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D I E Z

Siento el cuello adolorido y cuando intento acomodar mi cuerpo estirándolo, mis pies se estrellan con algo sólido; entonces recuerdo que estoy durmiendo en la parte trasera de la camioneta de Luka. Entreabro los ojos y a través del cristal veo un cielo plateado propio de los amaneceres oscuros y encapotados. Ladeo un poco la cara y noto que estoy sola; adelante no hay nadie.

Experimento un profundo alivio momentáneo y me siento lo más derecha que puedo. Restriego mis ojos sintiéndolos pesados y cuando veo parte de mi mano pintada de negro, sé que he quedado con el maquillaje corrido; me quejo internamente y busco el reflejo del espejito retrovisor... efectivamente tengo cara de resaca y me veo tan del asco como lo supuse. Como un panda drogadicto y feo, y que además tiene ganas de ir a un baño decente. 

Paso de inmediato mi mano por el cabello sintiendo varios nudos en el largo; opto por hacerme una trenza rápida y mal hecha solo para no tener esos cabellos esparcidos en la cara. Busco mi bolso y lo veo en el asiento del copiloto; ubico allí un tarrito de crema para intentar quitarme por las buenas las ojeras hechas de rímel y luego encuentro una menta que no dudo en meter en mi boca para quitarme el regusto del licor.

Cuando mi cara queda relativamente limpia paso de un aspecto malo a otro; pero es mejor el de recién levantada que el de "me bebí hasta el agua del florero", cosa que de todas maneras sería exagerado. Siento la espalda resentida y he perdido uno de mis lentes de contacto aunque para evitar más inconvenientes, me quito el otro y me coloco mis gafas, que siempre cargo en el bolso.

Cuando ya creo que estoy en el mejor estado que podría estar dadas las circunstancias, miro por las ventanas buscando a Luka. El amanecer ha sorprendido a varios borrachos durmiendo en bancas y algunos otros que siguen bebiendo pero con la cabeza tan agachada que apenas y están despiertos; uno de los asadores está dando sus últimas humaredas hechas de cenizas y se ven varios perros callejeros deambulando por el terreno que más tarde se encenderá de nuevo con otro día de feria. El cantar de algunas cigarras llega a mis oídos junto con la paz propia del silencio.

Me doy por vencida en lo de ubicar a Luka y entierro mi cara en mis manos, reprendiéndome por... no sé precisamente por qué, pero tengo una espinita de algo desagradable atorado en la garganta pese a que estoy plenamente segura de que no hice nada malo. A los pocos minutos escucho el seguro de la puerta abrirse y me sobresalto hasta que recapacito en que solo es el dueño de la camioneta.

Me tiende un vaso de cartón que humea y trae el delicioso aroma del café; se lo recibo y él entra para sentarse en el lado del conductor.

—Buenos días —murmuro.

—No sabía que usabas lentes.

—Prefiero las lentillas, pero al parecer perdí una —respondo monótonamente.

El calor amargo del café bajando por mi garganta hace contraste con el frío mentolado del dulce que acabo de comerme; resulta incómodo pero agradable al tiempo.

—¿Cómo estás?

—¿Cómo crees que estoy? —respondo en medio de una risa—. Me duele el cuello y los pies.

—La secuela de dormir en un auto y de bailar mucho en la noche.

Se ha ladeado para poder mirarme directamente por el medio de los dos asientos. Me sonríe aunque ya no tiene el brillo que lo caracteriza; luce más como un perrito regañado... o como un pobre amanecido que no durmió mucho. Su aspecto general tampoco es el mejor; tiene ojeras que no puede achacar a ningún maquillaje, su cabello luce solo desordenado sin el aire de vivacidad, y es evidente que necesita muchas horas de sueño, una ducha y un desayuno reparador. Luce exhausto y opaco.

—¿Cómo amaneciste tú?

—No mucho mejor que tú. No pude dormir.

—Eso te pasa por apostar tu comodidad a un borracho bailarín.

Mi tono socarrón pretende cortar un poco la tensión que de repente percibo de su parte, pero no obtengo risa alguna o señal de que ha funcionado.

—Mi desvelo no tiene nada que ver con la comodidad.

Un flasheo rápido del abrazo que me dio anoche se me atraviesa en la mente y muerdo mi labio, sintiendo un inexplicable bochorno en las mejillas.

—¿Quieres que conduzca a la vuelta? —propongo—. Yo descansé y me siento bien. Te juro que voy despacio y que conduzco decentemente.

—No, no te preocupes. —Hace una pausa en que su mirada se pierde en el asiento del copiloto, luego me mira de nuevo—. ¿Quieres que nos vayamos ya?

Tomo otro sorbo de mi café negro y caliente antes de contestar. Tengo una contradicción interna que se debate entre decirle que sí y llegar ya a mi habitación para pensar en lo que siento física y mentalmente, o quedarme en esta tensión creciente solo para hacer tiempo, aunque no sé para qué. A cambio de una respuesta, pregunto:

—¿Te sientes bien?

—No lo sé —confiesa en voz baja—. Estuve pensando mientras tú dormías.

—¿Tu desvelo se debe a que ronqué?

Ríe un poco mientras niega con la cabeza.

—No, no roncas. Suspiras mucho nada más.

—Es curioso que no descansaras, alguien ebrio duerme mucho sin importar dónde.

—A decir verdad dormí más o menos una hora o dos, y cuando desperté, estaba más lúcido y sin más sueño.

—¿Y en qué pensabas?

Le toma tres latidos contestar:

—En ti. Más bien en la tú del pasado. Has cambiado mucho.

—Gracias, no esperaba quedarme estancada en los veinte —bromeo. Una sonrisa es todo lo que obtengo—. Al menos no mentalmente. ¿Te parece que es un cambio malo?

—No, claro que no. Eres otra Carolina, pero eres maravillosa.

Agacho la mirada sin poder evitar la sonrisa, aunque es claro que su voz no viene teñida de sonrisa o coqueteo alguno; solo es un comentario neutro y reflexivo.

—Bueno, solo has estado conmigo unas horas.

—Una horas son suficientes.

—¿Para ver un cambio drástico en alguien? —murmuro en medio de una risa—. Exageras.

—Para arrepentirme de muchos errores —corrige.

Notando el rumbo que empiezan a tomar sus palabras, me remuevo incómoda en mi asiento y me refugio en lo que queda de mi café. El silencio nos envuelve; no sé si no sabe qué más decir o si está esperando una contestación de mi parte.

—Uno no gana nada aferrándose a los errores, Luka —digo luego de un rato eterno.

—Puede ser necesario algunas veces.

No es obligatorio que saque el tema directamente para saber que hablamos de lo mismo.

—Déjalo así. Todos cometemos errores. De verdad, nada de eso se borra y solo te lastimas pensando en ello. Suéltalos y ya.

—Es fácil soltarlos, ¿sabes? Dejarlos a donde pertenecen, en el pasado. Lo difícil es no preguntarse al menos una vez cómo habrían sido las cosas de corregir esos errores a tiempo.

—La imaginación es hiperactiva y exagerada —objeto—. Puede que tu imaginación tenga esos escenarios más emocionantes de lo que en realidad hubieran sido.

—En este caso no.

—¿Por qué tan seguro?

—Porque anoche te abracé con fuerza y supe que mi imaginación se había quedado corta.

Suspira y deja su vaso de café ya vacío en el compartimento en medio de los asientos; me ha dejado sin una posible respuesta, siento que no hay ni una sola palabra correcta para contestar a eso y a la insinuación que trae entre líneas. Luka se gira hacia al frente y el sonido del motor encendiendo llena ese espacio silencioso y tenso.

—¿Te quieres pasar al asiento delantero, Caro?

—Sí.

Luka abre la puerta del copiloto estirándose desde su lugar, luego reclina el asiento para que yo pueda bajarme y luego subirme de nuevo. Por eso no me gustan los autos de dos puertas.

Como si quisiera dejar en claro que no tiene la fuerza, deseo o la necesidad de charlar conmigo en el camino, pone un CD de Winehouse y le sube el volumen lo suficiente para que amortigüe la voz que ose hacer presencia.

Bajo el chorro de agua de la ducha, usualmente incluso los pensamientos se me apagan, y por eso he alargado más este momento de lo normal. Y resumiendo, he descubierto que entre más  busco no pensar en algo, menos pasa desapercibido tras el velo de mis ojos.

Aunque intento dejar la mente tan en blanco como puedo, el rostro de Luka se desvanece solo hasta convertirse en un bosquejo mal hecho, pero suficientemente claro como para no ignorarlo.

Sé que anoche en medio de mi semi ebriedad me cuestioné el motivo de no sentir alivio al verlo arrepentido, pero hoy es peor porque ahora me siento mal, como si quien debiera tener culpas fuera yo. Me enfurece no tener los hilos de mi cabeza en orden y me enfurece más que sea gracias a él y sus tonterías.

Es que si alguien pudiera escucharlo hablar, le creería hasta la promesa de que bajará la luna porque su voz siempre viene estampada de convicción y sinceridad pero yo que lo conozco sé que toda tinta que firme sus palabras será diluible y pasajera.

Tal vez es eso lo que me molesta, quizás por eso no siento ninguna tranquilidad con su escueta disculpa: porque sé lo mentiroso que puede llegar a ser y mis oídos ya vienen precavidos para cualquier cosa que quiera decirme. Yo creo firmemente en el cambio que pueden tener las personas en general, pero cuando de Luka se trata simplemente no me sale el tenerle fe y me siento terrible por eso. 

Cuando veníamos en el auto y con sus palabras frescas en mi memoria, tuve un breve pero firme retroceso y sentí que estaba en el sofá de su casa, cinco años atrás, con él al lado diciendo toda clase de cosas bonitas para enamorarme y esa sensación de que de nuevo estaba pecando de ingenua me asqueó conmigo misma; eso fue suficiente para no tomar en serio su tontería de los errores que supuestamente lamenta. Recién empezamos el camino tenía en el estómago un vértigo que casi me impulsa a disculparme sin saber por qué, ¡a disculparme!, pero luego de caer en la realidad, me enojé.

Y sigo enojada, con él por su estúpida convicción de que puede solamente sonreír de lado y mostrarse como un cachorro indefenso y que con eso se ganará a cualquier persona; y conmigo por casi caer en su jueguito ridículo.

Apago el grifo del agua y salgo envuelta en la toalla cortesía del hotel. Sin ni siquiera intentar secarme el cabello, me recuesto en la cama sintiendo la suavidad y comodidad bajo mi cuerpo.

No voy a permitir que en mis últimos casi dos días en Allington mis neuronas se desperdicien dándole más vueltas al asunto; dentro de tres días estaré en mi huevo hogar, desempacando mis cosas, retomando los preparativos de mi boda y compartiendo mis horas con Santi y con Rose, así que no vale la pena nada de lo que tenga que ver con Luka.

Y tampoco voy a desperdiciar lo que me queda de día; llegamos antes de las ocho acá al hotel y apenas y me despedí de Luka, y ya que él tampoco tuvo mayor intención de cruzar más palabras conmigo, lo dejamos allí. Fui a comprar desayuno al restaurante del hotel y lo consumí en la habitación sin mucho inconveniente. También hablé con Santi por teléfono y con Rose ya que hoy no asistió a al escuela porque amaneció lloviendo mucho allá. Incluso dormí un par de horas —hasta casi mediodía— y ya luego me duché, pero aún me queda medio día disponible.

Me visto sin demasiado esmero y omito maquillarme; no creo que vaya lejos. No deseo quedarme encerrada todo el día en el hotel pero no quiero alejarme mucho tampoco, sea como sea tengo un poquito de resaca y no tengo los ánimos por el cielo; quizás solo entraré al diminuto centro comercial que veo cada día a una calle de distancia pero al que no he ido antes porque no se ve nada interesante allí.

Tomo mi bolso, esta vez poniendo en él el libro que compré en el aeropuerto; con tanta cosa no he leído más que fragmentos y nombres de restaurantes. Me alegro de no toparme en el camino a la recepción con Luka y camino hasta donde planeé.

La edificación de dos pisos tiene un letrero grande en la entrada que reza "Centro comercial La puerta del sol" y algunas placas más pequeñas que indican que adentro hay un bar, una dulcería, una zapatería, una cafetería, dos salones de belleza, un estudio de tatuajes y una oficina de seguros. En la parte de arriba se ven cuatro toldillos blancos semi verticales y asimétricos, como hojas de árbol enormes que no solo sirven de sombra para quienes suban sino que son estéticamente hermosos. Camino por los delgados pasillos una vez adentro, pasando por los salones de belleza y la tienda de dulces; subo las escaleras y encuentro el bar que es el que da a la terraza. Tomo aquí una mesa con suficiente sombra y una mesera se me acerca a los pocos segundos.

—Buenas tardes, bienvenida.

—Buenas tardes.

Me tiende el menú que ojeo con real desinterés, y sin dejar de ver entre líneas, pregunto:

—¿Algo que no contenga licor?

—Claro que si, tenemos jugos naturales de...

—Tráeme cualquiera que sea de alguna gama de amarillo. Naranja, mango, piña, lo que sea. Por favor.

—De acuerdo.

Le devuelvo su menú y saco el libro de mi bolso. El día de hoy no estoy para turismo pero mañana como último día, visitaré Santa Lucía finalmente y por eso llego directamente a la información que hay sobre la Catedral. Omito lo que ya leí sobre su construcción y lo que queda no es realmente mucho.

«Varios testimonios de turistas que han llegado a Santa Lucía aseguran que hay divinidad en cada una las piedras que la conforman. Desde los vitrales de colores que adornan sus ventanas hasta los ángeles que protegen cada una de sus esquinas, no hay otra catedral que haga sentir con más fervor la fe al Señor todopoderoso.

Santa Lucía de Allington fue una mujer que entregó su vida a la oración, su alma a Dios y su corazón a las personas que necesitaban ayuda. Fue siempre devota y gracias a eso, Dios actuó a través de ella para hacer milagros que le concedieron su estatus de Santa.

Sin embargo, en la parte extraoficial de la historia, corre la leyenda de que si dos personas están destinadas a coincidir, lo harán luego de conocerla con la ayuda de su gran corazón y contacto con Dios, por lo que se le atribuye también el don de obrar a favor de los corazones puros; fue por este motivo que en 1904, Darwin de Alcantarán esculpió su figura y rostro luego de su muerte, para que aún sin estar en la tierra, siguiera juntando esos destinos hechos de personas.

La Catedral de Santa Lucía recibe a más de dos millones de personas al año y gracias a los milagros que aún concede, la voz de su santidad se sigue esparciendo al día de hoy...»

Cuando termino de leer estoy sonriendo inconscientemente.

La primera vez que vi la Catedral de Santa Lucía fue en una revista que encontré en el salón de belleza mientras mi madre se arreglaba su cabello; tenía menos de diez u once años pero me gustaba mucho leer —aunque solo había leído cuentos infantiles para entonces y una que otra novela juvenil— y me enamoré de la nota que relataba cómo Allington era un destino vacacional ideal por sus muchos paisajes y especialmente por Santa Lucía.

Decía algo así como que al ir a la Catedral, de ir en pareja mantendría esa relación para siempre y de ir sin pareja, Santa Lucía ayudaría a que eso cambiase. Había dos fotos de la Catedral; una tomada desde lo alto donde se veía toda su fachada y otra que solo enfocaba la puerta, parte del pasillo central y una pareja de novios en el día de su boda saliendo sonrientes.

Creo que no hay niña de diez años que no sueñe con usar un vestido de novia así apenas y sepa nada del amor o del matrimonio, y yo no era la excepción, así que esa foto definió mi deseo de conocer Allington algún día. En mi adolescencia soñaba despierta e imaginaba que conocería el pueblo y la Catedral de la mano del amor de mi vida o cuando era más osada, me imaginaba casándome aquí como los dos de la foto.

Pensar en eso ahora me hace darme cuenta de lo bonito que es ser adolescente e imaginar imposibles, eso es mucho mejor que ser adulta y ver su imposibilidad con decepción. Ya luego, de mayor, decidí que no quería casarme, y de más mayor estoy a punto de casarme; definitivamente el tiempo cambia a las personas, yo soy mi propia prueba.

Estoy segura de que mi yo de trece años estaría decepcionada de saber que voy a conocer Santa Lucía sin el amor de mi vida de la mano, pero me consuela enormemente pensar que mi yo de veintiún años llorando en la noche por un desamor, estaría sumamente feliz de ver que estoy sola en Allington y sin tristezas que me desvelen.

En la niñez y adolescencia es fácil trazar el camino que se quiere llevar en la vida, se tienen metas grandes como tener una carrera, una familia y un trabajo estable y maravilloso antes de los veinticinco, justo como los personajes que salen en revistas y en comerciales hogareños; a medida que se va creciendo, esas metas empiezan a ser menos idealizadas porque comienza a ser evidente que la línea de llegada no está solamente al subir una montaña, sino que toca atravesar ríos, tempestades, días soleados y piedras más altas que uno mismo. Ya no se espera carrera, familia y trabajo perfecto de una sola vez, sino que se pide al cielo por un semestre más con buenas notas, estabilidad emocional y tiempo para respirar.

Finalmente y cuando parece que al fin la vida empieza a tomar un poco de forma, o al menos que la costumbre de la dificultad ya está adquirida, solo se tiene una meta: ser feliz y no rendirse. He aprendido que crecer es pasar del deseo encarnado de tenerlo todo, a la necesidad simplista de seguir en pie sin dejarse caer.

No creo que mi vida esté cien por ciento acomodada en ningún ámbito, pero sé que en cuanto a ser feliz, estoy más inclinada al lado correcto y no cambiaría nada del camino que he tomado, eso incluye errores, dolores, risas y amores.

Sonrío al pensar en la catedral y en la idea de que sí la conoceré con el amor de mi vida, porque voy sola, voy conmigo misma y al menos sé que ese amor es uno que con o sin magia divina, durará eternamente. 

Me debatí mucho de si subir este capítulo así o nel porque tengo conflictos de escritora con lo que es importante para la historia y de lo que podría prescindir porque no es relevante. La cosa es que esto lo escribí ya hace un par de meses y entonces pensé que se inclinaba más hacia el lado de "relleno", pero hoy lo fui a corregir y lo amé, y lo considero importante porque es otra manera de ver cómo Caro ha avanzado en su vida. 

Así que si se les hizo tedioso o no-importante, con todo respeto, no me interesa v':, porque a mí me gustó mucho. Espero de todas maneras que lo hayan disfrutado y gracias por la espera ♥ Mucho lof para todos ♥

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