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Cementerios

Luna despierta y puede ver, por el sol intransigente de la venta, que ya es pasado el mediodía. Se levanta, y siente como todo su cuerpo le reclama la noche, como si se le hubiera quedada impregnada en cada gota de sudor. Se siente pesada y sin fuerzas. Mira a su alrededor, la casa está en un silencio demasiado intenso, al punto que cuando camina por el comedor siente cómo sus propios pasos retumban.

—¿Agustín?— pregunta mientras se dirige al dormitorio.

No hay respuesta. Llega hasta la mesa y encuentra una nota. Hay sándwiches en la heladera. Trata de no sonreír, pero las comisuras de los labios se le tuercen hacia arriba contra su voluntad, e inmediatamente agradece estar sola. Abre la heladera, se da cuenta que Agustín los ha preparado hace poco. Saca dos y se los lleva al sillón. Come y siente una extraña felicidad, un precario cosquilleo que recorre su cuerpo mientras mastica. Sabe que Agustín, el 80% de las veces es un estúpido, pero siente algo tibio por dentro cada vez que hace esas pequeñas cosas, cada vez que se preocupa por que coma, o porque no llore, o que la deja quedarse en su casa, aunque a veces, eso tiene un costo. Siempre tiene un costo. Trata de no escuchar la voz en su cabeza. Termina el sándwich y se mete a la ducha, tratando que su cabeza se descomprima, que todo el sudor se vaya, que su cuerpo sea más liviano.

Cuando sale del baño, Agustín está de vuelta, la mira caminar desnuda a su habitación, sólo con una toalla en la cabeza. Luna no se inmuta, nunca ha tenido vergüenza de su desnudez, jamás ha pedido que apaguen la luz, ni ha tratado de ocultarse las estrías que le salieron en algunos sectores de sus piernas cuando creció de pronto. Toma una remera mangas largas y un bóxer de Agustín y se viste con eso. Él se ha acercado hasta la puerta de la habitación para mirar el proceso.

—Ahora voy a tener que lavar eso— se queja.

—No creo que la laves, estoy segura que la vas a guardar de souvenir.

Él sonríe, y reluce lo que para Luna es su mayor atractivo. Nunca consideró a Agustín como alguien demasiado atrayente, excepto cuando sonríe, todo su rostro parece cambiar, su mirada se vuelve más intensa, sus pómulos resaltan. Eso, su voz, sus manos, su espalda, son lo que mueven el cuerpo de Luna cuando está cerca de él. Y con el tiempo ha logrado notar, que son esos atributos y no otros, los que mira especialmente en el sexo opuesto. No sabe si es su gusto personal o es la impronta que ha dejado su relación con Agustín.

—Podés traer ropa, ¿sabés? Para estas ocasiones, para cuando tengas que quedarte...

—No hagas eso.

—¿Qué?

—No proyectes... nosotros somos...

—¿Amigos? ¿Conocidos? ¿Vecinos?— la voz de Agustín se mantiene en el mismo tono, Luna no sabe cómo es que hace para no perder la paciencia, nunca —¿A qué lugar me vas a degradar ahora?

—Yo nunca te degradé a ningún lugar...

—Venís casi todos los fines de semana...

—¡Hace tres fines de semana que no venía!— lo interrumpe Luna, ella sí levanta el tono.

—¿Es un nuevo récord?

Luna mira para otro lado. Agustín se acerca lentamente, se sienta en la cama frente a ella, y la mira fijamente hasta que ella vuelve a poner sus ojos en los suyos.

—Venís... cada tanto— dice corrigiéndose —te quedás días en mi casa, pasa lo que pasa... y cuando salís por esa puerta hacés como si no me conocés...

—Pasa lo que pasa...— empieza a decir Luna con furia en la voz —porque no me queda otra opción.

—¿Qué estás diciendo?— dice Agustín, y por primera vez Luna ve enojo en su voz, eso era exactamente lo que estaba buscando —¿Estás diciendo que te violo?— sube la voz y parece temblarle el labio inferior un poco.

Luna sonríe por dentro, y al mismo tiempo se odia.

—No... pero ¿me dejarías quedarme si no me acuesto con vos?

Agustín se para y golpea sus puños contra la puerta. Luna se sobresalta. No entiende por qué se alegra de verlo así, enojado, irracional, ¿Será porque esta vez no le toca a ella tener furia borbotando de su cuerpo?

—Lu...— dice Agustín tratando de respirar, al parecer, tratando de calmarse —Vos... sí... vos me importás... te podés quedar acá, cuando quieras, y si no querés que te toque, no te toco...

—¿Y si no quiero tomar nada de tus pelotudeces?

—No te obligo a nada, vos me la pedís...

—Si te importara, como vos decís, no me dejarías tomarlas... sabés perfectamente por qué las tomo...

—Esta bien— dice y sorprende a Luna —la próxima no te voy a dar nada, por más que me ruegues.

El corazón de Luna empieza a palpitar furiosamente, siente que se asfixia, que lo odia.

—Me tengo que ir.

—¿A dónde?

—A mí casa...

—No te espera nada bueno ahí- Agustín no parece sorprendido, su todo de voz, incluso, se escucha resignado.

—Tengo que ir a ver si ella respira.

Luna, se coloca sus jeans sobre la ropa interior de Agustín, va a sacarse la remera, pero él le hace un gesto negativo.

—Llevátela, yo lavo la tuya.

Luna no dice nada, titubea hacia la puerta, siente que si le deja su ropa sucia ahí de alguna forma él gana, y por el otro lado se da cuenta de lo incoherente que es. Al final, se dirige hacia la puerta, casi corriendo. Apenas traspasa el marco escucha su voz una vez más.

—Cualquier cosa, voy a estar acá, vecina- dice tranquilo, siempre tranquilo.

Luna sale y corre hasta su casa, llega hasta la puerta agitada, pero no por el par de cuadras que ha tenido que correr. Es el miedo el que no le permite la calma, es el miedo el que la recorre por todos lados y hace que su pecho convulsione.

Está a punto de abrir la puerta, pero no puede, le tiembla la mano. No quiere entrar, no quiere ver lo que hay adentro, no quiere ver si hay vómito en el pasillo o si la habitación de su madre huele a rancio otra vez. No quiere encontrarla llorando, porque no podrá evitar sentir asco, un repleto asco expandiéndose como una bomba atómica.

Vuelve sobre sus pasos, y mira hacia la calle. La casa de Agustín está todavía ahí, esperando a que ella vuelva a tocar la puerta, pero tampoco puede hacer eso. Se pone las manos en la cintura mientras intenta respirar. Ve, en ese momento que su vecino de 13 años ha vuelto a dejar la bicicleta afuera, si no estuviera tan destartalada ya habría dejado de tener bicicleta hace rato. No lo duda, la monta y se va de ahí. Al único lugar que siente que puede escapar.







David hace rebotar la pelota en la pared tirado desde la cama, ni siquiera mira el movimiento, ya es automático. Lo hace porque lo relaja el ritmo repetitivo. Lo relaja concentrarse en el sonido, sólo en el sonido y no pensar que es día de aniversario. David tiene cinco aniversarios al año, ninguno que le guste mucho, entre ellos está incluido su cumpleaños. Este aniversario, sin embargo, es de uno de los peores, y esta vez siente que no hay nada que desvíe su emoción ni su pensamiento.

Se levanta de la cama, y decide ir a terminar con ese día de mierda de una vez por todas. Saca la moto a la calle mientras escucha algún grito de su madre desde adentro, hace caso omiso, antes de que ella pueda llegar al picaporte ya está sobre la moto, con el casco puesto y acelerando. Vuelve a llenarse de adrenalina, la emoción le sube desde el ombligo al sentir que lo ha hecho otra vez, que le ha importado un carajo lo que su madre pudiera decirle.

Se para en frente del cementerio, camina entre los distintos nichos hasta llegar a un mausoleo pequeño, el de la familia Gutierrez, mira las puertas de madera y vidrio y ve que están cerradas, nadie ha venido a visitarla o a traerle flores. Se sienta en el pequeño escalón y apoya la espalda en la puerta.

—Feliz cumpleaños Victoria— dice en voz alta. Y deja por fin que las imágenes lo invadan.

Victoria está corriendo hacia donde él está, ella tiene 13, él tiene 14, ella sabe que le gusta a David, él se lo ha dicho, más de una vez, ella siempre se ha limitado a sonreírle, y ha hecho que empeore, terriblemente. Es la primera chica que no lo ha tratado con asco y desprecio. Lo toma del brazo, sin importarle mostrar todo el cuerpo. Es día de pileta y están en malla, en realidad ella está usando un bikini azul, como la canción y no se esconde tras la toalla como el resto de las chicas. Tira de su brazo, obligándolo a correr hacia la pileta. Se tiran tomados de la mano. Se sumergen en la parte más honda. Él sale a flote, ella no... y después sienten como lo tiran del tobillo hacia abajo. Cuando vuelve a salir, ella ríe a carcajadas.

Ve a una chica pasar a lo lejos, es lo que ha estado esperando todo el día, algo que lo saque de su cabeza. Se pone de pie cuando cree reconocer la forma de caminar. Ve como deja una bicicleta en un costado y se sienta frente a un nicho bastante simple, bastante humilde, apenas tiene una chapa de bronce que dice el nombre del difunto. En la medida que se acerca, llega a leer el nombre: Rosario López. Se queda estancado, mirándola, debatiéndose si ir o no hasta donde ella está, hasta que ella empieza a cantar y se queda hipnotizado, clavado como un cobarde que le está robando su intimidad. Y al mismo tiempo, siente que ha perdido la capacidad de moverse, su voz es dulce y arrastra dolor, el mismo dolor que él ha intentado sacarse, como una espesa modorra de todo el cuerpo durante el día. Estamos atravesados de cementerios, piensa y se sorprende a sí mismo, cementerios incrustados, sí, esos que no se pueden dejar cuando sale del lugar físico, como este, no se pueden purgar, aunque no haya muerto nadie, los arrastramos y los ponemos en cajas selladas como todo el cemento que hay acá adentro. Todos llevamos algo enterrado.

Se queda ahí hasta que de pronto el dulce canto termina abruptamente. Levanta la vista y ella ya no está. Se da vuelta y se encuentra un puño que impacta justo en su nariz.

—¡Ay!— se soba la nariz mientras levanta la vista para mirarla. El golpe ha hecho que se caiga sentado en el veredín.

—¡Me estabas espiando!

—¡No!

—¿Ah, no?— pregunta irónicamente —¿Me seguiste?

—¡No!— dice esta vez indignado y poniéndose de pie.

—¿Y qué hacés acá?

—Vine a visitar a alguien, es su cumpleaños...

Luna parece bajar la guardia, y lo mira casi con pena.

—¿A quién?

—Una amiga... Victoria Gutierrez.

—Perdón...

David se siente intimidado más ahora que ante la conocida cortante y altanera Luna, ya se había acostumbrado a sus respuestas áridas y su cinismo, ahora no sabe qué hacer.

—No pasa nada, no te quería... asustar... yo estaba ahí— señala el pequeño mausoleo —y escuché a alguien cantar... me gusta...

—¿Qué cosa?

—Como cantás...

—Gracias...

El silencio y la incomodidad crece entre los dos.

—¿Vos a quién has venido a ver?— pregunta inseguro, casi esperando la típica respuesta qué te importa por parte de ella.

—A mi abuela.

David la mira sorprendido y agradecido al mismo tiempo, siente que no es el momento de presionarla un poco más.

—Te dejo tranquila— dice y empieza a girarse— nos vemos en la escuela.

Camina un par de pasos, sin esperar a su respuesta, el protocolo, hasta ahora nunca se ha ajustado a ellos.

—¿David?

Se detiene y se gira, casi conmocionado, nunca lo había llamado por su nombre.

—¿Sabías que un grupo de boludos han hecho una apuesta?— pregunta Luna, lo mira a los ojos fijamente —Una apuesta sobre vos...

—Sí...-responde David con el corazón dándole tumbos, sabe que le está preguntando sobre la apuesta de los rugbiers acerca de su virginidad.

—¿Querés que te ayude a dejarles la boca cerrada?









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Un abrazo!

Ruy

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