo en su interior. Esa era su madre, su madre iracunda que buscaba meter el dedo justo donde más dolía, sabía qué palabra era aquella que Luna más odiaba, y no tenía problema en usarla.
—¡No estoy mintiendo!— grita Luna y su madre, como respuesta, le da vuelta el rostro con una bofetada en su cara.
—¡Callate!— vocifera.
—¡Estaba en la casa de Marti!— sigue gritando Luna, haciendo caso omiso —Vos sos la puta, no yo.
Ahora su madre la agarra de su cabello y la zamarrea.
Quién
te
creés
que
sos
Va diciendo con cada tirón, y Luna no puede reprimir las lágrimas. No llora por el dolor físico, llora por la bronca, porque de todos los insultos, ese lo siente como el peor, ¿Quién te creés que sos? Es la forma que tiene su madre de decirle que no es nada, que vale mierda.
—Ya me escuchaste— responde Luna con bronca —yo no soy la puta acá.
Ahora recibe otro golpe de mano abierta.
—Dale— la desafía Luna —pégame de nuevo.
Y ella lo hace.
—Otra vez.
Jalón de pelo, tan fuerte que siente una punzada a lo largo de todo su cuero cabelludo.
—Dale, otra vez.
Tampoco lo reprime esa vez.
—Porque eso es todo lo que podés hacer— le dice Luna levantando el rostro, manteniendo su orgullo con la cabeza en alto —eso es todo lo que podés hacer como la mierda de madre que sos.
Vuelve a alzar la mano, pero no la golpea, la baja.
—Andate— le dice.
Y Luna no necesita que se lo repita dos veces. Se da la media vuelta y sale corriendo, dejando un portazo detrás de sí. Corre mecánicamente, corre mientras las lágrimas y el temblor de su cuerpo se hacen más y más intensos. Golpea su puerta con desesperación, golpea sin pausa hasta que la puerta se abre y ella se lanza a sus brazos.
—¿Qué pasó, mi amor?— le pregunta Agustín y ella no hace más que llorar.
Agustín la toma en sus brazos y la mete en el interior de la casa. La recuesta en el sillón, sobre su propio regazo y le acaricia el pelo hasta que ella se tranquiliza, cuando Luna deja de llorar le regala una sonrisa compasiva.
—¿Querés contarme?— le pregunta con una voz dulce.
Luna niega con la cabeza, sigue respirando forzadamente. Agustín la levanta con delicadeza y la lleva hasta la cama, la recuesta suavemente, le saca las zapatillas y se acuesta junto con ella, abrazándola por la espalda. Luna no puede evitar sentirse reconfortada, sentirse de alguna forma segura. No quiere moverse, quiere quedarse así, por horas, para siempre, quiere quedarse con el Agustín que está siendo en ese momento, quiere pensar que podrían estar juntos así, toda una vida, quiere pensar que el tiempo puede pasar, que pueden pasar eternidades y lo único que importaría sería lo bien que encajan sus cuerpos juntos. Pero sabe que esa tranquilidad no puede durar mucho, por eso cuando siente que sus sentidos vuelven a ser como una brisa nocturna, se gira lentamente hasta quedar frente a frente a Agustín. Al principio, simplemente ambos se observan, no se preocupan más que en mantener sus miradas conectadas. Agustín comienza a acariciar su rostro, su cabello, en mimos que pretenden ser suaves, en roces que están destinadas a consolar. Pero en Luna ejerce el efecto contrario, esas caricias la encienden, encienden algo primitivo en ella e inmediatamente pega su cuerpo al de Agustín y desliza sus manos por debajo de su remera. Él no demora en reaccionar, y la toma de la cintura y la presiona contra él y funde sus labios en los de Luna, mientras su erección comienza a crecer ante el contacto.
Los suspiros se vuelven quejidos y la ropa termina tirada en el piso en pocos minutos. Luna no recuerda, de todos sus encuentros con Agustín, la suavidad, la paciencia, la lentitud con la que se tocaron en ese momento, siempre ha sido el desenfreno, la necesidad, la locura lo que los ha guiado. En cuanto él está dentro de ella se mueve con lentitud, nunca cierra los ojos, no deja de besarla. Luna empieza a temblar debajo de él, tiene miedo de que le esté haciendo el amor, que todo ese acto sea parte del consuelo que ella tanto anhela y que no se anima, que nunca podría, pedir a viva voz. Tiene miedo, pero no dice nada, no detiene nada, se deja llevar, se permite sentir, perderse en sus ojos, en sus caricias, en su inexplicable dulzura. Ambos llegan al éxtasis casi al mismo tiempo y a diferencia de otras veces, ninguno de los dos busca separarse inmediatamente, se quedan abrazados, todavía conectados, perdidos el uno en el otro. Por primera vez Luna no siente la necesidad de huir, de rechazarlo.
Se queda dormida sobre su pecho, increíblemente tranquila. El sueño, sin embargo, se mezcla con escenas de la realidad, con trozos fragmentados del pasado que siempre vuelven a gritarle en medio de la paz y se despierta sobresaltada. Repasa en su mente las imágenes, sabe a qué momento corresponden y no puede evitar recordar, como pasa siempre que se ve atravesada de un suceso con su madre. Cada vez, es como abrir la caja de pandora, donde todas las memorias acumuladas, todos los resentimientos generan una atroz estampida tratando de salir. Y siempre el resultado es el mismo: ella queda magullada y vacía por dentro.
Su madre siempre fue una mujer intensa, vivir con ella era como estar en una montaña rusa, había días en los que era una mujer fantástica, había días en que Luna llegaba y ella la estaba esperándola con un viaje improvisado, o con un plan de pastelería y películas para todo un fin de semana, o noches en que le contaba historias de amor que la hacían suspirar y soñar con estupideces como las almas gemelas, la media naranja, el hilo rojo del destino. Cuando Luna era chica, su padre misterioso era parte de esas historias, y ella amaba haber nacido de una historia de amor tan hermosa, tan pura.
No puede evitar reír irónicamente ante ese pensamiento. Qué cantidad de mierda.
El verdadero problema, sin embargo, no eran las historias, o la cantidad de azúcar en un fin de semana, sino que de eso pasaban a periodos en los cuales su madre, indefectiblemente, se deprimía, generalmente después de que se enojara por cosas superficiales, como que Luna rompiera un plato accidentalmente, como que Luna se desvelara leyendo, como que Luna dejara su habitación desordenada. Su madre no era capaz de enojarse como una persona normal y su ira iba creciendo hasta que se convertía en un volcán con la capacidad de enterrar al mundo en su ceniza.
Montaña rusa:
Entusiasmo
Ira
Depresión
La depresión venía después de la culpa. Luna sabía que a pesar de que su madre jamás pedía perdón, a pesar de que ella siempre la culpaba por su ira, sabía que cuando su furia pasaba su madre no podía enfrentar la culpa, no era capaz de mirarse al espejo. Y se encerraba por días en su habitación. Luna tenía, entonces, que llevarle la comida a la cama, tenía que tratarla como una mujer agonizante y devolverla a la vida, de a poco.
Como si no fuese suficiente, todo fue de mal en peor cuando conoció a Marco. Marco, el supuesto novio de mamá. Cuando llegó logró que su madre se iluminara por un momento, logró que, por un periodo, por lo que dura una escena en una obra teatral, su madre fuera estable, fuera de nuevo la mujer enamorada que volvía a cantar baladas de amor mientras cocinaba y volvía a sacar su repertorio de historias incandescentes. Por un breve momento, como en la calma que experimenta un moribundo antes de la muerte, fueron felices. Su madre fue feliz, y Luna fue feliz por ella.
A sus casi dieciséis años, un jueves invernal, llegó a su casa después de la escuela y encontró la casa demasiado silenciosa. Llamó a su madre, pero nadie respondió, revisó cada habitación hasta que llegó al dormitorio de su madre. Los vio ahí, a los dos, desnudos, tirados sobre la cama, pero eso no fue lo que realmente le impactó, fue el gesto, la inmovilidad de los dos, fue ver a su madre empezar a vomitar y no ser capaz de girarse, fue ver a su madre ahogándose en su propio vómito. Luna corrió a girarla, logró que el liquido ácido se desparramara por todos lados y que su madre pudiera respirar. Trató de despertarla, no pudo. Trató de despertar a Marco, tampoco respondió.
No sabía lo que estaba pasando, no estaba en su mente la posibilidad de que ambos estuvieran drogados. Llamó a la ambulancia. Se llevaron a su mamá, pero Marco despertó cuando llegaron, se negó a ir con ellos, se negó a que Luna se subiera a la ambulancia con su madre. Se quedó y esperó a que se fueran. Esperó y se lanzó sobre ella cuando estuvieron solos. Luna no se acuerda muy bien qué pasó, cómo pasó, recuerda los gritos, los golpes, su ropa rajándose por el tironeo. No sabe cómo, pero salió corriendo, no se acuerda más que en imágenes inconexas, pero sabe que se libró de él, corrió y se trepó a un árbol. Muchas veces se preguntó qué clase de pensamiento la llevó a subirse a un árbol, ¿tan atrapada se sintió? ¿fue algo instintivo?
Marco salió detrás de ella, gritando como un desquiciado. Gritó por todos lados, hasta que la vio entre las ramas. Pero entonces apareció Agustín. No dejó que la arrastrara del árbol, no dejó que se la llevara. Mucho después supo que ambos se conocían, pero ese día Agustín le pareció como el príncipe resurgido de los cuentos de su madre. Y es cierto que odiaba esas historias desde que se dio cuenta que en realidad su padre no iba a volver, pero en el fondo, muy en el fondo de su alma anhelaba por un amor tan inverosímil como el que se construía en esas historias. Y Agustín, en ese momento, se convirtió en esa figura increíble.
La ayudó a bajar del árbol y la dejó quedarse en su casa hasta que su mamá volvió del hospital.
Desde entonces, cada vez que Marco llega a su casa, Luna escapa a la casa de Agustín. Y su madre la odia porque esa visita al hospital le valió a Marco una detención temporal. Su madre no deja decirle, desde entonces, que la conducta errática de Marco es culpa de Luna, que se ha ganado su odio con toda ley.
Ya tenía dieciséis años cumplidos, cuando un fin de semana volvió a llegar a la casa de Agustín.
—¿Qué te hace ese tipo?— le preguntó Agustín mientras hacía la cena.
—¡¿Qué no hace?!— respondió Luna —droga a mi mamá, y a mí... me trata como mierda, además no quiero quedarme sola con él.
—¿Por qué?
—Tengo miedo.
—Ya sé, pero decilo, ¿a qué le tenés miedo?
—Tengo miedo a que me viole.
—¿Sos virgen?
—No— mintió Luna —y honestamente no sé qué tenga que ver, no es un miedo infundado.
Agustín se quedó mirándola y analizando sus palabras.
—Tenés razón —dijo probablemente recordado la forma en que había terminado en su casa la primera vez —No todas las sustancias son malas ¿sabés?— dijo Agustín después de un rato —hay algunas que te pueden ayudar, te pueden ayudar a liberarte.
—¿Vendés drogas?— le preguntó Luna horrorizada.
—Sí— respondió Agustín sin vergüenza alguna —Tengo una pastillita que te puede ayudar mucho— le dijo con una sonrisa.
—No tengo plata— trató de excusarse Luna.
—No te la voy a cobrar.
—No la quiero.
—Sos terca, ¿no?
—No, simplemente no quiero saber nada que tenga que ver con drogas.
—La palabra droga es muy fuerte.
—No me importa cómo le digas, no quiero.
—Mirá niñita— dijo entonces Agustín perdiendo la paciencia —te doy dos opciones, o te tomás la pastilla y la pasás bien o volvés con el bruto de Marco.
Esa noche tomó por primera vez éxtasis. Esa noche tuvo relaciones sexuales, también, por primera vez. Desde entonces odia a Agustín, lo odia porque tomó algo de ella que no tenía permiso a tomar, porque rompió un poco su orgullo. Y no puede evitar sentirse, en ese momento, cuando lo mira dormido después de haberla tratado de manera tan dulce, después de haberla tratado como le hubiera encantado que lo hiciera desde un principio, terriblemente triste y cansada, porque él es parte de la caja de pandora, y está destinado a una destrucción tan lenta como la que ella ha vivido. Está destinado a que ella lo rompa poco a poco.
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