Capítulo 1: El Rapto
LA NIEVE CAÍA con lentitud enfermiza y ahogaba todo sonido existente en el bosque. Aquí y allá, las altas coníferas se erguían preparadas para soportar el clima intempestivo. Ella era sólo un insecto minúsculo invisible en el follaje y la nieve, un paisaje que la devoraba con delicadeza.
Estaba atada al tronco de un pino tan viejo que habría necesitado brazos cuatro veces más grandes para abrazarlo. Sentía el cuerpo frío y mojado. Estaba sentada en la nieve, sin posibilidades de moverse. Con las muñecas y los brazos adoloridos de tanto jalar y retorcerse, atrapada en una cárcel sin paredes, a Elis no le quedaba más opción que resignarse y observar el paisaje que la rodeaba. Quizás su captor apareciera de nuevo y le diera una oportunidad para escapar.
Le resultaba imposible calcular cuánto tiempo llevaba en aquel infierno blanco, con sus noches eternas y sus días que duraban un par de horas. ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? Meses, quizás. Meses de dolores, fríos que le helaban los dedos hasta dejarlos morados, silencios absolutos, labios partidos y sangrantes. Había intentado mil veces gritar por ayuda y mil veces la cinta adhesiva que cubría su boca le había anulado todo esfuerzo a base de dolor y cansancio.
Conocía muy bien el lugar. Aquel era uno de los tantos bosques de la taiga canadiense, un sitio mágico donde había vacacionado muchas veces con sus amigos. No había rastro alguno de vida, salvo por los árboles, lo que le daba el aspecto de un escenario de película: realista en cada detalle, pero artificial al fin y al cabo.
La calma que mostraba en aquel momento era producto de horas y más horas de reflexión, ansiedad y llanto. ¿Cómo había sucedido todo? ¿Quién podía ser tan sádico como para secuestrarla y dejarla ahí?
Estaba viva, lo sabía bien. Aquel bosque era muy escabroso como para ser parte del cielo y demasiado tranquilo para pertenecer al infierno.
Su raptor solía visitarla. Se mantenía a lo lejos, como una simple sombra, mas ella sabía que él la observaba con total atención. Dudaba, o al menos eso parecía denotar la forma en que desplazaba el peso de una pierna a la otra, mientras la miraba en silencio.
Con el tiempo, había podido establecer una suerte de cronología del rapto. Durante varias semanas el temor de una posible ceguera la atosigó día y noche. Hasta que una mañana él le quitó la venda que cubría sus ojos y se alejó antes de que ella fuera capaz de enfocar la mirada y observar sus rasgos.
Por aquel entonces, sus piernas también sufrían las ataduras de gruesas cuerdas de color oscuro. Cuerdas que desaparecieron una noche mientras ella dormía.
Aquellas muestras de misericordia la confundían. Algo le ocurría a su raptor. Por alguna extraña razón, él parecía congeniar con ella y la iba salvando poco a poco sin dejarse ver.
Pasó otro mes -o eso creía: sin relojes la vida y el tiempo tienen ritmos propios- sentada contra el árbol. Los días se habían alargado un tanto, ya no le dolían los brazos, pero los sentía entumecidos por la falta de movimiento.
Estaba segura de que, atendiendo a su estado actual, el misterioso carcelero buscaría la manera de aliviarle un poco la situación. Entonces ella aprovecharía ese momento y escaparía tan rápido y tan lejos como le fuera posible.
Rio para sí sabiendo que aquella idea nada tenía de real o posible. El tiempo que llevaba secuestrada daría muestras de su efecto letal ni bien intentara ponerse de pie. No tendría fuerzas para correr. Moriría en aquel extraño sitio sin que nadie lo supiera, salvo su raptor.
¿Por qué ella? ¿Por qué nadie iba a su rescate? ¿Dónde estaban su hermana y sus amigos? ¿Cómo era posible que el mundo se redujera a esa simple porción de bosque que parecía un escenario de pesadilla?
A veces, cuando era capaz de serenarse, creía escuchar el murmullo de personas a su alrededor. Como si en algún punto lejano del bosque alguien se paseara sin percatarse de su presencia. Era en esos momentos cuando más daño le hacía la cinta adhesiva en la boca: intentaba gritar, desesperada, y la cinta le tironeaba los labios, haciéndolos sangrar. Por fin se agotaba y, en un estado de sopor, sólo escuchaba. Las voces a veces le resultaban familiares. Creía recordar algunos de los sonidos que hacían eco en el bosque, aunque no fuera capaz de precisar cuándo o cómo habían afectado su vida.
Reconocía con suma facilidad, eso sí, la respiración tranquila de su raptor, sin importar la distancia que plantara entre ambos. Era un sonido muy suave y lejano. Tan calmo que, en ciertos momentos, le hacía creer que él en realidad era su custodio.
Elis nunca sabía cuándo se haría presente y tampoco podía determinar cuándo se iría. Por lo general, era ella quien terminaba sumergiéndose en la inconsciencia del sueño o del frío cuando no podía dominar la ansiedad o sentía que los pensamientos se le embotaban. No era capaz de hablarle o llamarle la atención y él tampoco intentaba comunicarse con ella. El rapto no parecía tener sentido.
A veces despertaba en la noche, con la aurora boreal iluminando el bosque de colores fantásticos, y entendía que su situación no podía ser real: ¿cómo era que no había muerto de frío o hambre, o no había tenido que hacer sus necesidades en todo ese tiempo?
Pero después de un rato, su lucidez se evaporaba como el rocío a la luz del día. Había momentos en los que podía sentir el sabor del invierno en los labios, cuando la rugosidad de la corteza de los álamos se percibía tan real como su aroma a musgo. El bosque se mostraba acogedor hasta que el silencio absoluto le recordaba su situación. ¿Acudiría alguien a liberarla alguna vez? ¿Cuándo volvería a sentirse segura entre los brazos de su hermana Amelie?
Una mañana, Elis sintió una extraña punzada, como si algo grave fuera a ocurrir. Detrás de un inmenso pino descubrió la misteriosa presencia que solía cuidarla desde la distancia. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Había algo en su respiración que alentaba su nerviosismo: parecía preocupado.
Cuando el sonido de pasos en la distancia y rugidos graves llegó hasta ella, la muchacha comprendió el temor de su secuestrador. La estaban buscando. Seguramente la policía estaba cerca y el raptor lo sabía.
Con paso vacilante, el hombre se acercó a Elis. Ella pudo contemplar sus ojos detrás del pasamontañas que llevaba puesto. Eran verdes, brillantes, y le resultaban terriblemente familiares.
—Regresa con los tuyos. Te precisan a su lado —murmuró mientras cortaba las cuerdas y le acariciaba el rostro antes de quitarle con cuidado la cinta que cubría sus labios.
Ella no supo responder. Aquel era en verdad un giro extraño ante todo lo que venía ocurriendo. El desconocido movió su mano en señal de despedida y caminó hacia las profundidades del bosque.
La muchacha lo observó alejarse lentamente, sin volver la mirada. La emoción del momento revolucionó su respiración y sintió el mundo temblar bajo sus pies. Su cuerpo impactó contra el suelo cubierto de nieve cuando la inconsciencia ganó terreno.
Era libre al fin. Podía volver a casa. Sólo le faltaba despertar.
Elis reaccionó cuando una fuerte luz impactó sobre sus ojos. Era una linterna que estudiaba la dilatación de sus pupilas.
Temiendo el regreso de su secuestrador, la muchacha procuró no reaccionar y aparentó seguir en letargo.
Las voces llegaron hasta ella claramente. Junto a la cama donde se encontraba, al menos dos personas conversaban.
—Se te nota cansado —la voz, aunque en murmullo, se percibía grave y adulta. Quien hablaba debía de tener una buena cantidad de años encima.
La falta de respuestas hizo suponer a Elis que la otra persona debía de haberle replicado con algún gesto.
—No te exijas tanto —agregó la voz grave—. Entre el trabajo y el hospital, tarde o temprano tu cuerpo te pasará la cuenta.
Elis agudizó el oído y trató de entender aquellas palabras. ¿Estaba en un sanatorio? ¿Cuándo había llegado allí?
El silencio se rompió con el sonido de una voz melodiosa. Su dueño debía de ser joven, o poco más adulto que ella.
—Mi hermano murió. Murieron sus mejores amigos. Mi padre no quiere hablar. Elis no despierta... No me pidas tranquilidad.
—Robin —susurró una voz femenina, que confirmaba una tercera presencia en el lugar—, no le hables así al doctor.
—Lo siento —la disculpa sonaba sincera en aquellas dos simples palabras—, pero deben entender. No podemos ubicar a Amelie, Derek y los demás ya no están, sólo queda Elis. Prometí cuidarla y pienso cumplir mi palabra.
Elis apretó fuerte los ojos al tiempo que escuchaba los pasos de las tres personas alejándose de su cama. Al percibir el sonido de una puerta cerrándose, la muchacha se permitió derrumbarse. Nadie debía de haber estado atendiendo a sus gestos, o habrían captado el dolor en su rostro. ¿Sus amigos estaban muertos? ¿Su hermana desaparecida? La avalancha de información la aplastó. Con la respiración entrecortada y el cuerpo temblando, su mente huyó de la habitación donde se encontraba y retornó al bosque a donde la habían mantenido secuestrada.
¿Qué había pasado entre un suceso y otro? ¿Cómo era posible que su vida se convirtiera en un cúmulo de infortunios a sus diecisiete años?
No merecía todo aquello, de ninguna manera. Había perdido a sus padres de niña, y ahora... No encontraba fuerzas para soportarlo de nuevo.
De pronto, estaba de nuevo en el bosque nevado de la taiga. Era de noche. Sintió una vez más el aire frío en el rostro, el aroma a pinos, las luces de la aurora iluminando el bosque. Escuchó entonces lo que parecía un rugido, y caminó hacia él, rodeando los árboles. Era el motor de un vehículo que se acercaba. Se sentía absorbida por la emoción del momento.
¿Sus amigos habían muerto antes o después de su secuestro? ¿O todo había ocurrido al mismo tiempo? No podía precisar nada, sus pensamientos atendían únicamente a la escena que se desarrollaba delante de sus ojos.
La camioneta, que conocía a fuerza de viajar en ella, hizo brillar sus luces con ferocidad, justo antes de pasar a su lado. Mil imágenes estallaron a la par en la cabeza de la joven, enhebrando un recuerdo que creía perdido para siempre.
Se vio a sí misma dentro de esa camioneta: iban de vacaciones, como cada año, acompañando a Derek en aquellas frías y lejanas tierras.
Vio la camioneta alejándose, y se quedó inmóvil, observándola. Iba a ver algo que no deseaba. Quería correr, salir del bosque, despertar, pero sus músculos no le respondían.
Recordó que era muy tarde aquella noche. Como no había bus que los llevase del aeropuerto al pueblo, Arthur los fue a buscar en su camioneta. En los asientos traseros iban Selene, Milena, Derek y Randall. Todos dormían profundamente. Elis había elegido el asiento del acompañante, junto a Arthur, pues no tenía sueño y prefería conversar con él.
Era una noche tranquila. Podía ver las estrellas en el cielo y la aurora brillando a sus espaldas
De pronto, un venado salió de la nada y se detuvo en plena carretera, como atontado. Arthur giró bruscamente el volante para esquivarlo. La camioneta patinó, se deslizó, y el mundo se dio vuelta.
Elis sintió un tirón, una sacudida y un golpe en la cabeza. El chirrido del metal contra el hielo le penetraba los oídos aun después de que el vehículo se detuviera. El cuerpo y la cabeza le pesaban. Colgaba de cabeza, sujeta por el cinturón de seguridad: estaba mareada, pero ilesa. A su lado, Arthur parecía aturdido, con la cabeza contra la puerta y las manos aferradas al volante, como si quisiera enderezar la camioneta.
El corazón le latía rápidamente, pero el pánico no la controló. Desprendió su cinturón de seguridad y cayó en el techo de la camioneta. Se acercó a Arthur: parecía estar bien, salvo por un corte en la cabeza. A sus espaldas, Derek y Randall trataban de hacer reaccionar a las chicas, que yacían inconscientes.
Con esfuerzo, Elis se arrastró y abrió la puerta del lado del acompañante. Salió y ayudó a Arthur a deslizarse fuera, mientras Derek y Randall procuraban hacer lo mismo con Milena y Selene.
Envolvió la cintura de Arthur con su brazo izquierdo y se hizo de su mano derecha, sosteniéndola sobre su hombro. Caminaron hacia el bosque, alejándose de la camioneta. Acomodó a Arthur en el suelo: le dijo que regresaría por los otros, pero cuando se volvió hacia el vehículo, hubo una llamarada y luego un sonido terrible, como un trueno. La fuerza de la explosión la tumbó de espaldas. Una enorme nube de humo negro se alzó hacia el cielo.
El llanto pujaba por abrirse paso en el pecho de Elis. "Esto no está pasando, esto no está pasando", se repetía una y otra vez. Sus sentidos se habían aguzado como los de un zorro en estado de alerta. De pronto, un leve sonido, discordante con el rugido de las llamas y la muerte, captó su atención por un instante: había algo en lo profundo del bosque. Algo que se movía y observaba la escena con atención, aunque desde una distancia tal que no podía saber si era animal o humano. Elis dio un paso al interior del bosque y todo se oscureció.
Despertó y sintió su cuerpo estremecerse, mientras comprendía lo que acababa de ocurrir. Era verdad. Sus amigos estaban muertos. Seguramente el secuestrador había aprovechado el momento del accidente para robarle la libertad sin que nadie pudiera evitarlo.
Abrió los ojos, esperando encontrarse de nuevo atada en el bosque, o peor aún, frente a la camioneta en llamas... Pero no: estaba en una habitación de blancas paredes. Un hospital. Y Robin, el muchacho que había conversado con el doctor, era el hermano de Derek. Estaba allí, en el hospital, cuidándola.
Incapaz de dominar los recuerdos que le volvieron de golpe, Elis se cubrió el rostro y lloró. Procuró no hacer mucho ruido, no quería que el médico regresara. No esperaba enfrentarse a nadie todavía, no se veía capaz de hacerlo.
En medio de su llanto, algo envolvió su cuerpo, apresándolo con una calidez que le resultaba extraña luego de tanto tiempo en soledad.
—Tranquila, Elis. Estás en el hospital, todo está bien. Te estamos cuidando —la voz grave del doctor Smith le hizo abrir los ojos aunque no lo deseara.
A su alrededor, enfermeras y médicos observaban el manojo de nervios en que ella se había convertido, a la espera de órdenes para seguir. Estaba a punto de empujar lejos al médico y regresar al llanto cuando giró el rostro hacia la puerta y descubrió a Robin intentando entrar. Las enfermeras no lo dejaban pasar, pero de todos modos él la observaba con preocupación. Su rostro demacrado no resultaba algo propio en él. Había dolor en su mirada. Dolor y culpa.
Elis pensó en sus amigos, se sintió movida nuevamente por la angustia y no pudo controlarse. Las lágrimas volvieron con fuerza. Lloraba sin pensar en nada más, sin atender al público que la observaba preocupado. Necesitaba liberar la angustia de una vez y por todas.
Robin la miraba desde la puerta, queriendo acercarse a ella para consolarla. Podía empujar a las enfermeras a un lado con poco esfuerzo, pero no se atrevía a enfrentar el reproche que intuía en el rostro de la joven.
Muy dentro suyo, Elis sentía que Robin podría haberla salvado del secuestrador de sus pesadillas, y no lo hizo.
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