T R E S
Cierro los ojos al sentir el vértigo en el centro de mi estómago, los oídos me empiezan a zumbar ligeramente y para rematar, el tic posiblemente involuntario del vecino de asiento de tamborilear sus dedos sobre su muslo, pese a ser insonoro, se me antoja fastidioso y profundamente insistente.
Es la quinta vez en mi vida que viajo en avión y también la quinta vez en la que me reconfirmo que no me gusta para nada hacerlo. El corto ajetreo de las llantas del avión contra el pavimento mientras toma vuelo lo siento peor que una turbulencia, lo percibo salvaje y eterno aún cuando en realidad son solo un par de minutos.
Incluso ya estando en el aire y estable con apenas un ligero movimiento, el vacío de mi pecho no cesa y dudo mucho que lo haga en los ciento cuarenta y cinco minutos que pronosticó el piloto que durará el viaje.
Para mi excelente y asquerosa fortuna, el asiento que me asignaron es el de la mitad, en medio del tamborilero de dedos que está al lado del pasillo y una mujer de mediana edad al lado de la ventana. El anuncio de que ya se pueden desabrochar los cinturones parece relajar a todos alrededor, que toman la sugerencia para mayor comodidad; pero no yo, yo prefiero irme amarrada al puesto todo el tiempo.
Solo le toma quince minutos al tamborilero para quedarse dormido, lo que me relaja un poco porque su tic ya estaba a punto de sacarme uno a mí. Intento con toda mi voluntad ocultar mi nerviosismo empuñando las manos y no abriendo los ojos para nada; las otras veces había tenido la mano de Santiago o de Theo dándome tranquilidad, así que al ser el primer vuelo que tomo sola, todo se empeora. (Y jamás se lo admitiré a ninguno de ellos).
Mi disimulo al parecer no es tan bueno, porque pasado un rato escucho la voz grave de la vecina del lado de la ventana.
—¿Primer vuelo?
Sin despegar los párpados, niego efusivamente con la cabeza. Sé que hay muchas cosas en las que puedo pensar para distraer la mente, o incluso traje conmigo un librito de sudoku para entretenerme, pero mi cabeza se ha encerrado en el pensamiento de que estoy sentada a miles de metros del suelo firme y de que si me muevo mucho, el avión puede colapsar.
—Quinta —digo entre dientes luego de una pausa—. Primera vez sola, pero quinta vez en general.
—Bueno, si quieres podemos charlar un poco para que se te haga corto el viaje —ofrece. El pánico injustificado me retiene de responder lo que sea y solo reacciono cuando habla de nuevo—. O no; como te sientas cómoda.
Aclaro la garganta.
—No, está bien. Suena bien, me refiero... charlemos. Me llamo Cinthya o Carolina, como prefiera.
—Mi nombre es Althea, mucho gusto, querida. —Su tono es demasiado maternal y eso me tranquiliza un poco. No es como que tener a mi madre al lado sea algo que deseo, pero el tono que usa me hace pensar en otro tipo de madre, en una protectora tal vez—. ¿A dónde te diriges?
Despego mi cabeza del asiento para observarla. Lleva una pañoleta amarilla en su cuello, es delgada —tal vez demasiado—, algunas arrugas ya adornan su rostro y se logran ver en el dorso de su mano también. Sus ojos son negros y se acomodan en complicidad con su dulce voz. Tiene su cabeza chispeada de canas y unas gafas de lectura le cuelgan de la camisa a la altura del escote.
—A Allington.
—Un pueblo precioso, sin duda —declara—. He ido un par de veces y me maravilla. Que la fama de su tamaño no te engañe, puede ser pequeño pero es todo un mundo maravilloso.
—¿Es muy pequeño? Nunca he ido.
—Pues eso depende. Si vienes de un pueblo de diez mil habitantes, te parecerá enorme, pero si vienes de una ciudad de tres millones de habitantes, será como un vecindario.
—Entonces será promedio. Lo justo para unas cortas vacaciones.
—¿Vacaciones? —Hay un pequeño tinte de sorpresa en su voz, casi de incredulidad—. Creí que ibas a algo en específico.
Mis manos se destensan de a poco y mi latido cardiaco empieza a tomar su ritmo normal; charlar sí funciona.
—¿Por qué? ¿no tengo aspecto de turista? —Me río.
—No es eso... —Niega para sí misma con la cabeza—. No es nada, querida, olvídalo.
—Dígame. Necesito distraer la mente en algo, dígame por qué supuso que iba a algo en específico.
—No me vas a creer de todas maneras —aventura, con una sonrisa de disculpa—. Pero bueno, no perdemos nada.
—Y matamos tiempo, así que está bien.
—¿Alguna vez te han adivinado la suerte? —No me da lugar a responder, aunque logra ver mi gesto inmediato de escepticismo—. Esperaba ese gesto. Es poco el porcentaje que cree en eso, no te preocupes, pero el porcentaje que sí cree me ha dado trabajo toda mi vida. A eso me dedico.
—¿A leer la fortuna?
—Sí.
—¿Y no se supone que para eso necesita... algo? —No digo "una bola de cristal, un gato negro, un muñeco vudú" porque en mi mente suena sumamente ofensivo y burlón.
—No te he adivinado la fortuna, solo tuve un presentimiento sobre ti.
Sonrío con toda la cortesía que puedo; esos temas no tienen precisamente un lugar en el cajón de mis creencias. Ella me hace una mueca cómplice, como si pudiera leerme el pensamiento.
—Señora Althea, si gusta puede decirme lo que sintió de mí, de verdad no me molesta, pero sí le confieso que no creo en esas cosas, aunque respeto completamente lo que usted pueda creer.
—No esperaba menos, querida. Mis dos hijas crecieron escuchando mis cosas y jamás las creyeron y eso está bien. Así que te lo diré de todas maneras.
—De acuerdo.
—Este viaje es importante para ti, aunque no lo sepas. Representa un cambio y una alteración a tu rutina. Imaginé que ibas a hacer un negocio o a estudiar algo importante, quizás un cambio de residencia extremista o no sé, algo trascendental, no vacaciones.
—Viajar en avión sola es definitivamente un cambio y alteración en mi rutina, entonces supongo que tiene razón.
—No, querida, no es un cambio tan superficial como ese.
—¿Entonces?
—¿Me dejarías leerte la mano?
Su pregunta me toma por sorpresa; de estar en una feria, en la calle o en cualquier lado, me alejaría de inmediato de la persona que me ofrezca una lectura de mano, del tarót o de las hojas de té o de los ojos; yo no estoy para esos disparates. Pero estoy en un avión, con más de cuarenta minutos aún de vuelo, muerta de nervios y con la única distracción de la charla y compañía —por contraria a mí que sea—que la desconocida pueda brindarme.
Me encojo de hombros y le tiendo la mano derecha con la palma hacia arriba.
—¿Eres diestra?
—Sí.
—Bien. Tenemos tiempo, querida, ¿te importaría que hable un poco de tus manos antes? Quizás te convenza de creer.
—Dudo que logre eso, señora Althea, pero hay tiempo, así que no me molesta.
Reposa mi mano derecha sobre una de las suyas y con su dedo empieza a delinear las líneas de mi palma. Siento cosquillas, pero omito reírme.
—Empezando, tu mano a simple vista deja ver que eres una mujer muy emocional, te conmueves con facilidad y tu temperamento en cualquiera de las gamas, es explosivo. Sin embargo, te retienes dentro de tu propia mente y moderas un poco tus acciones aunque tus emociones te pidan brincar de la dicha o gritar de la ira, así que eres de las que se ladea más hacia la parte introvertida, aunque eres muy imaginativa y esa combinación de moderación y tu mente volando siempre es lo que te mantiene en balance. ¿Me equivoco?
Muerdo mi labio en una sonrisa, no pienso darle la razón aunque lo que ha dicho es cierto, pero vamos, son cosas muy generales, muchas personas son así, eso no significa nada.
Me encojo de hombros y la señora Althea voltea mi mano para mirar el dorso y las uñas.
—Tus uñas hablan de que tienes un genio entusiasta ante la vida, pero a la vez, ese mismo optimismo hace que tengas en ocasiones poco control de ti misma y de lo que haces. —Voltea mi mano de nuevo para ver la palma—. Tus líneas de la cabeza y del corazón están casi igual de marcadas, mira. —Señala dos líneas paralelas, una que nace desde mi índice y la otra solo unos milímetros debajo—, sin embargo, la primera está un poquito más oscura por lo que riges tu vida mayormente con el corazón y no con la cabeza, por eso sueles ser un poco impulsiva al tomar decisiones pero cuando las llevas a cabo, te pones cautelosa.
Mi sonrisa se ha borrado y ahora solo observo mi mano con seriedad, sumamente contrariada; siento que me están convenciendo de creer en poderes mágicos y lo peor es que está funcionando porque no veo cómo negar o contradecir lo que expone. Al ver mi silencio, continúa:
—Entre otras cosas, también veo que gozas de buena salud, que no eres de muchos amores pues te has dedicado al mismo hombre los últimos años, que tienes una capacidad enorme de amar y que sin embargo no está explotada al cien por ciento en este momento.
Pienso en Santi y arrugo la frente, no sé si porque me cuestiono lo que dice o porque sé en el interior que es cierto. Suelto una risa entre dientes, sintiéndome muy confusa y un poco frustrada.
—De acuerdo, ha llamado mi atención, señora Althea. No diré que seré fiel creyente de lo que me diga, pero le concedo que ha acertado en un par de cosas.
—Bueno, eso es al parecer lo máximo que conseguiré. —Ríe también e imagino que tiene un carácter muy noble en su diario vivir—. Ahora sí. Dame por favor tu mano izquierda, esa es la del futuro. —Cambio de mano y ella repasa las líneas una a una observando con suma concentración—. Estás destinada a tener mucho éxito en la vida laboral, supongo que lo sabes porque hasta el momento te ha ido bien. Por otro lado, llegarán turbulencias a tu vida.
—Le pido por favor que no use la palabra turbulencia mientras estemos en el avión.
La señora Althea ríe.
—Lo lamento, palabras equivocadas. —La señora me cierra un poco la mano y luego la extiende de nuevo, entrecierra los ojos, como si pudiera leer letras pequeñas de acercarse lo suficiente. Pasa su dedo por una fina pero oscura línea que baja desde el dedo corazón hasta un poco más arriba de muñeca y que atraviesa las tres líneas en forma de M que todos tenemos en la palma—. Esta línea es la de la suerte, o la del destino. No todos la tienen pero tú sí y está bastante pronunciada.
—¿Qué significa?
—Que tu vida tiene tendencia a dejarse manejar por el azar y por eventos casuales que se salen de tu control. —Su tono es misterioso y confiado, no como si estuviera "adivinando" nada, sino como si estuviera afirmando algo tan certero como que la tierra es redonda. Me pone nerviosa, al punto que no encuentro inapropiado contestar:
—No creo que haya una sola persona en la faz de la tierra que no sea controlada por el azar, señora Althea. Todos vivimos de eventos que se salen de nuestro control, porque es así y así ha sido siempre. No encontrará a alguien que diga que tiene controlado cada segundo de su existencia.
—Puede que no me haya explicado bien. Es cierto que nadie puede controlar lo que pasa en sus vidas, pero sí pueden decidir qué hacer con lo que la vida les tiene preparado. Tú te vas más hacia el grupo de personas que por más que quiera decidir, el azar los maneja.
—Es decir que me falta carácter o voluntad.
—No todas las decisiones de la vida se forjan solo de carácter y voluntad —responde con simpleza—. Muchas son guiadas por el corazón y todo lo que puede albergar. Y aunque no lo creas, hay muchísimas personas que no siguen a su corazón, y esos son los que tienen todo más controlado, los que no se dejan llevar por lo que sienten.
—Claro, como diga —replico, condescendiente—. Continúe, por favor.
No tarda nada en retomar:
—Se avecina cambio, querida, un cambio ligado al destino que no podrás eludir fácilmente y ese cambio tendrá lugar en este viaje. Te pasará algo importante, algo grande que podrá ponerte el mundo de cabeza, pero no para mal, Cinthya. Son cambios, que aunque luzcan enmarañados al comienzo, no son para mal.
—¿Me ganaré la lotería mientras esté en Allington? —aventuro, sin poder dejar del todo de lado mi incredulidad, aunque sé que es más para aferrarme a mí misma en que no creo sus palabras—. Eso sería un cambio enmarañado porque jamás me gano nada, pero sería maravilloso.
—No ganarás algo, pero tal vez sí a alguien. Y ese posible alguien te enriquecerá, no los bolsillos, pero sí el corazón.
—Si es el amor de mi vida, lamento decir que ha llegado tarde. Estoy comprometida y feliz.
Pienso en Santiago nuevamente y en lo divertido que encontraría la charla con Althea; posiblemente se reiría conmigo y luego le contaría a Theo para tener otro motivo para tomarme de burla cuando estén aburridos... o para tener otra anécdota qué decir en nuestra boda.
—Es una costumbre extraña de las personas asumir que cuando están felices o estables, no puede llegar algo que sobrepase esa felicidad. El mundo es enorme y las posibilidades tan infinitas como las estrellas en el universo.
—Entonces llegará el cambio a mí y me enriquecerá el corazón —le sigo la corriente—. Creo que a mi futuro esposo no le gustará mucho eso.
—Supongo que no —ríe conmigo—. Pero cuando del corazón se trata, es muy irrelevante lo que los demás piensen.
—No creo que sea tan irrelevante, o, bueno, le concedo que no importa mucho lo que piensen, pero sí lo que sientan. No creo correcto pisotear los sentimientos ajenos para llenar el corazón con un cambio repentino.
—¿Y sí es correcto pisotear los tuyos, querida? Si el cambio repentino te hace feliz, ¿no serías capaz de tomarlo?
—¿Pasando por encima de todos en mi vida? No.
—¿Y qué hay de tu vida?
—Ellos son mi vida. Bien, supongamos que el amor de mi vida aparece en este momento en el asiento del final de la fila (asumiendo que no es mi prometido), por más que sea el amor de mi vida y el azar o destino, no puede llegar a valer lo que vale mi prometido, o su familia o todos a los que decepcionaría si simplemente huyo de repente con otro.
—¿Y podrías vivir con tu propia decepción?
—Sí.
—Suena a que ya vives con eso —matiza.
—¿Quién no tiene decepciones en el corazón? —objeto.
—Me ganas con eso —concede—. Eres una chica muy interesante, Cinthya.
—Puedo decir lo mismo, señora Althea. —Bajo la mirada a mi mano que sigue sobre la suya—. ¿Algo más que decir de mi suerte?
Analiza nuevamente cada línea visible, como si pudiera leer un proverbio en cada una.
—La pasarás muy bien en este viaje; no parece que vaya a pasar nada malo.
—Eso sí prefiero creerlo, gracias.
—¿Te puedo dar un consejo? Dejando de lado la lectura de la mano, más un consejo de vieja a alguien joven y llena de vitalidad como tú.
—Por supuesto.
—La Cinthya que se ha subido a este avión, déjala en el avión y cuando te bajes, sé otra tú. No tengas miedo de aventurar, que son estas aventuras las que recordarás cuando seas anciana. Y si sientes que te vas a arrepentir después, hazlo con más fuerza y deja ese remordimiento en la ciudad que te hizo alocar, no te lleves eso a casa a la de vuelta.
Creo que ese es un consejo demasiado alejado al que una madre daría y el contraste de su voz conservadora con sus palabras liberales me hace sonreír. Debe ser interesante tener a la señora Althea de familiar, tan disparatada (menos para los que sí creen en sus cosas mágicas) y jovial.
—Supongo que a eso se refiere el "Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas", ¿correcto?
—Puede decirse que sí y aplica a todos los lugares del mundo.
—Lo intentaré entonces —digo sin mucha convicción.
Sacando charla de muchas cosas banales, como la vida de sus dos hijas: una con esposo y tres hijos y otra con una novia desde hace tres años; su "oficina" en la ciudad donde vive (a unas hora de la mía, ha coincidido en este vuelo porque está haciendo escala) en donde se dedica a lecturas del tarot, manos y todo lo relacionado; mi reciente graduación y una que otra anécdota de su esposo el incrédulo —como ella lo llamó—, han pasado las más de dos horas de vuelo, y la pequeña turbulencia para aterrizar no me resulta tan dramática.
Del aeropuerto de Khast a la estación de tren en Laiken, donde hago el resto del recorrido, hay media hora en auto de acuerdo a google maps, así que sin demoras, tomo un taxi y pido que me lleven.
Una vez en acá en la estación, busco una cafetería pues ya tengo hambre porque no comí nada antes de subirme al avión evitando mareos; hay un par de tiendas en cada extremo del lugar pero me siento demasiado cansada como para ir a curiosear. He comprado una botella de agua con un bocadillo y me dispongo a buscar asiento en el amplio lugar de espera. Antes de llegar allí, paso junto a una pequeña librería y por instinto me detengo a ojear las vitrinas que dan afuera. Entre los cinco pisos del estante, hay un pequeño libro que llama mi atención por su colorida portada de anaranjados y azules y su título casi predestinado a mí: "Enamórate de Allington. —Guia de turismo para tu primera visita".
Maniobrando un poco con mi bolso de mano y mi maleta —algo grande—de ruedas, ingreso a la librería y una muchacha joven y sonriente se acerca (ya que soy la única cliente del momento) a atenderme.
—Bienvenida, ¿algo en lo que le pueda colaborar?
—Sí, gracias. Estaba mirando ese libro —Lo señalo con la mano—. El de Allington.
—¿Se dirige allá? Un lugar bello; los viajeros siempre me hablan cosas lindas. No puede quedarse sin visitar Santa Lucía y el parque mágico de los rosales.
Sus amables y animadas palabras me hacen sonreír ante la expectativa de explorar el pueblo. Suena tan grandioso. Asiento entusiasmada.
—Llevaré ese libro.
Me conduce al mostrador donde saca una copia del mismo de la vitrina y sigue hablando:
—Este es super útil. Le dice dónde es bueno comer, dónde hay hoteles a buen precio, le cuenta un poco de la historia del pueblo y de sus leyendas mágicas. Los turistas más exagerados dicen que luego de París, Allington es el lugar hecho para el amor.
—Lo descubriré entonces.
Le paso la tarjeta para que se cobre del libro —pues Santi me sugirió que no era buena idea cargar mucho en efectivo—y salgo con una sonrisa más enorme en el rostro.
Cuando la gente dice que quiere "cambiar de aires" suena exagerado para muchos que consideran que el aire es igual aquí y en China, sin embargo, yo pienso que sí es muy lógico; el aire no es el mismo en casa que en un lugar ajeno y no solamente por el cambio de contaminación, sino que el cuerpo al saber que solo disfrutará de un lugar por unos días, decide absorberlo diferente y a veces, lo magnifica en percepción.
Puede que la mayoría de los pasajeros del tren en el que me encuentro hagan el recorrido con frecuencia o ya no se maravillen con el aire diferente, pero para mí es emocionante a altos niveles. He estado pegada a la ventana cual niña pequeña viendo las siluetas de las montañas que se definen al tocar el azul del cielo, una amalgama de verdes, amarillos, marrones y lilas pasan con rapidez ante mis ojos, como diciéndome que he dejado mi ciudad atrás y que ya estoy entrando en un rinconcito del planeta donde puede que el tiempo corra más lento.
Además, en términos más literales, el aire sí es diferente porque el clima es más cálido que el de mi ciudad, así que se arma un ligero bochorno pesado dentro de la cabina del tren que, sumados al traqueteo de los rieles, saben a distancia y a vacaciones.
Los asientos están acomodados de a pares enfrentados y las otras tres personas que me rodean, dos enfrente y uno al lado, parecen ajenos a la humedad y calidez del aire, además de que ninguno va informal, sino que llevan ropa de trabajo y la mujer a mi lado, lleva su peinado pulcro. Supongo que toman el tren porque trabajan entre pueblos.
Luego de casi media hora, me siento derecha en mi silla sin quitar mi sonrisa y saco el libro del bolso. Paso dos veces con rapidez las páginas de principio a fin solo porque me es agradable hacer eso siempre con un libro nuevo. Mirándolo por encimita, la vendedora tiene razón en cuanto a la información que poseé, tiene fotografías, mapas y descripciones preciosas.
Busco en el índice la información que por ahora me interesa y voy a la página que habla de Santa Lucía. En dos páginas contiguas está una fotografía hermosa de la Catedral en un atardecer, sus dos altos campanarios la hacen ver imponente y majestuosa. En esas páginas solo dice "Construída en 1902, Santa Lucía es un templo sagrado entre los habitantes de Allington y es conocida por extranjeros como el lugar donde los milagros ocurren. Entre sus fieles creyentes se corre la voz de que hacer una petición por el amor a Santa Lucía allí resguardada, es obtener claridad de pensamientos, de razón y orden en la vida, los milagros de...".
—14:55, Parada de Allington —Dice una voz que se acerca. Me sobresalto un poco pero guardo con rapidez el libro para dirigirme a la salida cuando veo al hombre con uniforme pasar con un megáfono anunciando la parada—. 14:55, Parada de Allington.
La estación de tren que me recibe es mucho más pequeña que la de Laiken, pero eso me alegra. Definitivamente estoy en otro mundo. Un mundo más chiquito, donde la gente corre menos que en la ciudad, donde veo menos personas con celular permanente en sus manos, menos tacones haciendo eco con el suelo y más sonrisas disponibles; hay evidentemente más paz, y creo que sí, las horas pasarán más lentas mientras esté acá.
Tengo cuatro maravillosos días para disfrutar del lugar (sin contar lo que queda de hoy), una guía turística, mi teléfono con mucho espacio para fotos y en el momento, un optimismo que espero me dure todo el viaje... bueno, para ser franca, en este momento exacto solo quiero descansar.
Eso es, dormiré varias horas, cenaré y luego me lanzaré a la diversión.
Del otro lado de la estación de tren hay un bosque se que pierde montaña arriba, es precioso, no se ven edificios de treinta pisos por ningún lado y el aspecto citadino de cada cosa ha quedado atrás reemplazado por uno más campestre y silencioso. Siento la cara sudorosa por el cálido entorno pero no me preocupa, ya tomaré una ducha en el hotel.
Me detengo un momento a mirar a mi alrededor y entonces un colibrí pasa volando por encima de mi cabeza. Sus colores verdes y azules metalizados me hacen sonreír por varios y diversos motivos. Lo sigo con la mirada; revuela un poco alrededor de la estación, como si fuera un pequeño empleado local, dándome la bienvenida al pueblo.
Un nombre en el que no pienso con frecuencia aparece en mi mente, igual que cada vez que veo un colibrí, un nombre de alguien que me apodó Colibrí hace varios años y cuyo recuerdo me hace dibujar siempre una sonrisa agridulce. Tomando como buen presagio el maravilloso clima y la visita casual de esa diminuta y mágica ave, llamo con mi mano un taxi para ir rumbo al hotel y a una excelente semana.
Pregunta Mazorca: ¿Creen en cosas como la lectura de las manos?
Yo no creo, pero me parece interesante jaja.
Vi en los anteriores capítulos mucha confusión sobre la relación del capítulo C E R O y el U N O. Al comienzo de cada uno está el mes en el que se narra, pero no le pusieron atención jaja.
Así que aclarando: El "C E R O" es una introducción y ocurre en Noviembre, fecha de la boda de Carolina. PERO la historia empieza a contarse en "U N O", que es en Julio, es decir que la boda ocurrirá después y en el momento Caro está solo comprometida.
♥ B y e ♥
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro