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•|•I•|• SEIS

Cielo era una niña de cinco años. Tenía la piel morena y los ojos celestes. Su cabello era rizado y caía en ondas enmarcando su regordete rostro. Ella los saludó desde la entrada de aquel pequeño pueblo. Su pequeño vestido lucía sucio por el barro que seguro almacenó al estar jugando toda la mañana. Parecía una muñequita.

—Pensé que Cielo era tu novia —indiqué. Tampoco es que haya pensado bien mis palabras.

—Es la hija del jefe —Miguel había amanecido mientras conducía. Incluso así no lucía con sueño y parecía seguir pudiendo estar de pie.

No pude evitar tomar una foto con mi celular. Siempre estaba listo para capturar pruebas como esa. Aquel pequeño pueblo estaba escondido, mucho más allá de la carretera. En cuanto salimos del camino supuse que aquel lugar no estaba en el mapa. Tampoco se trataba de un pequeño pueblo. Podría rivalizar con una ciudad con tranquilidad. Me sorprendía que nadie lo haya descubierto hasta el momento. Eso me llevaba a creer que estaban con el gobierno. Siempre estaba detrás de los grandes secretos.

Cuando bajé, me sorprendió estar pisando asfalto. El lugar tenía señal e incluso tecnología, era una ciudad como cualquier otra. No quise creerlo al principio. Por un momento pensé que al estar con hombres lobo vivirían en el bosque, en pequeñas cabañas de madera. Algo totalmente acorde a su raza.

Supuse mal.

La pequeña corrió hasta los brazos de su padre. Sin embargo, lo que pensé que sería un emotivo encuentro de padre e hija se convirtió solo en una palmada en la cabeza de la niña. Franco pasó de ella después de eso. Incluso la pequeña había extendido los brazos para un abrazo que nunca llegó. Sentí tanta lástima.

Corrí hasta ella y me incliné hasta verla a los ojos. Eran claros y lucían llorosos, ella ladeó la cabeza para verme y en verdad era una muñeca en vida. No entendía la razón de que su padre sea tan frío con ella. Extendí los brazos como ella hizo momentos antes y la pequeña me abrazó incluso sin saber quien era. Esa era la magia de los niños. Me hacía recuerdo a la pequeña hija de mi hermana. Debían tener la misma edad. En esa época era importante cuidar sus sentimientos para forjar un adulto responsable. Eso me explicó mi hermana en su momento.

—Bien, vete acostumbrando —indicó Valery mientras iba bajando el equipaje del auto. Miguel ya estaba a lado de Franco hablando de lo que sea. Ni siquiera quería saberlo—. Tu trabajo será cuidarla.

—Ni siquiera puedo cuidarme a mí mismo —acepté. Estaba secuestrado por hombres lobo. No creía ser la mejor influencia para una niña—. Además...

—No fue una pregunta. —Ella pasó de mí. Con tres bultos en sus manos y uno sobre sus hombros. Era fuerte.

En menos de lo que pensé ya estaba solo con la pequeña que jugaba con algún artefacto del cuello de mi sueter. Volví la vista al auto. Había visto muchas películas de acción como para saber como encender el auto sin la llave. Y si así no fuera tenía un celular y esperaba que el internet me ayude. Saqué mi celular y al ver la señal me alejé de la niña. Claro que ella me siguió. Los niños solían hacer eso.

Abrí la puerta del auto. Me apresuré a sentarme en la silla del piloto y bajé la cabeza hasta la parte inferior del volante. Debía encontrar los cables adecuados. Cuando dejó de ser sencillo solo encendí mi celular.

¿Cómo prender un auto sin llaves? Busqué tutoriales claramente. Algo que haría cualquier persona normal. Para suerte mía encontré un buen video y me indicaba que debía romper el plástico para llegar a los cables. Busqué en los asientos traseros algo filoso con lo que partir ese material. Incluso el gato que anteriormente dormía se levantó y observó con tranquilidad mi desesperación.

—¿Tienes garras, niña? —pregunté al infante que estaba a mi lado.

—Todavía no hago mi primer cambio —respondió ella.

—Claro, porque nada puede ser tan fácil en la vida —reclamé a la nada mientras sacaba las llaves de mi anterior casa.

—Tenemos centinelas.

Grité.

Como lo hacen las chicas en las películas de terror. Incluso salté en mi lugar al ver la cara de Franco en la ventanilla a mi lado. Estaba tranquilo o eso podía ver en su molesto rostro sin epresiones. Aunque el palpitar en su cuello demostraba que no le había hecho gracia la jugarreta que intenté hacer.

Yo le sonreí, como si no hubiera pasado nada y seguí con la cabeza bajo el volante. Debía simular tranquilidad.

—Juro que por aquí vi las llaves de mi casa —murmuré mientras palpaba el suelo—. Lo tengo. —Alcé las llaves y luego di una sonrisa de lado mientras observaba directamente al rostro del otro. —Ya sabes... Llaves. Siempre se pierden ¿te pasa seguido?

—Nuestros centinelas están entrenados para cazar pequeñas presas como tú. Que intentan salir del territorio cuando no deben.

—Está haciendo un buen clima ¿no crees? —Nunca acepten su error. Incluso cuando sí lo hayan cometido. Atentos a esa regla fue la primera que me enseñó mi hermana. —Por cierto, una consulta ¿Hasta cuando debo estar acá?

—Para siempre.

Se me borró la sonrisa.

—Tú —señaló a su hija—, trae a ese animal. —Por un momento creí que se tataba de mí.

Franco abrió la puerta del auto y me sacó por el brazo. Me sentí como en novela coreana. Siendo jaloneado por el protagonista masculino. Si me jalaba el cabello sería perfecto. No lo tomen como fetiche, solo que he visto hacer eso en las telenovelas. Lo usual. Sin embargo, se quedó en eso, empezó a tirar de mi brazo incluso cuando yo no podía seguirle el paso. Por favor, el sujeto tenía largas pisadas. Por cada uno que él daba yo debía correr dos y saltar una.

Cuando voltee un segundo vi a la pequeña niña cargando a mi gato con cuidado. Al menos su madre le había enseñado a tratar bien a los felinos.

La madre de Cielo sería mi oportunidad. Le explicaría que su esposo había coqueteado conmigo y que no iba a arruinar su familia. Es más, hasta podríamos hacer un equipo para que me ayude a escapar. Apostaba que la señora era amable, porque si tenía el mismo genio que su esposo no acabaría bien.

Varios de los lugareños salieron de sus casas para ver lo que pasaba, debía ser ya que estaba gritando adecuadamente. Fuerte y de dolor porque estaba dislocándome el hombre. Seguro pensaba que era tan fuerte como los hombres lobo. Su agarre era de hierro y a veces cuando sentía que no podía seguirle el paso, me levantaba del brazo para que no tropezara. Valery estaba a un lado del público con una sonrisa. Era la primera vez que le veía contenta. Seguro le gustaba el escenario.

Miguel me veía con lástima. Miguel me agradaba.

Cuando pasé la última verguenza del día, Franco me lanzó al interior de una casa. El sonido de mis palmas chocando con el suelo me dolieron. Respiré tanto como pude para recuperar el aliento. Sin embargo, en cuanto lo hice me tomó de la quijada e hizo que lo viera. Realmente logré enfadarlo.

—Ya te expliqué la situación —indicó él y yo asentí lo que pude en ese agarre—. No puedes irte o toda tu ciudad estará en peligro. Necesito que permanezcas donde pueda verte.

Cuando me soltó, la pequeña niña entró a la casa con el gato entre manos. El felino se había portado bien con ella y cuando esta lo soltó caminó hasta mí y frotó su cabeza en mis manos, consolándome.

—Osea que me puedo ir la siguiente semana —acoté. Estaba temblando de miedo, pero di una gran sonrisa.

—Cuando tú salgas de mi territorio, yo te perseguiré y cuando te alcance no seré tan amable como piensas.

—Que romántico.

Me levanté del piso y me puse recto. Sabía que mi labio estaba temblando y lo mordí. Franco me vio unos segundos, soltó un bufido y volteó la cabeza hasta la pequeña niña que intentó acercarse a él.

—Vigílalo —le ordenó a ella—. Será tu primera misión como futura alfa.
A ella le brillaron los ojos un segundo y luego asintió. Franco salió de la casa después de eso.

Ella se paró en la puerta con las manos extendidas. Su ondeado cabello oscuro tembló cuando yo me puse de pie. Volteó a ambos lado para buscar algo con lo que hacer su trabajo y yo solo reí al ver su ingenuidad. Claro que no iba a intentar escapar. Ya me había dado cuenta que debía hacer aquello con cuidado.

Debía plantar la idea en la cabeza de Franco. Para que se deshaga de mí.

—¿Dónde esta tu mamá, Cielo?

La niña se emocionaba con facilidad. En cuanto escuchó aquella pregunta sus ojitos celestes se le iluminaron. Ella corrió hasta mí y tomó mi brazo. Empezó a jalarme, supuse que era una acción hereditaria, aunque en ella no era doloroso sino adorable, porque sus rizos rebotaban cada que saltaba de alegría por mostrarme a su madre. Me dirigió hasta las gradas que llevaban al segundo piso y yo ya sentía los nervios.

Quizá la mujer se sienta celosa. Es decir, su esposo estaba interesado en mí. Le explicaría que no quería seguir en ese lugar y que si me ayudaba a escapar no volvería a meterme en su familia.

La niña abrió una habitación y yo ya estaba dispuesto a arrodillarme para pedir ayuda cuando mis ilusiones se desbarataron. Lo que se mostró frente a mí no era una mujer sino una fotografía en un marco negro. A los pies de la foto había unas flores rojas junto a la última carta que la niña le había escrito con un dibujo de su familia. Yo bajé la mirada y Cielo seguía emocionada por mostrarme a su madre.

La habitación estaba vacía. Solo estaba la mesa en donde se encontraba la foto de la mujer pelirroja. La única luz que había era la que entraba por la ventana. El piso de madera se confundía con el mueble y rechinó cuando los dos caminamos hacia la foto.

—Mamá, Franco trajo visitas —indicó ella mientras se inclinaba hasta la diminuta mesa. Yo seguí su acción para ver de cerca a esa bella dama. Porque al igual que su hija parecía una muñeca. Su cabello pelirrojo estaba trenzado en un gran moño atrás de su cabeza dejando suaves bucles alrededor de su rostro. Sus ojos celestes brillaban por el sol y su mano sostenía el sombrero que se sacudía por el viento. Estaba sonriendo—. Dijo que debo cuidarlo, es mi primera misión como futura alfa.

Yo bajé un poco más la vista hasta la nena a mi lado. Ella seguía feliz. Cielo doblaba la esquina de aquel papel donde estaban sus dibujos.

—¿No llamas a Franco “papá? —pregunté. Incluso cuando sabía que la respuesta me dolería.

—No me lo he ganado —respondió ella volteando a verme con confusión como si mi pregunta fuera algo obvia.

Quise gritar de la furia. Tenía una sobrina de su edad y a pesar de que el bastardo de su padre los había abandonado. Nadie le quitó el derecho de llamarle papá. ¿Qué clase de monstruo era Franco? Además, Cielo parecía una princesa y no merecía tal acto.

Le sonreí y palmee su cabeza viendo como sus ojos se cerraban un poco al sonreír. Todavía le faltaban algunos dientes lo que hacía su sonrisa mucho más tierna. Esa niña no merecía tal acto.

—¿Algunas vez hiciste flores de azucar, Cielo? —pregunté apoyando mis manos sobre mis rodillas.

—Franco dice que no debo comer mucha azucar.

—Yo no le diré,  si tú no le dices —extendí mi meñique  y ella balanceó uno de sus pies en el suelo, pensando. Segundos después asintió tomando mi dedo con toda su mano.

No quería creer que nadie hizo una promesa de meñique con ella.

Bajamos al primer piso juntos después de cerrar la habitación de su madre. Ella corrió hasta la cocina y sacó todo lo que pudo, desde una licuadora pequeña hasta una cacerola. Yo reí hasta ponerme a su lado. La levanté para hacer que se siente en la mesa a lado de la cocina. Ella balanceó sus piecitos y yo ladee la cabeza para dar un suave golpe con mi pulgar en su nariz lo que hizo que estornudara.

Recordé la vez que hice algo similar con mi hermana cuando eramos niños. Solíamos colarnos en la cocina para preparar todo lo que nos prohibían comer. Después de que nos atraparan ella me echaba la culpa y corría hasta su habitación. Siempre le raclamaba después y ella me compensaba con una de sus figuras de autos que papá solía confiarle.

Escogí flores de azúcar porque eran sencillas de preparar.

—No eres como nosotros —canturreó ella mientras me veía tomar un tenedor y un pequeño posillo—. Hueles diferente.

—¿Sí?

Hacer flores de azúcar era lo primero que mi hermana pudo enseñarme cuando estudiaba gastronomía. Solo eran tres ingredientes.

Azúcar molida, un limón y un huevo. Se mezclaba todo y se aumentaba limón para que todo se vuelva un poco más suave y manejable. La pequeña observaba mis acciones con total atención. El gato ya se había instalado en el sillón de la sala. La casa era pequeña, pero justa para solo dos personas. A parte de la habitación de la mujer logré ver dos puertas. Supuse que una era de Franco y la que estaba a lado era de la pequeña.

El piso inferior no tenía puertas. Solo una a lado de las escaleras que correspondía al baño. Lo demás era uno solo. A lado de la puerta la sala y la cocina del otro, cercana al jardín al que podía acceder por una puerta deslizable de cristal. Las paredes eran guindas, pero no entraba el sol por las cortinas cerradas. Cuando quise abrirlas, me detuve. Estábamos desobedeciendo órdenes y era mejor que nadie sepa.

—Ve a trancar la puerta, para que nadie nos sorprenda —susurré hacia la pequeña quien asintió y bajó de la mesa de un salto.

Los pasos de la pequeña se hicieron con sigilo, como si realmente alguien estuviera fuera de la puerta. Yo sonreí ante la acción. Cielo logró llegar hasta el seguro estirando sus manos, pero en cuanto lo hizo soltó una sonrisa traviesa y corrió hasta mí, buscando aprobación como solían hacer los pequeños y yo asentí.

Le pasé una manga pastelera. Me sorprendía que la cocina esté tan equipada, suspuse que la mujer había comprado todo eso. Franco lucía de cocinero lo mismo que de buena gente. No había colorante así que las flores serían blancas. Tenía una bolsa de nylon en la mesa y le dije que dibujara con la pasta lo que gustara y que luego veríamos su arte para comer.

Ella puso un rostro serio y vio el lienzo un largo instante hasta que empezó a dibujar. Tuvo que presionar fuerte, pero cuando salió una porción de ese preparado ella sonrió empezando a dibujar. Sus trazos eran temblorosos y no lucían adecuados, pero la dejé estar. Era una niña, no buscaba que alcanzara la perfección.

Cuando terminó lo que dejó en la mesa era una especie de margarita con las hojas y pétalos de distinta proporción. Sin embargo, su sonrisa, era tan adorable que yo asentí indicándole otro lugar donde podría seguir dibujando. Lo hizo cada vez con más soltura. En unos minutos tenía la mesa repletas de flores de azúcar y yo carraspee la garganta por la emoción. Extrañaba a mi familia y convivir con ella solo empujaba mucho más la daga que desde hace tanto instalaron en mi pecho. En el momento en el que mis padres me botaron de casa.

Era divertido preparar aquellas delicias, pero comerlas era mucho mejor. Solo tuvimos que esperar unos minutos hasta que las flores endurecieron y pude despegarlas de su nylon. El primero se lo di a la pequeña. En cuanto lo comió una sonrisa se instaló en su rostro. En segundos ya había comido la mitad de las flores.

Antes de terminarnos todas, ella ocultó una flor en una gaveta al lado de la cocina, yo solo fingí que no lo había visto.

En cuanto le dimos el último bocado a la última flor la puerta se abrió de golpe. El seguro de la puerta se rompió ante tal fuerza y Cielo saltó a mi lado por el susto. Yo volví la mirada, tenía el ceño fruncido y quería golpear a cualquiera que haya hecho tal acción cuando había una niña en la casa. Claro que no pude hacerlo.

Era Franco.

Nos observó unos segundos y luego sacó de detrás de su espalda todas las maletas que me pertenecían. Casi las había olvidado, pero corrí hasta ellas para sacar la comida del gato. Ya estaba siendo hora de su cena y no quería matarlo de hambre. Mientras alimentaba al gato por el rabillo del ojo pude ver a la niña jalando la mano de su padre hasta la cocina y sacó la última flor que hizo, la más bonita que pudo lograr después de tanta práctica.

Franco frunció el ceño al ver la comida y la llevó a su nariz un segundo antes de volver la vista a su hija.

—¿Crees que la futura alfa tiene que hacer flores de azúcar? ¿Crees que esa es tu función? —preguntó. Su tono era duro, fuerte e imponente.

—Hice esta flor para ti —alegó, la pequeña.

—Sube a tu habitación, te cepillas los dientes y duerme. No quiero verte haciendo estas tonterías otra vez.

La niña obedeció, sin rechistar, ni siquiera lloro. Lo que me llevó a pensar que había pasado la misma situación varias veces antes. Eso me enojó, pero no tanto como ver al bastardo romper la flor entre sus manos y lanzar los pedazos a la basura. Eso sí que me enfadó e hizo que me levantara de golpe. Incluso el gato que ya comía saltó hacia atrás.

—Hijo de puta —reclamé caminando hasta el bote de basura. No me importó meter mi mano y sacar uno de los pedazos hasta ponerlo frente a la cara del moreno—. Vas a comértelo todo.

—No hagas que mi hija pierda el tiempo —respondió él ignorándome.

Maldito. El bastardo pensaba que como era periodista no sabía pelear. Si hubiera visto como golpeaba a mis enemigos en Mortal Kombat. Así que me subí a su espalda y antes de que reaccionara metí el pedazo en su boca.

—Mastica, maldito. Tardó mucho en prepararte eso. Traga y mañana vas a decirle que fue la flor más deliciosa que comiste en tu puta vida.

Franco podía haberme lanzado lejos. Pero solo bufó y de una sacudida logró que me soltara de él.

Yo sonreí victorioso cuando lo vi tragar y luego sacudí mi ropa como si nada hubiera pasado.

—¿Quién dormirá en el sillón? —pregunté. Porque solo vi dos habitaciones arriba por lo que supuse que no habría una cama extra.

—Nadie, dormirás conmigo.

—Sí claro, eso no va a pasar.

—No es una broma. Kwami —gritó mi nombre y yo me quedé quieto en mi lugar unos segundos antes de volver a subir las escaleras— ¿Acaso me escuchaste?

—Claro que te escuché, licenciado. Dijiste que tu dormirás en el sillón.

Bufó.

—Eres increíble.

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