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Capítulo 3: Despertar

ELIS NO PODÍA evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Tampoco lograba que su cuerpo dejara de temblar.

—Tranquila, Elis, estamos contigo. Estás a salvo. ¿Me entiendes? —el doctor Smith la miraba con gesto afligido.

Una enfermera llevaba una jeringa con sedantes: era seguro que esperaba un gesto del doctor para inyectárselo.

—¿Puedes entenderme? —insistió el doctor.

Elis asintió en silencio mientras su mano protegía el hombro donde tratarían de inyectarla. El doctor pareció entender y mantuvo a la enfermera a distancia.

—¿Ustedes me cuidarán? —murmuró Elis con el llanto amenazando dominarla una vez más—. Si él regresa, ¿me protegerán?

El médico contempló a su paciente con gesto dudoso.

—¿Si regresa quién?

—El hombre que me secuestró. El que me ató a un árbol en el bosque. No quiero que vuelva. Por favor, prométalo.

El doctor Smith suspiró por lo bajo y sonriendo replicó:

—Querida, nadie te secuestró. Tuviste un accidente, caíste en coma. Llevas tres meses en esta habitación. Estuviste a punto de morir. Yo mismo recibí la ambulancia que te traía esa noche.

La voz del doctor era amable y cálida, como un padre calmando a una niña que tuvo una pesadilla.

—Pero... —Elis paseaba su mirada entre el médico y el resto del personal que se encontraba en la habitación—. ¿Están seguros? ¿Nadie me raptó? Era tan real...

—A veces nuestro cerebro necesita descansar, depurar las emociones luego de un momento de mucho estrés. Se producen sueños o alucinaciones, como tu rapto en el bosque. Nadie te hará daño, lo juro.

Elis dirigió todas sus fuerzas a regularizar la respiración, a detener los hipos del llanto. Comprendió que la media docena de médicos que la contemplaba desde una distancia prudencial solo tenía curiosidad por haberla visto despertar: se había convertido en un caso de estudio.

Rebuscó con la mirada y descubrió que Robin se había ido sin decir palabra. Quizás alguna enfermera se lo había pedido. Elis se frotó los hombros con las manos. Echaba en falta a alguien de confianza. Bueno, quizás no confiaba plenamente en él, pero al menos lo conocía de antes del accidente. Robin la conectaba con su pasado: eso significaba mucho en aquel preciso momento.

Durante varias horas, la joven fue sometida a un sinfín de exámenes. El doctor Smith corroboró que su presión sanguínea estaba normal, que no había signos de deterioro en su sistema nervioso y que, a pesar del tiempo en cama, su cuerpo parecía libre de atrofias musculares.

—Si todos los estudios salen bien, ¿podré volver a casa? —preguntó con un dejo de ansiedad en la voz.

El médico pensó por unos instantes antes de responder:

—El protocolo indica una semana de observación en estos casos. Te visitarán varios especialistas. Si todo sale bien, en siete días tendrás el alta.

—Es demasiado —dijo, desviando la mirada—. Quiero ver a mi hermana, dormir en mi propia cama...

—Una semana más no hará la diferencia. Todo saldrá bien, ya verás.

Estaba a punto de responder cuando llamaron a la puerta.

Sin esperar a que le dieran permiso, Robin entró al cuarto moviéndose con la gracia que lo caracterizaba. Su altura y contextura física denotaban un intenso entrenamiento físico. Parecía el guardaespaldas de algún empresario importante, y caminaba con la sutileza de un leopardo.

—Espero que no estén prohibidas las visitas —dijo observando al doctor.

—Al contrario, muchacho. Elis estaba reclamando un poco de su vida cotidiana. Tal vez puedas ayudarla. Yo debo hablar con unos colegas.

Ella no alcanzó a quejarse siquiera cuando la puerta se cerró tras el médico, y volvió su atención a Robin. No había rastros en él del chico flacucho e inocente que recordaba como hermano mayor de Derek. Parecía otra persona, alguien que había vivido mil experiencias graves que lo habían convertido en un hombre musculoso y fiero. Él le regaló una sonrisa a medias, su mirada se suavizó, y algo del Robin adolescente volvió a mostrarse como por arte de magia.

—Me tenías muy preocupado —dijo apoyando las manos sobre una de las barandillas de la cama.

Elis se cruzó de brazos y lo observó fijo. No creía en aquellas palabras, sabiendo que Robin había evitado a su propio hermano durante años.

—Estoy bien, ya ves —se limitó a decir.

—Creí que nunca despertarías... ¿Cómo te sientes? ¿Cuándo te darán de alta?

—No sé, en unos días. Ahora dime, ¿cómo está Arthur? ¿Por qué no estás con él? —Elis intentaba mantener la calma y evitar el pleito.

—Regresó a la ciudad. No soportaba la angustia de perder...

—¿Y no deberías acompañarlo, ayudarlo a soportar el dolor? ¿O piensas abandonarlo, como hiciste con Derek?

El muchacho dio dos pasos hacia atrás alejándose de ella al tiempo que se cruzaba de brazos. Era típico en él eso de ponerse a la defensiva.

—Derek habría querido que estuviese aquí contigo.

—Derek pasó suficiente tiempo queriendo que estuvieras con él. Pero no creo que te importe mucho saberlo —dijo Elis, apretando los puños: la rabia la ayudaba a olvidar la pena por sus amigos.

—No digas eso, claro que me importa. ¿Crees que no me importaba? Era mi hermano, Elis. Quizás pienses que no lloré lo suficiente por él, pero ya pasó el duelo. Tres meses es mucho tiempo, Elis. Y la distancia entre nosotros fue algo bueno: ayudó a mitigar el dolor...

La furia que ella sentía se dejó ver en los monitores que controlaban sus signos vitales. Robin hizo el amague de acercarse a ayudarle, pero Elis alzó la mano para detenerlo.

—Vete de aquí.

Él no pidió explicaciones, solo asintió con un gesto y se marchó.

Elis recordaba que Robin había dejado de hablarse con Derek hacía tiempo. No atendía sus llamados, no contestaba sus correos electrónicos y cada vez que su hermano iba al pueblo junto a sus amigos, él se marchaba sin avisar siquiera. Arthur había intentado defenderlo: decía que Robin tenía un carácter especial, que era poco expresivo, que siempre tenía la cabeza en otra cosa...

Elis siempre había sentido que Randall, Selene, Milena y ella se habían convertido en la familia que a Derek le faltaba. Por eso ella se sentía con derecho a estar enojada con Robin: había sido testigo de las tristezas que le había ocasionado a su amigo.

Que Robin agradeciera la distancia que mantuvo para con Derek le resultaba algo muy extraño. No lo recordaba tan frío. Aunque, si debía ser sincera, sentía que olvidaba mucho más de lo que podía rememorar.

Aquella noche, Elis se durmió muy tarde. Estaba tan ansiosa de que le dieran el alta que los días le parecían interminables. Nadie era capaz de explicarle la ausencia de Amelie y eso no ayudaba a tranquilizarla. Anhelaba su compañía, las bromas sobre su ropa, su voz algo chillona y su fascinación por las tartas de manzana y miel.

Por sobre todo, Elis precisaba sentirse en casa, libre de toda angustia. Sabía que algo así no era posible, no todavía. Que Arthur también mantuviera distancias le causaba un dolor extra. Solo le quedaba Robin como conexión con su pasado y eso le causaba escozor.

Despertó con el sonido de dos voces desconocidas resonando en susurros.

—Mira, ¡hiciste que despertara! —comentó una voz femenina dulce que delataba la juventud de su dueña.

—¿Yo? ¿Y tú, que te colgaste de la barandilla de la cama para olerla? —respondió una voz masculina, no más adulta que la anterior.

—Los estoy escuchando a ambos. —Elis se incorporó en la cama al tiempo que abría los ojos y observaba a sus visitantes.

Eran dos jóvenes indígenas, tal vez unos años menores que ella, que vestían abrigos de piel y llevaban los largos cabellos adornados con pequeñas plumas grises.

—Disculpa, no queríamos molestar tu sueño. Soy Maoko y ella es mi hermana melliza, Melu —dijo el muchacho.

—¿Cómo los han dejado entrar?

—Nuestro abuelo está internado en la habitación de al lado —comentó Melu—. Escuchamos hablar de ti y quisimos venir a verte. No todos los días despierta alguien del coma luego de tanto tiempo.

—Padre cree que eres una iluminada, pero si debo ser sincero, no veo nada especial en ti. —Maoko se encogió de hombros. Aquel comentario, cargado de inocencia y sin ánimos de ofender, le robó una sonrisa a Elis.

—Yo tampoco me creo muy especial. Tuve un accidente, me recuperé, estoy en observación... Pero echo de menos algo de compañía.

Los mellizos se miraron un momento.

—Bueno, podemos ser tus amigos —comenzó Melu.

—Siempre y cuando así lo quieras —concluyó Maoko.

—Eso sería muy lindo de su parte. Gracias. —Un atisbo de sonrisa se dejó ver en su pálido rostro—. Me llamo Elisabeth, pero pueden decirme Elis. Tengo diecisiete años, aunque siempre han dicho que aparento mucho menos.

—Madre siempre dice que mostramos la edad de nuestro corazón. Y si tu espíritu es siempre joven, la vida se saborea mejor —dijo Melu.

—Nosotros cumplimos dieciocho el pasado otoño —dijo Maoko.

—¿En serio? —Elis se mostró sorprendida—. Se ven menores que yo.

Melu le sonrió al tiempo que se encogía de hombros.

—Es porque nos seguimos sintiendo como niños —respondió.

—Pero ya no lo somos. —Maoko desvió sus ojos oscuros hacia la ventana, hacia los jardines cubiertos de nieve—. Debemos decidir si abandonamos la tribu y viajamos a la ciudad para estudiar o si nos quedamos a vivir como el resto de nuestra familia.

Elis asintió. Ella había pasado por algo similar antes del accidente. Muchas noches se había quedado dormida entre lágrimas, al no saber elegir qué camino tomar. No quería abandonar a Amelie. Tampoco se veía atada a la vida en el pueblo donde residían desde pequeñas.

—En un mes yo también tendré que tomar una decisión parecida —dijo acercando las rodillas al pecho y rodeándolas con los brazos—. No sé, ir a la universidad, sola... dejar a mis amigos... mi hermana... Aunque no sé nada de ella todavía, ¿saben? Llevo tres meses en el hospital y el doctor dice que nunca vino a verme. La llamé por teléfono y me responde una grabación que dice que el número no existe...

La voz se le quebró. Maoko le alcanzó un pañuelo.

—Gracias, ¿Maoko, cierto? Mi hermana nunca me habría abandonado así. ¿Y si le pasó algo...?

De pronto, Melu se acomodó junto a Elis y la abrazó. Ella se puso tensa, sorprendida por la cercanía de la muchacha, pero se relajó un segundo después y se puso a llorar en su hombro. Así estuvo, largo rato, llorando y balbuceando sus preocupaciones. Maoko y Melu solo la escucharon y la consolaron. Le llevaron un vaso de agua, le limpiaron la cara y después de un rato se calmó.

—Tranquila —dijo Melu—. Por suerte no sufriste secuelas.

—¿Sabes del tipo de la habitación 11? —preguntó Maoko—. Chocó en auto y se le hundió el cráneo. Lo salvaron, pero le quedó una sola secuela: perdió la inhibición y ahora anda corriendo desnudo por el hospital.

Elis, todavía con los ojos rojos y las mejillas húmedas, se rio de buena gana.

—El otro día estaban los enfermeros persiguiéndolo con una bata por el jardín —dijo Melu.

—Y ayer estuvo pensando en voz alta todo el rato mientras la doctora revisaba los resultados de sus exámenes —continuó Maoko—. «Tiene las manos muy grandes, quiero un caramelo de menta, ¿por qué escribirán tan mal los doctores? ¿Que nunca les hicieron caligrafía?».

—¿Te lo imaginas de vuelta en el trabajo? —carcajeó Elis—. ¿Las cosas que le diría a su jefe?

—«¿Lo habrán elegido porque salió rey en un concurso de idiotas?» —dijo Melu.

Se rieron un buen rato, comentando cómo serían sus citas de ahí en adelante o imaginándolo desnudo en los pasillos del centro comercial porque querría probarse la ropa.

—Tenemos que irnos —avisó Melu, disculpándose, con lágrimas en los ojos de tanto reír.

—¡No nos habíamos dado cuenta del tiempo! —dijo Maoko, parándose de golpe—. Tenemos que volver a casa.

Elis sintió que se le volvía más pesado el corazón.

—¿Pero volveré a verlos?

—¡Claro que sí...! —prometió Maoko.

—Venimos a ver al abuelo todos los días —Melu completó la frase de su hermano.

La abrazaron y se despidieron. Elis se rio sola un buen rato después de que salieran por la puerta. Agradeció la casualidad de haberlos conocido. Junto a Maoko y Melu, sin duda la semana se le haría mucho más breve.

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