Parte 1
A comienzos de enero del año mil novecientos noventa y seis, KyungSoo alcanzó la edad de cinco. Era su cuarto año consecutivo yendo a visitar a la abuela en su casa situada en el bosque de Gotjawal. Cada invierno, pocos días antes de navidad, la familia se reunía ahí para tomarse un tiempo de descanso en compañía de la gente querida. En realidad, su familia era constituida por cuatro únicos miembros, al menos los que él conocía: su padre, un hombre no muy alto, de apariencia paliducha y delgada; su madre, ama de casa de aspecto gentil y carácter duro; su abuela, una señora demasiado joven para ser la madre de su padre, y, por supuesto, él.
La vivienda de su abuela, de nombre MinJun, se trataba de una cabaña situada en las laderas del bosque de Gotjawal. Era pequeña, pero lo suficiente amplia para alojar a cuatro personas. Cruzando la puerta, pegado al muro derecho, había un sillón donde cabían al menos tres cuerpos si se sabían acomodar. A la derecha estaban dispuestas dos camas de tamaño mediano, cuyas sábanas se encontraban siempre limpias; del lado izquierdo, estaba una pequeña cocina antigua, y junto a ésta, una chimenea que MinJun prendía durante las noches frías. En el muro izquierdo estaba una ventana, los vidrios siempre amanecían empañados por el sereno de la madrugada. Para ir al baño había que salir al exterior y rodear, dando alrededor de veinte pasos, para él, y diez para los adultos, hasta llegar al cubículo de espacio reducido en el extremo colateral. Afuera del baño había un lavadero donde su abuela se encargaba de lavar sus pertenencias, luego las ponía a secar en los tendederos amarrados a los árboles.
El salado aroma a comida calentándose al fogón hondeaba por el viento y pronto le llegó, inundando los alveolos de su nariz. Su estómago en reacción al estímulo rugió, tenía hambre. Sentado en la cama, con los pies colgando, esperaba a que la cena estuviera lista, pero pronto se cansó. Caminó hasta la cocina, enrollando los dedos en los cordones colgantes de la chamarra roja que llevaba puesta. Se plantó junto a la pequeña barra de piedra cubierta de cerámica y permaneció ahí, sólo observando.
—¿Pasa algo, nene? —cuestionó su madre sin despegar los ojos del tazón donde vertía las verduras para la ensalada. KyungSoo arrugó las cejas ante la forma en que fue llamado.
—Tengo hambre —contestó—. Y además estoy tan aburrido.
—Entonces sé paciente mientras nosotras terminamos toda esta comida, ¿puedes esperar?
—Creo que sí, pero, ¿puedo quedarme a ver cómo lo hacen? —Vio que su madre se detenía para mirarlo hacia abajo, entonces meneó la cabeza.
—No hay mucho espacio, ¿por qué no sales a jugar?
—KyungSoo —escuchó la voz áspera de su abuela—. Debajo de mi cama hay una caja, búscala y saca un avión de madera que hay ahí. Tu abuelo lo hizo cuando era joven, puedes jugar con él.
—¿Me lo regalas, abuela?
—Sí, anda y ve.
Así como se lo dijo, él lo hizo. Extrajo de la vieja caja de cartón un avión —que más bien parecía una avioneta— de madera y se dirigió a la salida, pero antes tomó de la barra uno de los panes que su padre había comprado durante la mañana, en su viaje en auto hasta el mercado de la isla Jeju. Mordió la pieza de pan y a continuación la guardó en la bolsa de su chamarra.
Puesto que la puerta era tan pesada, fue trabajoso para sus débiles manos arrastrarla y salir. Ya afuera, escuchó que su madre le gritaba:
—¡No te alejes!
—¡No lo haré! —respondió él.
—¡Mantente cerca! —insistió.
KyungSoo cerró de un portazo y respiró el fresco viento libre de la contaminación de la ciudad. Se escuchaba el estruendoso sonido del hacha al arremeter contra la madera, su padre estaba cortando leña en la parte trasera de la cabaña, en el lugar que ocupaba su abuelo para trabajar antes de fallecer. Él nunca conoció al hombre, pero su abuela adoraba pasar las horas contándole anécdotas sobre él, casi sentía que lo conocía personalmente.
Le parecía extraño el hecho de que su padre estuviese realizando tareas pesadas, pues durante el resto del año, no había día en que no lo viese con su ropa impecable, sus trajes siempre pulcros, sin avistamiento de una sola arruga por la lisa tela, y zapatos encerados. Más tarde iría a ver qué tal se encontraba, pero en ese momento sólo quería jugar y divertirse.
Plantado de frente a la cabaña había un arce blanco que rebasaba con facilidad los tres metros de altitud, al mirarlo desde un ángulo tan bajo, a KyungSoo le daba la impresión de que sus áridas ramas se estiraban hacia el cielo, con deseos de atrapar las nubes. Ahí se tiró, con la espalda reclinada contra el mustio tronco y las piernas estiradas. Su mano derecha maniobraba el avión, haciéndole volar a lo largo del espacio hasta donde su brazo alcanzaba. De su boca emergían sonidos y silbidos que él mismo producía, imaginando que provenían de su nuevo juguete.
Estaba agradecido con el abuelo que jamás llegó a conocer por haber creado algo tan divertido.
Sin embargo, con el trascurso de los minutos aquel juego se tornó enfadoso. Bajó el brazo, que para entonces se le había entumecido y lo reposó junto a su rodilla, todavía sosteniendo su nueva adquisición. Recordó el pan guardado en su bolsa, arrancó un pedazo y lo comió. Analizó el entorno: en el cielo se teñían alargadas franjas curvilíneas color anaranjado que contrastaban con el azul. Desde su sitio lograba vislumbrar la montaña Hallasan, recubierta de blanca nieve en la punta. Detrás de la montaña, el sol comenzaba a esconderse sobre un fondo en tonos rojizos.
Filas de flores rodeaban la cabaña a modo de valla, entre ellas solamente distinguió unas balsaminas de un rosa vehemente y dondiegos púrpuras. Su madre tenía en casa un libro de flores ilustrado, gracias a eso había aprendido acerca de varias especies.
La sombra de la elevación de tierra caía pesarosa sobre las plantas y su cabeza, señal de que en poco tiempo, la luna saldría a relucir.
En un momento determinado, KyungSoo se puso en pie, con la intención de jugar un poco alrededor de los árboles más cercanos. No preveía alejarse, tal como su madre había pedido. El césped se sacudía bajo sus pisadas, provocando murmullos silenciosos. Él avanzaba sosteniendo su avión por lo alto, por encima de su cabeza.
Continuó danzando sin pararse a mirar por dónde iba; se detuvo hasta percatarse de la distancia que había recorrido. Trató de distinguir entre el hatajo de vegetación la vivienda de su abuela, pero por más que buscó, no vio atisbos de la cabaña. Sintiéndose paso a paso más nervioso, giró por donde creyó, sería el camino que lo devolvería a casa, no obstante, su único logro fue sentirse mucho más confundido respecto a su ubicación.
En ambiente se llenó se una sombra azul grisácea en el lapso de un parpadeo: era ya de noche.
Las piernas le temblaban con cada movimiento, no sabía si culpar al frío o en cambio al temor. Ese invierno no había nevado más que los primeros días de diciembre y los últimos de noviembre, pero el viento que soplaba era gélido, helaba los huesos de cualquiera, de modo que una simple chamarra de tela más delgada que gruesa, no le sería suficiente para protegerse. Se colocó el gorro que hasta entonces había permanecido colgando a su espalda y siguió adelante.
Por su mente desfiló la idea de quedarse ahí, sentarse y esperar a que alguien lo hallara, sin embargo, tan pronto como apareció, el pensamiento se esfumó. Los sonidos nocturnos empezaban a brotar de distintas direcciones, y prefería continuar antes que quedarse y descubrir de dónde o de quiénes provenían.
Bajo el manto taciturno, los árboles se elevaban con sus ramas torcidas, como enormes garras pertenecientes a las historias de terror y misterio que a escondidas de su esposa, su padre solía contarle. Sin poder huir del obseso pensamiento de que de un momento a otro comenzarían a moverse y lo atraparían, KyungSoo caminó velozmente por debajo de las ramas en declive.
Para esos momentos, el hambre era tan intensa que el estómago le daba retorcijones. Encontrar la manera de volver parecía una suerte demasiado lejana que se prolongaba a medida que se adentraba más y más en el bosque. Dudaba de ser encontrado pronto, por lo que decidió aguardar un poco más para comerse el pan.
Caminaba sin dejar de mirar hacia abajo, temiendo tropezar con alguna de las raíces sobresalientes bajo sus pies. Por un momento recordó la historia de Alicia en el país de las maravillas, ¿acaso debía vagar en busca de una solución, teniendo que hablar con extrañas criaturas?
De pronto distinguió, en medio del ulule, del canto de los grillos y chicharras y del roce de hojas entre sí, un gruñido. Su cuerpo se petrificó de forma automática, no le concedió a sus extremidades permiso de moverse bajo ninguna circunstancia. Instantes después, algo empezó a aparecer de entre los árboles. Se trataba de un animal, cuyas cuatro patas se acercaban a él lenta y calculadoramente, clavándose con fuerza en la tierra desnuda. Tenía un pelaje tan oscuro, que casi no se percibía en medio de la difusa noche, sin embargo al posarse bajo la luz de luna llena, se percató de cuán enorme era. Sobre el alargado hocico, un par de brillantes ojos amarillos miraban con esmero su figura.
De la garganta de KyungSoo brotó un agudo sonido y, aliviado, corrió hasta el animal, abriendo sus brazos.
—¡Un perrito! —vociferó. Sus padres jamás le habían permitido tener una mascota en casa, por lo que cada vez que encontraba en la calle a un perro o gato, se acercaba para mirarlo de cerca, era una costumbre. Sin embargo, en aquella ocasión, lo que se encontraba parado con majestuosidad frente a él no era sino un lobo, y no movía su cola con felicidad.
El lobo le lanzó un feroz rugido y se contrajo hacia atrás, preparado para saltar y atacar en cualquier segundo, sin aviso alguno. Mostraba los colmillos afilados hacia el niño, lucía amenazador. KyungSoo, aterrado en demasía, no tardó en comenzar a soltar sollozos contenidos, sin poder respirar.
Cerró sus ojos con fuerza, creyendo que al abrirlos, se hallaría de nuevo bajo el arce y no en esa terrorífica escena, frente aquella bestia.
Se amonestaba a sí mismo por no haber seguido al pie de la letra la orden de su madre. No te alejes, algo tan simple como haberse distraído posiblemente le costaría la vida.
Pero entonces, sorpresivamente sintió un húmedo lengüetazo recorrerle la extensión de la mejilla. Pensó que la hora de convertirse en comida de lobo había llegado, sin embargo, un segundo lengüetazo procedió a ese, y luego otros más. No parecía un gesto amenazante, más bien amigable.
Despegó los párpados. Los había tenido cerrados por tanto tiempo que todo parecía borroso, pero al poco rato su vista volvió a la normalidad. El lobo lo estaba lamiendo por toda la cara, retirando y limpiando los rastros de sus lágrimas. Sin confiarse todavía por completo, alargó el brazo derecho y deslizó su palma abierta sobre el suave pelaje del animal, quien reaccionó inclinando la cabeza, dejándose hacer con gusto y sumisión. La cabeza del lobo descendió y olfateó primero sus zapatos, después su pantalón y finalmente sus manos. KyungSoo sonrió, ya que, al fin y al cabo, el lobo no lo devoraría.
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Como les dije en mi página de facebook, esta historia ya está terminada, sólo que la iré subiendo por partes. Si les gustó, comenten, voten y compartan n.n
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